Mayo de 2018

Reproduzco aquí un breve resumen de la conferencia de apertura del Coloquio Internacional Des(ordens) e exclusões numa sociedade de riscos, organizado por el Centro Interdisciplinar de Ciências Sociais da Universidade dos Açores (CICS.NOVA.UAc) y celebrado los días 2 y 3 de noviembre de 2017 en Ponta Delgada, isla de São Miguel, Região Autónoma dos Açores, Portugal. El texto completo de la conferencia será publicado en un volumen colectivo por el CICS.NOVA.UAc.

RESUMEN

Desde el final de la Segunda Guerra Mundial, la humanidad se ha visto cada vez más entretejida en una sola trama de interacciones sociales, tecnológicas y ecológicas. Vivimos ya en una sociedad global que se extiende por toda la Tierra.

Pues bien, la sociedad global, es decir, los 7.600 millones de seres humanos que habitamos hoy sobre la Tierra nos enfrentamos a dos grandes problemas, a dos grandes contradicciones políticas y existenciales que afectan no sólo a nuestras relaciones de convivencia sino también a nuestras posibilidades de supervivencia como especie: la «globalización amurallada» y los «límites del crecimiento ilimitado».

Estas dos contradicciones están conectadas entre sí y se retroalimentan mutuamente, por una sencilla razón antropológica: las relaciones sociales que los humanos mantenemos unos con otros dependen de las relaciones ecológicas que mantenemos con la naturaleza circundante, y viceversa. Me limitaré a mencionar tres ejemplos de esta interconexión.

En primer lugar, las luchas geopolíticas de las grandes potencias por el control de los recursos naturales, como los combustibles fósiles y los minerales estratégicos de los que depende el «crecimiento ilimitado» de la economía mundial, han dado lugar a varias guerras y conflictos endémicos en Oriente Próximo y Medio, en África y en otros lugares del mundo. Estas guerras por los recursos, a su vez, expulsan de su hogar a millones de desplazados y refugiados. Según ACNUR, al finalizar 2016 había 65,6 millones de personas desplazadas forzosamente en todo el mundo a consecuencia de la persecución, los conflictos, la violencia o las violaciones de derechos humanos. Esta cifra supera en más 5 millones la alcanzada al final de la Segunda Guerra Mundial.

En segundo lugar, el uso masivo de combustibles fósiles ha dado lugar al cambio climático antropogénico, que en regiones como el Sahel africano provoca sequías y hambrunas, mientras que en las costas del Caribe y del Sudeste asiático provoca fuertes huracanes e inundaciones torrenciales. Estos fenómenos climáticos extremos también expulsan de sus tierras a millones de personas que migran de manera forzosa a otros lugares para rehacer su vida. Son los llamados «migrantes climáticos» o, más ampliamente, «migrantes ambientales». Según la OIM, estos fenómenos climáticos extremos se han triplicado en las tres últimas décadas y han provocado desplazamientos humanos superiores a los causados por las guerras y otras formas de violencia física. El informe Fronteras 2017 del PNUMA reconoce que hay ya 26,4 millones de personas desplazadas por motivos ambientales y estima que en 2050 puede haber unos 200 millones. Por su parte, ACNUR estima que en los próximos cincuenta años entre 250 y 1.000 millones de personas abandonarán su hogar a causa del cambio climático.

En tercer lugar, el crecimiento acelerado de la población mundial y del capitalismo extractivista y consumista, el agotamiento de recursos básicos como el agua dulce y las tierras de cultivo, y, por último, las políticas neoliberales que los organismos financieros internacionales impusieron a muchos países del Sur en las décadas de 1980 y 1990, han dado lugar a un proceso de apropiación y acaparamiento de tierras a escala global que se asemeja al proceso de expropiación y privatización de los recursos naturales que tuvo lugar en los orígenes del capitalismo moderno, tanto en Europa como en las colonias americanas, y que fue definido por Marx como la «acumulación originaria» del capital. En este «nuevo mercado global de tierras», como lo ha llamado Saskia Sassen en su libro Expulsiones, hay dos aspectos que resaltar: por un lado, la complicidad entre los Estados soberanos y las corporaciones que acumulan propiedades a escala global; por otro lado, la expulsión de sus tierras de las comunidades indígenas y campesinas, y la destrucción de los ecosistemas que sostenían sus formas de vida. Estas expulsiones, a su vez, alimentan el movimiento migratorio forzoso. Unas migraciones que van del campo a la ciudad y de los países más pobres a los más ricos. En 1950, el 70% de la población mundial vivía en zonas rurales y sólo el 30% en ciudades, que se concentraban en el Occidente euro-atlántico. En 2014, más del 54% de la población mundial vivía ya en zonas urbanas y según las previsiones de la ONU y de la OIM en 2050 ese porcentaje puede llegar al 70%. Así que en apenas un siglo se habrá invertido la proporción entre el campo y la ciudad, la mayor parte de la humanidad vivirá en zonas urbanas y en el Sur global se multiplicarán las megalópolis de decenas de millones de personas, con grandes áreas de suburbios pobres, sin los servicios necesarios para llevar una vida digna.

