Septiembre de 2016

Estoy preparando la ponencia que, con el título “La crisis de la democracia en la era global”, voy a presentar en el XVIII Congreso Internacional de Filosofía: “Pluralidad, Justicia y Paz”, que se celebrará en San Cristóbal de las Casas (Chiapas, México), del 24 al 28 de octubre de 2016, y que ha sido organizado por la Asociación Filosófica de México.

Más concretamente, mi ponencia forma parte del Simposio “Espacio público, ciudadanía y derechos humanos”, organizado y coordinado por Mª Teresa Muñoz Sánchez, profesora de la Universidad Intercontinental (UIC) y de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Es un simposio muy amplio, con 10 mesas y 30 ponentes, y yo participo en el Coloquio II (Lecturas arendtianas del espacio público), Mesa 4 (Espacio público y comunidad política), junto con Fina Birulés, Concepción Delgado Parra y Mª Teresa Sánchez Muñoz. Modera la mesa Laura Quintana.

Este es el resumen de mi ponencia, es decir, el texto de presentación que se recoge en el programa oficial del Congreso:

“Tras las grandes revoluciones políticas modernas de los siglos XVII y XVIII (holandesa, inglesa, estadounidense y francesa), tras los movimientos sociales emancipatorios de los siglos XIX y XX (socialismo, antiesclavismo, anticolonialismo y feminismo), y tras la construcción de los Estados de bienestar que siguieron a la Segunda Guerra Mundial y a la descolonización de las últimas colonias europeas, la democracia parlamentaria comenzó a ser reconocida en todo el mundo como la forma canónica de organización de la comunidad política, como el único régimen capaz de conciliar la soberanía popular, la justicia social y los derechos humanos. Sin embargo, desde mediados de los setenta del siglo XX, con el ascenso de las políticas neoliberales y con las grandes transformaciones sociales, tecnológicas y ecológicas de la sociedad global, el régimen democrático ha comenzado a sufrir una profunda crisis de legitimidad. Esta crisis revela los tres grandes problemas a los que se enfrenta la democracia en el siglo XXI: el problema de la representatividad, el problema de la justicia y el problema de la escala. En la presente ponencia se analizarán esos tres problemas, se planteará la necesidad de repensar profundamente los regímenes democráticos heredados del pasado y se formularán algunas propuestas para avanzar hacia una democracia cosmopolita y ecológica.”

No creo que disponga de tiempo suficiente para desarrollar las ideas esbozadas en este resumen, pero al menos espero poder presentar algunas propuestas para el debate.

Por supuesto, las tres cuestiones que pretendo abordar (la representación política, la justicia social y la escala territorial) están estrechamente conectadas entre sí, como ya señaló la filósofa, socióloga y feminista estadounidense Nancy Fraser en su libro Escalas de justicia (Barcelona, Herder, 2008). De hecho, la crisis de legitimidad de los sistemas de representación no es separable del aumento de la injusticia social, que se manifiesta en el incremento de la desigualdad económica, sexual, cultural, jurídica y política entre diferentes categorías de seres humanos, pero también en el incremento de las connivencias entre las élites políticas y las élites económicas (las llamadas “puertas giratorias”). Y estos dos aspectos (la deslegitimación de la representación y el aumento de la injusticia social) se encuentran, a su vez, conectados con el creciente desajuste entre la escala estatal de las democracias y la escala continental y global de los grandes poderes económicos, de las grandes redes mafiosas y terroristas, de las grandes instituciones y legislaciones internacionales, y de los grandes problemas sociales, tecnológicos y ecológicos que afectan al conjunto de la humanidad.

No obstante, conviene analizar en su especificidad cada uno de los tres problemas: la representación, la justicia y la escala. En lo que se refiere al primero de estos tres problemas, la crisis de legitimidad de los mecanismos de representación política, pueden consultarse algunos estudios con enfoques muy diferentes entre sí.

En primer lugar, el libro Democracia (trad. de Raimundo Viejo, prólogo de Ramón Máiz, Madrid, Akal, 2010, orig. inglés 2007), publicado un año antes de su muerte por el estadounidense Charles Tilly (1929-2008), uno de los principales renovadores de la sociología histórica y uno de los mayores especialistas en la historia del Estado moderno, de las revoluciones políticas y de los movimientos sociales.

Como es habitual en sus trabajos, Tilly ofrece un amplio panorama histórico y geográfico, aunque se centra sobre todo en las democracias modernas de los dos últimos siglos, y presta especial atención a algunos casos que considera paradigmáticos (entre ellos, el de España: pp. 188-202).

