Hemos vivido uno de los veranos más secos y calurosos de los últimos sesenta años. En mi anotación anterior, Metafísica del verano, escribí algunas reflexiones acerca del calor. Entre otras cosas, insistí en la necesidad de repensar la condición a un tiempo biológica y política de la existencia humana a partir de los elementos básicos que nos dan la vida y nos la quitan: la tierra, el agua, el aire y el sol. Por ejemplo: el progresivo calentamiento de la atmósfera terrestre es un fenómeno natural inducido artificialmente por el consumo humano de combustibles fósiles, que está estrechamente vinculado al desarrollo acelerado y a la expansión mundial del capitalismo industrial, y que puede causar millones de muertes en las próximas décadas.
Acaba de comenzar el otoño y se ha producido un cambio drástico, una especie de péndulo climático: hemos pasado de una de las sequías más graves de las últimas décadas a una serie de lluvias torrenciales en el sureste español que han causado al menos diez muertos, han obligado a evacuar a cientos de personas y han provocado toda clase de destrozos materiales en los campos de cultivo, las viviendas, las carreteras, etc. Esta oscilación entre períodos de sequía extrema y períodos de lluvias torrenciales e inundaciones es un fenómeno regular en el sureste español, documentado desde hace siglos, pero se está viendo agudizado en las últimas décadas por el cambio climático antropogénico.
Precisamente por eso, por esa potencia a un tiempo imprevista y previsible del agua, no se comprende la ceguera de los ciudadanos y de las administraciones públicas, que siguen ignorando o menospreciando el inmenso y ambivalente poder de los elementos naturales -como el aire que se calienta y el agua que se desborda-, de los que depende la vida y la muerte de todos nosotros. Es la imprevisión e irresponsabilidad de los propios seres humanos, tanto de los particulares como de las autoridades políticas, lo que hace que aumente el calor del aire y el desbordamiento del agua en ríos y ramblas, con el consiguiente incremento de las muertes y de los daños materiales.
Tenemos que comenzar a tomarnos en serio que estamos hechos de tierra, agua, aire y fuego, y que nuestra vida -como criaturas singulares, como comunidades localmente delimitadas y como especie humana extendida por toda la Tierra- depende en último término de nuestro sabio cuidado ético y de nuestra justa regulación política de los elementos naturales que nos constituyen.
Tenemos que comenzar a entretejer la metafísica y la metapolítica de los elementos y fuerzas naturales, es decir, la reflexión sobre el lugar del ser humano en el mundo, y más concretamente en la biosfera terrestre, y la reflexión sobre las acciones y regulaciones ético-políticas que pueden hacer más habitable o más inhabitable nuestra estancia en la Tierra.
Merece la pena recordar aquí un conocido pasaje de El príncipe, de Nicolás Maquiavelo, uno de los primeros textos políticos de la modernidad. Este pasaje se encuentra al comienzo del capítulo XXV, titulado “En qué medida están sometidos a la fortuna los asuntos humanos y de qué forma se le ha de hacer frente”:
“No se me oculta que muchos han tenido y tienen la opinión de que las cosas del mundo están gobernadas por la fortuna y por Dios hasta tal punto que los hombres, a pesar de toda su prudencia, no pueden corregir su rumbo ni oponerles remedio alguno. Por esta razón podrían estimar que no hay motivo para esforzarse demasiado en las cosas, sino más bien para dejar que las gobierne el azar. Esta opinión ha encontrado más valedores en nuestra época a causa de los grandes cambios que se han visto y se ven cada día por encima de toda posible conjetura humana. Yo mismo, pensando en ello de vez en cuando, me he inclinado en parte hacia esta opinión. No obstante, para que nuestra libre voluntad no quede anulada, pienso que puede ser cierto que la fortuna sea árbitro de la mitad de las acciones nuestras, pero la otra mitad, o casi, nos es dejada, includo por ella, a nuestro control. Yo la suelo comparar a uno de esos ríos torrenciales que, cuando se enfurecen, inundan los campos, tiran abajo árboles y edificios, quitan terreno de esta parte y lo ponen en aquella otra; los hombres huyen ante él, todos ceden a su ímpetu sin poder plantearle resistencia alguna. Y aunque su naturaleza sea ésta, eso no quita, sin embargo, que los hombres, cuando los tiempos están tranquilos, no puedan tomar precauciones mediante diques y espigones de forma que en crecidas posteriores o discurrirían por un canal o su ímpetu ya no sería ni tan salvaje ni tan perjudicial. Lo mismo ocurre con la fortuna: ella muestra su poder cuando no hay una virtud organizada y preparada para hacerle frente y por eso vuelve sus ímpetus allá donde sabe que no se han construido los espigones y los diques para contenerla”.
Última actualización: septiembre_2012 30/09/2012 21:13
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