Esta mañana he leído la noticia de la muerte de Rafael Sánchez Ferlosio. No me ha sorprendido, porque el hombre tenía ya 91 años de edad, pero sí me ha entristecido, porque tuve la suerte de conocerlo personalmente y porque ha sido uno de los grandes escritores de las letras españolas, no sólo como novelista sino también como pensador. Sin duda alguna, Ferlosio es uno de los grandes pensadores españoles de los últimos setenta años, aunque haya desarrollado su obra de pensamiento completamente al margen de las instituciones y convenciones académicas.
Ferlosio comenzó siendo conocido como escritor por su novela El Jarama, que obtuvo el Premio Nadal en 1955, se publicó un año después, fue considerada una de las obras más representativas del realismo social de la posguerra española y eso la convirtió en lectura obligada para los estudiantes de bachillerato en las clases de literatura española. Tal vez por todo ello, Ferlosio acabó renegando de la novela.
Sin embargo, lo primero que yo leí de Ferlosio no fue El Jarama, sino una novela anterior, publicada en 1951: Industrias y andanzas de Alfanhuí. Me deslumbró por la originalidad de su lenguaje y de su historia, me pareció una auténtica celebración de la palabra, de la imaginación y de la libertad. Y volví a deslumbrarme muchos años después, cuando leí su gran relato épico El testimonio de Yarfoz (1986), que es la invención de un mundo imaginario de pueblos, épocas, guerras, grandes obras públicas y enjundiosos debates jurídico-políticos. Una auténtica joya, apenas conocida por los lectores de habla hispana.
Con la excepción de El testimonio de Yarfoz, a partir de la década de 1960 Ferlosio dejó de publicar literatura, comenzó a estudiar materias como lingüística, historia, derecho, filosofía, etc., y en la década siguiente se dio a conocer como ensayista y articulista. Una de sus primeras obras de ensayo fueron los dos volúmenes de Las semanas del jardín, publicados en 1974.
Fue pocos años después de publicar Las semanas del jardín cuando yo lo conocí. Comencé a estudiar la carrera de Filosofía en Madrid, en el curso 1973-74. El 13 de febrero de 1977, murió mi madre y tuve que regresar a Murcia durante unos meses. Me planteé entonces muchas cosas, entre ellas mi vocación filosófica. Escribí a Fernando Savater, al que había leído y escuchado en algunas charlas, y me respondió muy amablemente, invitándome a las tertulias de Agustín García Calvo. Durante los cursos 1977-78 y 1978-79, me convertí en un asiduo de esas tertulias, que se celebraban los miércoles por la tarde en la primera planta de la cafetería Arranz. Ya he hablado de esas tertulias en el breve homenaje a García Calvo que publiqué en noviembre de 2013, en este mismo cuaderno de notas.
Pues bien, fue en aquellas tertulias cuando conocí a Ferlosio. Solía vestir de manera desaliñada, con unas zapatillas de andar por casa y un bastón. De vez en cuando, intervenía con su voz aguda, a veces irónica y a veces airada. Entre todos los presentes, era el único que se atrevía a contradecir abiertamente a García Calvo y a tomarle el pelo, con expresiones nada diplomáticas: “¡Eso que dices es una tontería!”, por ejemplo. O: “Me han contado que nadie quiere representar tu última obra de teatro porque es un pesadez”. Sin embargo, los dos eran muy amigos y se respetaban mucho.
Se distanciaron años más tarde, durante la primera Guerra del Golfo (1990-1991), porque García Calvo la condenó sin reservas y Ferlosio la justificó con reservas. Pero también se distanciaron porque tenían dos maneras muy diferentes de entender la labor del pensamiento: García Calvo defendía un anarquismo ontológico que le llevaba a impugnar todo intento de reformar la realidad instituida, mientras que Ferlosio buscaba la manera de negociar con la realidad formas de convivencia más o menos razonables. Además, García Calvo pretendía construir un sistema de pensamiento omnicomprensivo, que diera cuenta de la totalidad de lo real, mientras que el pensamiento de Ferlosio era más fragmentario y se desarrollaba siempre al hilo de asuntos concretos, muchas veces abordados en artículos de prensa y ampliados luego en libros: el servicio militar, el patriotismo, la guerra, la conquista de América, la publicidad, el dinero, el deporte, etc. No por casualidad, Ferlosio se convirtió en un maestro de los aforismos o reflexiones breves, a los que él llamaba “pecios”, es decir, fragmentos de un naufragio.
