Reproduzco aquí el prólogo de mi libro Grecia y nosotros. La herencia griega en la era global (Madrid, Abada, 2023, pp. 9-21).
Este libro es un largo viaje por la historia del pensamiento filosófico occidental, desde la Grecia antigua hasta el presente, pero es también una reflexión crítica sobre la propia historia del Occidente europeo y sobre las mutaciones que han experimentado algunos de los más influyentes conceptos filosóficos griegos en su recorrido a través del imperio romano, la cristiandad medieval, la modernidad euro-atlántica y la nueva era global que nos vincula hoy a todos los humanos, no sólo entre nosotros sino también con los demás seres vivientes.
No he pretendido elaborar un gran relato enciclopédico, lineal y exhaustivo, al estilo de las tradicionales historias de la filosofía, ni tampoco una reflexión especulativa sobre tales o cuales conceptos supuestamente eternos, como si el pensamiento fuese ajeno a los avatares de la historia. Lo que aquí presento es, más bien, un ejercicio de narración filosófica o de filosofía narrativa, en el que he tratado de combinar el relato histórico de algunos conceptos y acontecimientos relevantes con la reflexión filosófica sobre ellos. Este ejercicio no se despliega en un discurso continuo sino en seis narraciones diferentes, en las que he recorrido otras tantas rutas históricas y conceptuales que conducen desde Grecia hasta nosotros, o que parten de nuestro presente más inmediato para repensar desde él nuestra herencia griega.
Comenzaré aclarando el significado de los dos términos que componen el título y de la conjunción que a un tiempo los une y los separa. Suele decirse que la civilización del Occidente europeo tiene su origen en dos ciudades: Atenas y Jerusalén (Shestov, 2018). O más ampliamente, la tradición greco-latina y la judeo-cristiana, que comenzaron a hibridarse en la época helenística (con la Biblia de los Setenta traducida al griego por los rabinos de la diáspora) y en los primeros siglos del imperio romano (con el Nuevo Testamento cristiano y la nueva paideia de los llamados Padres de la Iglesia) (Jaeger, 1965). A la Grecia antigua, en particular, se le ha atribuido tradicionalmente la «invención» de una serie de instituciones y saberes que no habrían sido conocidos en otras civilizaciones: las ciudades-estado autónomas, la economía mercantil, la democracia, la escritura alfabética, las escuelas, la filosofía, la historia, la matemática, la astronomía, la física, la medicina, etc. Este «origen» griego de la civilización europea ha sido descrito tradicionalmente mediante dos grandes dicotomías, una espacial o geográfica (Oriente/Occidente) y otra temporal o histórica (Mito/Razón).
Por un lado, la emancipación del «Occidente libre» con respecto al «Oriente despótico» habría tenido lugar tras dos siglos de enfrentamientos bélicos entre las ciudades-estado griegas y el poderoso imperio persa, y sobre todo tras las tres «guerras médicas» narradas por Heródoto en su Historia (1984). Este largo conflicto geopolítico comenzó cuando el rey persa Ciro conquistó la Jonia griega, en la costa mediterránea de Asia Menor, también llamada Anatolia (un nombre griego que significa precisamente el Oriente, la tierra por donde sale el Sol, y que actualmente es la península asiática de Turquía), y concluyó cuando Alejandro Magno conquistó todo el territorio persa. Según Max Weber (2001: 102-174), la batalla naval de Salamina (480 a.C.), en la que la flota griega derrotó a la persa, dio un giro inesperado a la desigual relación de fuerzas entre los griegos y los persas, y, por tanto, fue decisiva para la génesis, la expansión y el posterior desarrollo de la civilización del Occidente europeo. En realidad, Weber se hacía eco de un tópico formulado ya por otros historiadores (Burn, 1984).
