Autora: Victoria del Carmen García Nicolás
Para entender la sociedad en la que vivimos hoy en día, es necesario hablar de globalización. La globalización es un fenómeno complejo que, especialmente a nivel económico, ha existido desde hace mucho tiempo. Sin embargo, desde finales del siglo XX, su magnitud ha aumentado a tal punto que es casi imponderable. Este gran crecimiento ha tenido como condición de posibilidad el desarrollo de las nuevas tecnologías y los avances técnicos y científicos. Estos acontecimientos, entre otros, han propiciado una creciente interconexión e interdependencia entre países de todo el mundo, influyendo en todo tipo de dimensiones: la económica, la cultural, la política… Las fronteras que dividían a los países se han desdibujado, llevando a un intercambio y flujo de bienes, personas e información sin precedentes.
Las consecuencias de la globalización son tanto de naturaleza positiva como negativa, por lo que no es de extrañar que haya provocado reacciones antagónicas. Así, encontramos dos posturas principales. Por un lado, hay quienes ponen el foco en la economía y apoyan este fenómeno por los beneficios que conlleva (que son principalmente económicos y tecnológicos). Por otro lado, los antiglobalistas o alterglobalistas denuncian la gravedad de las consecuencias negativas que implica la globalización, especialmente la desigualdad económica y social. Prefieren el término “alterglobalización”, pues lo que buscan es una globalización alternativa, justa para todos o, en palabras de Susan George, filósofa y analista política, “inclusiva” (en lugar de excluyente).
Así, el debate imperante versa fundamentalmente sobre las consecuencias del proceso globalizador. ¿Es este proceso esencialmente positivo o negativo? ¿Son mayores los beneficios o las desventajas? A continuación, trataré de defender la postura alterglobalista, demostrando, a partir de los efectos derivados de este fenómeno, cómo los beneficios no pueden compensar los daños que la globalización está causando en la sociedad, siendo necesario dirigir la nociva globalización actual hacia un cambio.
El ámbito económico es probablemente en el que más ha influido la globalización. El incremento en la movilidad del capital financiero, una mayor circulación de bienes y servicios a nivel global, el peso de las multinacionales… Factores como estos han derivado en una economía global, cuyos beneficios a menudo se destacan. El flujo de productos y capital propiciado por la globalización ha dado lugar a un crecimiento económico considerable. Además, este fenómeno ha hecho que ciertos países en vías de desarrollo hayan tenido una oportunidad de entrar en el mercado, logrando no sólo mejoras económicas, sino también sociales.
Sin embargo, estos avances, aunque favorables, no han alcanzado a muchos países. Es más, el proceso globalizador ha acentuado la brecha de ingresos entre los países en desarrollo y los integrados en la economía global. Es decir, que estos beneficios económicos no han sido distribuidos debidamente, lo cual ha hecho que la desigualdad existente haya aumentado. Todo esto pone de manifiesto que la economía global es una economía que tiende a la exclusión: los países que no pueden adaptarse a las nuevas condiciones del mercado no tienen acceso a sus “beneficios” y quedan marginados del panorama global.
Por otro lado, esta economía también ha afectado incluso a los propios países desarrollados o, mejor dicho, a sus ciudadanos, pues muchos trabajadores encuentran dificultades a la hora de encontrar un oficio. Los negocios locales van desapareciendo al no poder competir con las empresas de dominio internacional, y las cualificaciones requeridas para obtener trabajo son cada vez mayores. Evidentemente, no todos pueden adaptarse a esta dinámica, siendo el resultado, de nuevo, la exclusión.
La globalización tiene como fundamento el desarrollo de las tecnologías, que ha llevado progresivamente al auge de los medios de comunicación de masas, de entre los que destacan las redes sociales e Internet. Como resultado, el conocimiento y la información ahora también son globales: se distribuyen a lo largo y ancho del mundo, sin pasar por ningún tipo de filtro.