Todos estos fenómenos revelan que la «globalización amurallada» y los «límites del crecimiento ilimitado» se refuerzan y retroalimentan mutuamente. Pues bien, más allá de la indignación moral y la protesta cívica, tenemos que tratar de comprender qué es lo que ambas contradicciones tienen en común, qué clase de razones les permiten sustentarse, a pesar de los muchos estragos sociales y ambientales que están causando. Tenemos que hacer este trabajo de comprensión si queremos encontrar nuevas vías, nuevas reglas para asegurar la convivencia y la supervivencia.

En mi opinión, la respuesta hay que buscarla en el tipo de relación que los humanos mantenemos con la Tierra y con los seres vivos que la pueblan, incluidos los «otros» humanos. Estos vínculos han adoptado formas muy diferentes en las distintas sociedades. Pero, en el curso de la historia de Occidente, se han impuesto dos grandes formas de posesión de la tierra: la soberanía estatal y la propiedad privada.

La época moderna, de 1492 a 1945, estuvo regida por la hegemonía de las potencias euro-atlánticas sobre el resto del mundo, y esta hegemonía se sostuvo sobre la asimetría entre las metrópolis, arraigadas en su supuesto suelo originario y habitadas por una comunidad con una identidad nacional más o menos homogénea, y las colonias, surgidas de una fundación por parte de colonos europeos, dependientes de las metrópolis y mantenidas mediante el sojuzgamiento de los indígenas y la esclavización de poblaciones negras procedentes del continente africano. Y en este gran proceso de expansión territorial por parte de las potencias euro-atlánticas se combinaron el mito griego de la autoctonía (para justificar el arraigo y la superioridad de la raza blanca), el mito judío de la tierra prometida (para justificar la colonización de tierras ajenas por parte del pueblo elegido europeo) y el concepto romano de terra nullius (para dar una base jurídica a la construcción de imperios coloniales por parte de Estados soberanos).

Desde la Grecia y la Roma antiguas hasta los Estados europeos modernos, en la tradición jurídico-política de Occidente se ha dado una relación dialéctica entre la soberanía estatal y la propiedad privada, entre el poder estatal colonizador y el reparto de tierras entre los colonos particulares, es decir, entre la conquista política de un territorio delimitado por fronteras y la posesión económica de parcelas de ese territorio.

El capitalismo moderno ha basado su irresistible poder en la estrecha complicidad y la constante reversión entre estas dos formas hegemónicas de posesión de la tierra: la soberanía política y la propiedad económica. Esta dialéctica entre la soberanía y la propiedad es consustancial al capitalismo y explica las diferencias entre las tres grandes ideologías políticas modernas: el liberalismo, el nacionalismo y el socialismo. El Estado de bienestar, que tuvo su época de gloria en los países occidentales tras la Segunda Guerra mundial, fue un intento de equilibrar las fuerzas entre el capital privado, la solidaridad nacional y la justicia social. Pero, desde la década de 1980, el triunfo de las políticas neoliberales rompió el gran pacto social de la posguerra y desató una nueva lucha global por la apropiación de la Tierra.

Si queremos afrontar las dos grandes contradicciones de nuestro tiempo (la «globalización amurallada» y los «límites del crecimiento ilimitado»), hemos de cuestionar esas dos formas de posesión de la tierra hasta ahora hegemónicas, la soberanía estatal y la propiedad privada, y pensar de otro modo nuestra relación con los otros y con la Tierra. Hemos de relativizar el vínculo de soberanía que une a un pueblo con un territorio y lo hace más sagrado que la hospitalidad hacia los otros pueblos. Y hemos de relativizar también el vínculo de propiedad que une a un individuo o a una empresa con sus grandes propiedades y lo hace más sagrado que la vida de los seres humanos y de los demás seres vivientes. Por encima de la soberanía de los Estados y la propiedad de las empresas y las grandes fortunas, hemos de afirmar nuestra responsabilidad ineludible hacia los demás seres humanos y hacia el conjunto de la biosfera terrestre.

Como dijo Eduardo Galeano, es posible que no lleguemos nunca a alcanzar ese horizonte, pero lo necesitamos para saber hacia dónde encaminar nuestros pasos.


Última actualización: mayo_2018 13/05/2018 22:08

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  • Última modificación: 2018/12/06 14:36
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