El mito de la superioridad del Occidente «libre» y «civilizado» sobre el Oriente «despótico» y «bárbaro» se gestó en la propia Grecia, como puede verse en Los persas (472 a.C.), la primera obra teatral que se conserva de Esquilo (2010), y en el discurso fúnebre de Pericles (431 a.C.) narrado por Tucídides en Historia de la Guerra del Peloponeso (2021). Pero fueron los romanos y los cristianos quienes lo heredaron y lo desarrollaron. Polibio, inspirándose en Aristóteles, utiliza en sus Historias (2016) el concepto de anakyklosis -que aparece ya Anaximandro, referido a los ciclos cósmicos- para nombrar los ciclos de auge y decadencia que habían regido hasta entonces las historias locales de los distintos pueblos mediterráneos, dado que los tres regímenes políticos ideales acababan degenerando y reemplazándose unos a otros: monarquía/tiranía, aristocracia/oligarquía, democracia/oclocracia, y vuelta de nuevo a la monarquía; sin embargo, la república romana habría puesto fin a esos ciclos al crear un nuevo sistema político que combinaba lo mejor de los tres regímenes conocidos, mediante la conjunción del Consulado (monárquico), el Senado (aristocrático) y los Comicios (democrático); según Polibio, ese sistema político «mixto» fue el que dio a Roma la estabilidad y la fortaleza necesarias para conquistar y unificar a todos los pueblos del Mare Nostrum, entretejiéndolos en una sola y gloriosa «historia universal».
Más tarde, la Iglesia latina se consideró heredera del imperio romano, sobre todo tras su ruptura con el cristianismo griego y el cesaropapismo bizantino, y se inspiró en el Libro de Daniel -donde se cuenta la interpretación que el profeta hizo del sueño de Nabucodonosor, rey de Babilonia- para elaborar la teoría de la translatio imperii et studii, según la cual en la historia humana se habría dado un desplazamiento de los imperios y de la sabiduría que habría seguido el curso del sol, de Oriente a Occidente, y que además estaría sujeto a la Providencia divina y a su gobierno escatológico de la historia. Esta teoría recorrerá la historia de la filosofía europea, de Agustín de Hipona a Hegel (Löwith, 2007; Pocok, 2003; Goez, 1958).
Por otro lado, como complemento de la dicotomía geográfica Oriente/Occidente, el nacimiento de la filosofía en la Grecia antigua -y, con ella, de los demás saberes e instituciones que antes he mencionado- ha sido descrito como el tránsito histórico «del mŷthos al lógos», es decir, de la narración fabulosa, imaginaria y anónima, transmitida oralmente, a la investigación empírica, la cuantificación matemática y la argumentación racional, avaladas por sabios con nombre propio, vinculadas a las repúblicas urbanas y transmitidas mediante la escritura alfabética y las escuelas. Este tránsito del mŷthos al lógos ha sido explicado tradicionalmente mediante la tesis del «milagro griego», formulada a principios del siglo XX por el helenista John Burnet (2012). Según Burnet, el lógos -es decir, la «razón» filosófica y científica con pretensiones de validez eterna y universal- irrumpió de manera súbita en la Grecia antigua, sin precedente histórico alguno y sin paralelo en otras tradiciones culturales. En realidad, esta tesis había sido postulada ya por los intelectuales ilustrados desde los siglos XVII y XVIII. Uno de sus últimos defensores fue el filósofo Edmund Husserl, para quien «lo que por vez primera irrumpió con la humanidad griega fue, precisamente, lo que como entelequia viene esencialmente ínsito en la humanidad como tal», de modo que «la humanidad europea lleva en sí realmente una idea absoluta y no es tan sólo un mero tipo antropológico empírico como “China” o “India”», y por tanto «la europeización de todas las humanidades extranjeras anuncia efectivamente en sí el imperio de un sentido absoluto, perteneciente al sentido del mundo, y no a un sinsentido histórico del mismo» (1991: 16).
El ya citado Weber, contemporáneo y compatriota de Husserl, llevó a cabo un estudio comparado de las grandes religiones de Oriente y Occidente, con el fin de demostrar que el gran acontecimiento de la «historia universal» había sido el surgimiento de la Europa moderna, heredera de la doble tradición greco-latina y judeo-cristiana. Esta doble herencia explicaría el proceso de «racionalización» de todas las esferas de la vida social (el Estado soberano, la economía capitalista, la ciencia matematizada, etc.) y su paralelo proceso de expansión mundial, es decir, de occidentalización de todas las otras sociedades (1987: 11-24).