Muchos dirían que esto es algo positivo: mediante estos medios, se pone a la disposición de todos cualquier tipo de información, siendo más difícil la ocultación y la manipulación deliberada de los hechos o la imposición de ideologías por parte de aquellos que ostentan el poder. Por su parte, el diálogo global permite la resolución de conflictos mundiales. Además, cualquier persona puede informarse sobre el tema que desee, por lo que el desconocimiento ya no es obligado, sino voluntario. Sin embargo, hay un problema que subyace tras todo esto: cada vez resulta más difícil distinguir qué es cierto y qué es falso. Y un buen ejemplo de ello son las fake news (noticias falsas).
En el actual panorama global, cualquiera puede compartir información, y las probabilidades de que esta sea tergiversada es, desgraciadamente, muy elevada. ¿Con qué finalidad se hace esto? Provocar la desinformación para influir o manipular a las masas. Obtener información fiable es ahora arduo trabajo, y esto ha dado lugar a que la verdad haya perdido importancia y que a nadie le interese buscarla, fenómeno que ha sido llamado “posverdad”. Lo que la mayoría tiende a aceptar es aquella información que mejor se adecua a sus creencias y a su visión del mundo. Tal y como afirma Antonio González, doctor en Filosofía y en Teología, es “la conversión de la verdad en mi-verdad”1. Cada uno construye su propia realidad en función del contenido que consume, abandonando así la realidad real. Un mundo globalizado es, pues, un mundo en el que el sujeto queda alejado de la verdadera realidad. Y no podemos olvidar tampoco la nueva clase de desigualdad que ha generado el desarrollo tecnológico, llamada “brecha digital”. Hoy en día, quien está “desconectado” del mundo virtual está marginado de la sociedad.
Con el avance del proceso globalizador, las instituciones internacionales han ido adquiriendo conciencia de su alcance. Una de las herramientas usadas para su gestión ha sido la idea de “bienes públicos globales”, es decir, bienes que nos pertenecen a “todos”. Algunos de estos son los derechos humanos y el medio ambiente.
Esto podría parecer positivo. Por un lado, se están defendiendo a nivel global los derechos de todo ser humano sin distinciones y se les está dotando de la importancia que merecen. Esto permite, entre otras cosas, evitar injusticias y atentados contra cualquier persona o grupo. A pesar de esto, habría que plantearse si estos derechos “universales” o “bienes públicos globales” no son sólo “universales” y “globales” en apariencia. En la Declaración Universal de los Derechos Humanos (artículo 29, apartado 3), aparece lo siguiente: “Estos derechos y libertades no podrán, en ningún caso, ser ejercidos en oposición a los propósitos y principios de las Naciones Unidas”. ¿Representan las Naciones Unidas a todos los ciudadanos de los países que la componen? En realidad, estos derechos quedan muy lejos del individuo debido a ese espacio que, a causa de la globalización, se ha generado entre el Estado y sus representantes. Más adelante profundizaremos en esto. Parece como si ninguno de nosotros hubiéramos participado realmente en su constitución. Y es que, en realidad, estos derechos son producto del poder casi ilimitado de las instituciones internacionales que los formularon. Es decir, que dichas instituciones tienen el monopolio de los derechos humanos.
Por otro lado, el medio ambiente es también un “bien público global”, siendo la sociedad en su conjunto la que debe encargarse de su cuidado. Teniendo en cuenta la gravedad de la actual crisis ecológica, se podría pensar que esto resulta beneficioso. Pues, en efecto, una actuación global permitiría solucionar el problema más rápida y eficazmente que muchas actuaciones nacionales.
Pero no debemos olvidar esto: ha sido la globalización la responsable de que la crisis climática haya empeorado. Desde la Revolución Industrial, el medioambiente ha sufrido la acción humana cada vez con mayor intensidad. El fenómeno globalizador, lejos de mejorar la situación con su capacidad de acción global, la está acercando al límite gracias a procedimientos como la sobreexplotación de los recursos naturales. En este contexto, ¿sirve de algo hablar de “bienes públicos globales”? Está bien considerar al medioambiente como algo de todos, pero sólo si se actúa en su beneficio. En cambio, no hemos visto, en figuras de poder, ni siquiera la intención. Parece entonces que en vez de “bienes públicos globales” habría que hablar de “males públicos globales”.
