La vida huye irreparablemente. Esta es una de las máximas más antiguas y más universales de la sabiduría popular. La escribió Virgilio en las Geórgicas (III, 284) y la han repetido con diversas variantes otros muchos poetas y pensadores de Oriente y de Occidente, del Norte y del Sur.
Pero los humanos nos empeñamos en negar lo irreparable y hemos inventado a los dioses para imaginarnos tan inmortales como ellos. Y, a la manera de los dioses, pretendemos alimentarnos a costa del sacrificio de nuestros semejantes. Como dice Canetti, el poderoso es el que sobrevive matando y esclavizando a las demás criaturas vivientes.
Más aún, queremos esclavizar a los otros y al mismo tiempo conservar intacta nuestra buena conciencia. Y, para ello, apelamos a las más sublimes razones. Unos invocan las palabras imperativas de algún antiguo profeta; otros, los colores sacrosantos de una ensangrentada bandera; otros, la propiedad inviolable de una secreta cuenta bancaria.
La vida huye a la vez que la vivimos, y, precisamente, porque la vivimos. Así que no nos empeñemos en detenerla. No goza más de la vida quien se la arrebata a otros y la acapara como un tesoro, sino quien la comparte y la padece con ellos. Así que cuidemos a quienes habitan con nosotros en este mundo, como quien cultiva un campo de frágiles amapolas.
Última actualización: agosto_2015 12/08/2015 13:12
Soy del camino.
Nada mío es para siempre.
Nada es para siempre mío.
La vida no se basta a sí misma.
Cada uno es de los otros.
Cada paso tiene su medida.
A. Campillo, Santomera, 29/04/1992.
Última actualización: agosto_2015 10/08/2015 14:27
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