Estos dos tópicos (Oriente/Occidente y Mito/Razón) han jugado un papel fundamental en el modo en que el Occidente euro-atlántico se autocomprendió teóricamente y se autoafirmó prácticamente, construyendo una idea de la Historia Universal de la Humanidad en una clave evolutiva y eurocéntrica, y justificando con ella no solo la «superación» de todas las épocas precedentes -lo que Hegel llamó la Aufhebung (1980, 2010, 2011: §184 a §187), entendida a un tiempo como negación, conservación y sublimación del pasado-, sino también la jerarquización racial, la dominación imperial y la expropiación material y cultural de los demás pueblos de la Tierra. Como he venido argumentando desde Adiós al progreso (1985) y Variaciones de la vida humana (2001), la crisis de la Modernidad se inicia en 1945, cuando Europa deja de ser el centro del mundo, cuando el Oriente asiático y el Sur global comienzan a «descolonizarse» y a cuestionar la hegemonía de Occidente, cuando la humanidad adquiere el poder para destruirse a sí misma mediante las armas nucleares y la alteración acelerada de los ciclos naturales de la biosfera terrestre, en resumen, cuando comenzamos a vivir en una nueva era global y posmoderna, que coincide con la época geohistórica del Antropoceno.
Por eso, las críticas a la construcción eurocéntrica de la oposición entre Oriente y Occidente se multiplicaron también a partir de 1945. En primer lugar, por parte de algunos intelectuales europeos: desde el filósofo alemán Karl Jaspers (1980) hasta el historiador británico Jack Goody (2021), pasando por pensadores como Félix Duque (2003), Massimo Cacciari (2001, 2007) y Giacomo Marramao (2006). En segundo lugar, por parte de muchos intelectuales del Sur global que han promovido el llamado pensamiento «decolonial» (Mezzadra, 2008), desde el palestino Edward W. Said (2016, 2004) hasta el indio Dipes Chakrabarty (2008), pasando por el argentino-mexicano Enrique Dussel (2007), el argentino Walter D. Mignolo (2007), el camerunés Achille Mbembe (2016), la iraquí-israelí Ella Shohat (2002), el indo-estadounidense Arjun Appadurai (2001) y el indio Amartya K. Sen (2007).
En cuanto a la tesis del «milagro griego» como tránsito del Mito a la Razón, también comenzó a ser cuestionada por muy diversos autores: helenistas como Francis M. Cornford (1984) y Jean-Pierre Vernant (1992, 1993), críticos de la racionalidad occidental como Max Horkheimer y Theodor W. Adorno (1994), críticas feministas de la tradición patriarcal como Simone de Beauvoir (2017), historiadores como el ya citado Jack Goody (1985) y Hans Blumenberg (2003), estudiosos de la relación entre la filosofía griega y las antiguas filosofías orientales como Marcel Conche (2003) y François Julien (2007, 2009), sociólogos como Randall Collins (2005) y antropólogos como Claude Lévi-Strauss (2001, 2006-2011) y Philippe Descola (2012). Para todos ellos, el supuesto «milagro» que condujo del Mito a la Razón en la Grecia antigua -y en ningún otro lugar- debe ser considerado como el gran mito eurocéntrico del pensamiento occidental. Jacques Derrida lo definió como la «mitología blanca» y lo caracterizó como la pretendida «superación» lógica e histórica de la metáfora por el concepto, de la narración por la argumentación, del mito oral por la razón escrita (1989).