Una de las consecuencias inevitables de la globalización es el paulatino desvanecimiento de la identidad cultural. La identidad cultural es el conglomerado de características culturales (creencias, valores, normas…) que caracterizan a una sociedad determinada y que son asimiladas por el individuo mediante el proceso de socialización, propiciando así su integración en dicha sociedad. De esta manera, genera un sentimiento de pertenencia y un sentido que subyace tras sus acciones. Es evidente, pues, el grado de importancia que tiene en la vida del ser humano y en la sociedad en su conjunto.
Sin embargo, el efecto homogeneizador de la globalización está provocando una disolución de las diversas identidades culturales, que se pierden en este abismo global. Así, progresivamente, estamos pasando de ser ciudadanos de un país a ciudadanos del mundo. Prescindimos de nuestras costumbres tradicionales o señas culturales para amoldarnos al modelo impuesto globalmente.
El inglés es un buen ejemplo de esto. El surgimiento de una comunicación global que no conoce barreras temporales ni espaciales obliga a encontrar un vehículo lingüístico que permita una interacción directa. En este contexto, el inglés se ha erigido como el “idioma universal”, que es necesario dominar para adaptarse e integrarse en la sociedad global. Esto, aunque posibilita el diálogo global, hace que los demás idiomas queden relegados a un segundo plano y, consecuentemente, pierdan importancia. Es más, genera una situación de desigualdad entre los que tienen la posibilidad de estudiar dicho idioma y aquellos que no, provocando la exclusión social de estos últimos.
Es cierto que el desarrollo de la comunicación global permite que haya un intercambio cultural constante y que las diferentes culturas se enriquezcan entre ellas, disminuyendo el desconocimiento que alimenta los prejuicios o estereotipos racistas y xenófobos. Y, aunque esto puede considerarse positivo, no podemos ignorar las consecuencias que conlleva, siendo una de ellas un melting pot a nivel global. Esto es, que todas las diferentes culturas se “combinan” para dar lugar a una nueva y homogénea, común a todos. Las repercusiones son evidentes: la asimilación cultural (adaptación a la nueva cultura) y la consecuente pérdida de señas culturales.
Por otro lado, no todos se resignan a aceptar esta situación, siendo la identidad cultural tan relevante como es. Como afirma el sociólogo Manuel Castells2, la globalización ha fomentado que se establezca un espacio entre el Estado y los representantes del mismo. Los ciudadanos ya no se pueden apoyar en el Estado para construir su identidad cultural en función de su nacionalidad, pues este ha desviado su mirada a la escena global. Así, se ven forzados a adoptar una perspectiva histórica. Es decir, que se gesta una “identidad de resistencia” como reacción que busca una respuesta a su ausencia de referente cultural, lo cual tiene como consecuencia un creciente nacionalismo. Como dice Antonio González, “en el capitalismo globalizado, el dinero puede dar poder, pero no es capaz de dar identidad”3.
Tras analizar las distintas variantes del impacto de la globalización, parece evidente que los supuestos “beneficios” que esta ofrece no sólo son exclusivos de unos pocos, sino que no pueden contrarrestar de ninguna manera los perjuicios mencionados. Estos son: las profundas desigualdades económicas, la ruptura con la realidad real, la destrucción del medioambiente, el control de los líderes que ostentan el poder y las grandes pérdidas culturales. Evidentemente, es imposible dar marcha atrás. Pero sí es posible convertir el actual proceso globalizador, destructivo y excluyente, en “otra globalización” constructiva e inclusiva. Y parece que esto merece la pena considerarlo, sobre todo cuando el resultado inevitable de este proceso es un cataclismo global.
1 “Posverdad y post-verdad”, Pèriferia: cristianisme, postmodernitat, globalització (5), 2018, pp. 212-224.
2 “Globalización e identidad”, Quaderns de la Mediterrània (5), 2005, pp. 11-20.
3 Ibid.
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