En la década de 1990, cuando yo ya estaba trabajando como profesor de la Facultad de Filosofía de la Universidad de Murcia y presidía la Sociedad de Filosofía de la Región de Murcia, traté de reunirlos a los dos en la II Semana de Filosofía, celebrada en enero de 1998 y dedicada a Los lenguajes de la comunicación.
Mi propósito era que García Calvo hablase del lenguaje oral y Ferlosio del lenguaje escrito. García Calvo aceptó y dio una charla titulada “El lenguaje propiamente dicho”. En cuanto a Ferlosio, tuve que hacer muchas gestiones para lograr hablar con él por teléfono, gracias a la intermediación de su amigo Tomás Pollán y de su compañera Demetria Chamorro. Los dos me animaron para que lo convenciera. Hablé finalmente con él y tuvimos una larga conversación telefónica, pero no lo convencí. Él decía que la escritura no era una forma de lenguaje, que el único lenguaje verdadero era el lenguaje oral (en eso coincidía con García Calvo), que no veía nada claro qué podía decir él sobre la escritura, etc. En realidad, no le gustaba dar conferencias públicas, porque era muy tímido y sufría una especie de agorafobia. Así que no pudo ser.
Finalmente, quien vino a hablar de la escritura fue Miguel Morey. Por cierto, los textos de las intervenciones (la grabación de la charla de García Calvo y las ponencias de Jenaro Talens, Javier Echeverría, Paca Pérez Carreño, Lola López Mondéjar, etc.) se publicaron luego en el nº 20 (1999) de la revista Postdata, dirigida entonces por Antonio Parra.
Pero no he hablado todavía de las muchas obras de pensamiento que Ferlosio comenzó a publicar a partir de la década de 1980: Mientras no cambien los dioses, nada ha cambiado (1986); Campo de Marte 1. El ejército nacional (1986), La homilía del ratón (1986), Vendrán más años malos y nos harán más ciegos (1993), Esas Yndias equivocadas y malditas (1994), El alma y la vergüenza (2000), La hija de la guerra y la madre de la patria (2002), Non Olet (2003) Glosas castellanas y otros ensayos (2005), Sobre la guerra (2007), God & Gun. Apuntes de polemología (2008), Guapo y sus isótopos (2009), Campo de retamas (2015) y los cuatro volúmenes de Ensayos editados entre 2015 y 2017.
Si tuviera que recomendar una sola de estas obras de pensamiento, tal vez elegiría El alma y la vergüenza (2000), en particular el ensayo inicial que da título al libro. Son apenas cuarenta y cinco páginas en las que Ferlosio revela su lucidez y su particular estilo como pensador y como escritor.
En ese breve ensayo, Ferlosio elabora una admirable fenomenología de la “vergüenza” y la presenta como el fundamento simultáneo de eso que llamamos “alma” o identidad personal (de ahí que un “sinvergüenza” sea un “desalmado”) y de eso que llamamos educación o socialización, es decir, la formación de la subjetividad y su ingreso en una comunidad de convivencia propiamente humana:
“La vergüenza es la comadrona o la nodriza de toda educación. El momento en que nace la pasión anímica de la vergüenza –inequívocamente señalado por la aparición del concomitante síntoma del rubor- debe ser considerado como el del surgimiento de la mera condición de posibilidad de toda educación verdaderamente humana”.
El ensayo concluye alertando de lo que puede ocurrir en una sociedad cuando los individuos pierden el alma y la vergüenza, debido sobre todo al tránsito de las relaciones cara a cara, propias de las pequeñas comunidades locales, a las relaciones impersonales mediadas por leyes abstractas, instituciones anónimas y el mercado de consumo de masas, propios de los grandes Estados modernos y del capitalismo globalizado. Y alude sin citarla a Hannah Arendt y a su concepto de la “banalidad del mal”:
“Las cosas más terribles y cruentas entre hombres pueden carecer totalmente de profundidad, venir de las circunstancias más banales, ser pura mímesis superficial de estereotipos más o menos difundidos, de modelos prestigiosos hábilmente publicitados y fácilmente accesibles a la imitación”.
Última actualización: abril_2019 01/04/2019 20:40
Derechos de reproducción: Todos los documentos publicados por Antonio Campillo Meseguer en esta página web pueden ser reproducidos bajo la licencia Creative Commons