En efecto, desde 1945 hemos entrado en una nueva época geohistórica en la que nos enfrentamos a una serie de amenazas extremas que paradójicamente han sido desencadenadas por los pueblos más «civilizados» de la Tierra: las armas de destrucción masiva, la concentración de la riqueza mundial en unas pocas manos y la crisis ecológica global (cambio climático, extinción de especies, agotamiento de recursos, contaminación de los suelos, las aguas y el aire, etc.). Estas amenazas han situado a la humanidad, por primera vez en su historia, ante la experiencia de un destino común que depende, en gran medida, de sus propias acciones colectivas. Vivimos en una sociedad cada vez más interdependiente, injusta e insostenible, y contamos ya con los medios tecno-científicos y socio-políticos suficientes para degradar el conjunto de la biosfera terrestre y destruirnos a nosotros mismos como especie viviente. Así han venido señalándolo desde mediados del siglo XX muchos filósofos, científicos, escritores y activistas sociales: Max Horkheimer, Theodor W. Adorno, Karl Jaspers, Gunther Anders, Hannah Arendt, Elias Canetti, Aldo Leopold, Rachel Carson, Barry Commoner, Maria Mies, Hans Jonas, Ulrich Beck, Vandana Shiva, Harald Welzer, etc.
En estas nuevas condiciones históricas, los más de 8.000 millones de seres humanos que habitamos hoy sobre la Tierra formamos parte de un «nosotros» de dimensiones cosmopoliéticas (Campillo, 2018), que no sólo incluye a la diversidad de los países, las etnias, las clases sociales, los sexos, etc., sino también a los demás seres vivientes y a los ecosistemas que compartimos y habitamos con ellos. Por eso, Bruno Latour (2019) propone que nos reconozcamos no ya como «europeos civilizados y evolucionados» frente a los «pueblos bárbaros y atrasados», ni tampoco como «humanos racionales y libres» frente a los «cuerpos materiales e inertes», conforme al dualismo ontológico de los modernos, sino más bien como criaturas «terrestres», como habitantes de Gaia, que no sólo es la morada de los humanos sino también de los demás animales y de las plantas, hongos, bacterias y virus. La pandemia mundial de covid-19 nos ha mostrado de manera traumática hasta qué punto la vida humana depende constitutivamente de la vida de las demás especies y del conjunto de la biosfera.
Ahora podemos comprender hasta qué punto el título Grecia y nosotros nombra una relación mucho más compleja de lo que parece a primera vista. Por un lado, la herencia griega y, en general, greco-latina es una de las grandes fuentes de la civilización occidental y, desde que comenzó la expansión europea en los siglos XV y XVI, se ha convertido también en un patrimonio común de toda la humanidad. Pero, por otro lado, esa herencia no es un bloque compacto sino un conglomerado heterogéneo de formas de experiencia no congruentes entre sí, de modo que cada cual puede acoger algunas de esas formas y desechar otras. Además, ese conglomerado tampoco ha permanecido invariable en el curso del tiempo, sino que cada época ha mantenido con él un diálogo crítico, una relación cambiante que ha oscilado siempre entre la imitación y la condena, la recreación y la destrucción. Basta pensar en el ambivalente vínculo que mantuvieron los romanos con los griegos, a los que sometieron y admiraron; y los judíos helenizados con los griegos y los romanos; y los cristianos con todos ellos, desde la época del imperio romano hasta la Reforma y la Contrarreforma del siglo XVI, pasando por la escolástica medieval y el humanismo renacentista; y los ilustrados y revolucionarios de los siglos XVII y XVIII con el doble pasado greco-latino y judeo-cristiano; y lo mismo podemos decir de los románticos, viajeros, eruditos y arqueólogos del siglo XIX; o los positivistas, marxistas, existencialistas, hermeneutas y posmodernos del siglo XX; o los pueblos colonizados de América, África y Asia, a los que ese antiguo legado se les impuso desde el siglo XVI como las «luces de la razón» de una Europa racista, colonialista y depredadora.
Por todo ello, «nosotros», los terrestres del siglo XXI no podemos dejar de repensar nuestra relación con la Grecia antigua a partir de nuestra propia experiencia vivida. En primer lugar, hemos de tener en cuenta todas esas vicisitudes históricas, todos esos cambios epocales, todos esos descentramientos geográficos y culturales a través de los cuales el legado griego se ha ido transformando, cuestionando y reinterpretando. En segundo lugar, hemos de tener en cuenta el incierto horizonte que vamos a transmitir a nuestros descendientes, ensombrecido por las grandes amenazas existenciales a las que antes me he referido. La conjunción «y» que aparece en el título de este libro apunta a esa complejísima trama de hilos que a un tiempo acercan y alejan, orientan y desorientan, se tejen y se destejen entre «Grecia» y «nosotros».
Como dije al principio, cada uno de los seis capítulos que lo componen no son las etapas sucesivas de una historia lineal de la filosofía occidental, sino otras tantas rutas que recorren diferentes itinerarios históricos y conceptuales entre la Grecia antigua y el presente. He procurado trazar solamente unos pocos senderos transitables en el intrincado laberinto que es la historia filosófica de Occidente. Son senderos de ida de vuelta, pues se parte de algunos conceptos filosóficos griegos para examinar su posterior transformación histórica, o bien se parte del presente para ir remontando hacia atrás, hasta encontrarnos con algunos de esos conceptos. Además, debo decir que esas seis rutas de ida y vuelta no las he recorrido en solitario, sino acompañado de guías que me han ayudado a abrirme camino, pero con los que me he visto obligado a disentir en tal o cual encrucijada. En este sentido, el libro no es sólo una larga conversación con la filosofía griega y su cambiante legado en la historia de Occidente, sino también con algunos pensadores del siglo XX que han tratado de reinterpretar ese legado, como Edmund Husserl, Martin Heidegger, Hannah Arendt, Karl Polanyi, Paul Ricoeur, Michel Foucault, Jacques Derrida, Alexandre Koyré, Agustín García Calvo, Bruno Latour, etc.
Los seis capítulos han sido publicados anteriormente como textos independientes. No obstante, los he revisado, modificado y en algunos casos ampliado, no sólo para actualizarlos sino también para darles una mayor unidad, para resaltar los muchos hilos que los conectan entre sí y permiten entrecruzar sus diferentes recorridos. El capítulo primero fue publicado en 1991 y el último en 2023, así que este libro puede ser leído también como un relato autobiográfico de mi relación con la Grecia antigua durante más de treinta años. Pero en la secuencia de los capítulos no he tenido en cuenta solamente la fecha en que fueron escritos, sino que he procurado componer con ellos un cierto movimiento teórico e incluso rítmico.
El primer capítulo es el más antiguo y el más extenso. En él trato de reconstruir -de una manera a un tiempo histórica y filosófica- la concepción del tiempo en la Grecia antigua, desde Anaximandro hasta Plotino e incluso hasta Agustín de Hipona, a partir de tres conceptos básicos: aión, chrónos y kairós. Lógicamente, analizo su conexión con otros conceptos próximos, como los de phŷsis, kósmos, moîra, etc. En esa reconstrucción histórica y filosófica, he creído necesario dedicar un apartado a discutir la interpretación heideggeriana de la filosofía griega, porque creo que en ella se da un auténtico «olvido de la vida», a la que sin embargo remiten conceptos tan fundamentales como phŷsis y aión: la vida siempre viva de la Naturaleza, de la que nacen y a la que retornan las plantas, los animales y los propios humanos. Además, he tratado de mostrar que la concepción griega del tiempo no es reducible a la «metafísica de la presencia», que según Heidegger habría dominado toda la historia del pensamiento occidental. Por el contrario, los griegos no sólo identificaron el aión con la vida siempre viva, sino que concedieron un lugar fundamental al kairós, el acontecimiento singular, cuya historia es tan larga como la del chrónos y llega hasta el siglo XX: basta pensar en el Ereignis del propio Heidegger, el «momento soberano» de Bataille, el Jetztzeit de Benjamin, el «milagro» de Arendt, etc. Por último, he dedicado otro apartado del primer capítulo a mi propia concepción del tiempo como una «institución cosmopoliética» que permite «sincronizar» entre sí los heterogéneos tiempos del kósmos, la pólis y el êthos.
En el segundo capítulo he seguido una ruta muy diferente: he recorrido los distintos significados del concepto griego de historía. Para ello, he elaborado un mapa histórico y conceptual en el que he diferenciado sus tres grandes campos semánticos -la historia como una forma de saber, como un modo de ser y como una manera de hacer-, a los que corresponden otros tantos dominios de la filosofía de la historia: la epistemología, la ontología y la crítica del propio presente. Esto me ha permitido reconstruir los hilos que llevan de los historiadores y filósofos griegos (Heródoto, Tucídides, Aristóteles) a los contemporáneos (Nietzsche, Benjamin, Foucault), pasando por Voltaire, Hegel, Dilthey y Heidegger.
En los dos capítulos centrales del libro, los conceptos griegos analizados nos remiten al campo del pensamiento ético y político, y han tenido una gran relevancia no sólo en la historia intelectual sino también en la historia política de Occidente. Cada uno de esos conceptos ha sido abordado a partir de algún autor contemporáneo, con quien he tratado de mantener un diálogo crítico a propósito de su interpretación de los mismos. Así, en la definición aristotélica del ser humano como zoôn politikon («animal político»), no sólo me he ocupado de Aristóteles sino también del modo en que lo interpreta Hannah Arendt, y la confrontación entre ambos filósofos me ha permitido precisar mejor mi propio punto de vista. Lo mismo sucede con los conceptos de oikos y pólis («casa» y «ciudad»), y con la correspondiente relación entre la «economía» y la «política», aunque en este caso he confrontado a Aristóteles con Karl Polany, pero también con otros autores de las ciencias sociales y de la filosofía política contemporánea, lo que me ha permitido debatir con las posiciones contrapuestas del liberalismo y el republicanismo, y precisar las relaciones de continuidad y de discontinuidad entre la Grecia antigua, la Europa moderna y el capitalismo neoliberal del siglo XXI.
Finalmente, en los dos últimos capítulos vuelvo a abordar las grandes cuestiones ontológicas, cosmológicas y antropológicas con las que comenzaba el libro, y en ese marco teórico vuelvo a plantearme las complejas relaciones entre el «macrocosmos» natural y el «microcosmos» humano. Pero ahora ha cambiado el enfoque. En primer lugar, porque esos dos capítulos finales han sido escritos treinta años después del primero. En segundo lugar, porque en este caso no emprendemos la ruta desde la Grecia antigua para llegar a nuestro propio presente, sino que más bien partimos de la era global para repensar desde una nueva perspectiva el legado griego. En el capítulo quinto comienzo con la revolución científica de los siglos XVI y XVII, que fue descrita por Alexandre Koyré como el paso «del mundo cerrado al universo infinito», es decir, del Kósmos aristotélico-ptolemaico al Universum de Descartes y Newton, pasando por Copérnico, Bruno, Kepler y Galileo. Pero ese camino nos conduce de regreso a Gaia, a la diosa griega Gea, es decir, del «universo infinito» de la filosofía, la ciencia y la política modernas a una nueva visión de la Tierra y del lugar de la vida en ella -incluida la vida de los propios seres humanos-, una nueva revolución filosófica, científica y política protagonizada por Husserl, Arendt, Lovelock, Margulis y Latour.
El último capítulo es, en cierto modo, una continuación y un complemento del anterior. A partir de esa nueva visión de la Tierra que se ha gestado en las últimas décadas (como un sistema geo-bio-químico que se autorregula homeostáticamente desde hace más de 3.500 millones de años), y a partir de la experiencia vivida de un «nosotros» sin confines que nos vincula a todas las criaturas terrestres en un destino común (como ha puesto de manifiesto el virus SARS-CoV-2 al conectar a toda la humanidad entre sí y con los demás seres vivientes), he tratado de retomar y repensar las tres grandes categorías griegas cuya articulación es la tarea y la responsabilidad de toda propuesta filosófica: kósmos, pólis y êthos. Inspirándome en ellas, he procurado esbozar una «filosofía de la humanidad terrestre», un pequeño mapa conceptual y moral para hacer frente a las grandes amenazas existenciales del siglo XXI.
Última actualización: mayo_2023 2023/05/12 10:16
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