Para empezar, niega que se pueda establecer un único modelo estándar y ahistórico de democracia, con el que evaluar y clasificar a todos los regímenes políticos actualmente existentes (como hace, por ejemplo, la Freedom House en sus informes anuales, en los que divide a los países en “libres”, “parcialmente libres” y “no libres”); y también niega que haya una progresión histórica lineal y ascendente que conduzca de manera paulatina a la democratización generalizada de todos los sistemas políticos, como defendieron tras el final de la Guerra Fría los ideólogos neoliberales del “final de la historia” (Francis Fukuyama) y como han defendido más recientemente los teóricos políticos de las sucesivas “olas de democratización” (John Markoff y Samuel P. Huntington). Frente a estos dos supuestos, Tilly defiende la diversidad histórica y geográfica de los regímenes democráticos, y la reversibilidad de los procesos de “democratización” y “desdemocratización”. Por eso, ya en el prefacio de su libro, afirma: “La democratización es un proceso dinámico que siempre permanece incompleto y corre permanentemente el riesgo de inversión, de desdemocratización” (p. 29).

Para evaluar en cada caso concreto si un determinado régimen político se está democratizando o desdemocratizando, Tilly propone tener en cuenta tres criterios: 1) la mayor o menor conexión entre las redes de confianza cívicas y los poderes públicos; 2) la mayor o menor independencia de las políticas públicas con respecto a las desigualdades de estatus entre diferentes grupos sociales; 3) la mayor o menor existencia de centros de poder autónomos con capacidad para ejercer presión o coacción sobre los poderes públicos y sobre el conjunto de la ciudadanía.

El segundo libro que me parece muy útil es Gobernando el vacío. La banalización de la democracia occidental (trad. de María Hernández, Madrid, Alianza, 2015, orig. inglés 2013), obra póstuma del gran politólogo irlandés Peter Mair (1951-2011). Este libro tuvo su origen en un artículo titulado “¿Gobernar el vacío? El proceso de vaciado de las democracias occidentales” y publicado en la New Left Review (nº 42, enero/febrero 2007, pp. 22-46). Lamentablemente, el autor murió de manera repentina a los sesenta años, cuando tenía el libro a medio escribir, así que la obra editada póstumamente ha quedado incompleta: consta sólo de una introducción, tres capítulos y un cuarto capítulo añadido por el editor Francis Mulhern, con fragmentos del propio Mair sobre el sistema político de la Unión Europea y su “déficit democrático”.

El enfoque de Mair es mucho más restringido que el de Tilly: en primer lugar, porque su perspectiva no es histórico-social sino más bien politológica, centrada en el análisis del funcionamiento de las instituciones jurídico-políticas convencionales y basada sobre todo en encuestas y datos estadísticos; en segundo lugar, porque el marco espacio/temporal de su análisis son los países de Europa occidental desde la década de 1980, aunque él considera que sus conclusiones son extrapolables a las demás democracias del mundo.

Pues bien, Mair formula su tesis central en la primera frase del libro: “La era de la democracia de partidos ha pasado” (p. 21). Para empezar, Mair considera que desde inicios del siglo XX, cuando comienza a extenderse el sufragio universal a todos los ciudadanos adultos de un país (incluidos los trabajadores sin propiedades y las mujeres), surgen los “partidos de masas”; y, con ellos, la democracia parlamentaria se consolida como una “democracia de partidos”. Los partidos políticos son unas asociaciones intermedias que pretenden articular y monopolizar el vínculo de la representación entre el Estado y la ciudadanía, es decir, entre los gobernantes y los gobernados. Esos primeros partidos de masas comienzan a transformarse, ya en la década de 1960 (coincidiendo con el ascenso de la clase media, el consumo de masas, la sociedad del espectáculo, etc.), en catch-all parties (partidos “atrapalotodo”), en los que se desdibujan las fronteras políticas e ideológicas entre derecha e izquierda, burguesía y proletariado, ricos y pobres, liberalismo y socialismo, etc. Y en la década de 1980 surgen lo que Peter Mair y su colega Richard Katz denominan los “partidos cártel”, cuyo objetivo prioritario es el logro de recursos económicos, de cuotas de poder y de cargos remunerados en instituciones políticas nacionales e internacionales, y en todo tipo de organismos públicos y privados.

Desde el final de la Guerra Fría, dice Mair, se acelera el proceso de “vaciamiento” de la representación democrática: en parte porque la ciudadanía se aleja de la política (cae en picado la afiliación a los partidos, disminuye la participación electoral, el voto se vuelve más volátil e imprevisible, etc.), y en parte porque los propios partidos y líderes políticos se alejan de sus representados, se dedican a obtener toda clase de cargos y privilegios, patrimonializan las estructuras del Estado y transfieren la responsabilidad de las decisiones politicamente relevantes hacia instancias no elegidas democráticamente, como los comités de expertos, los organismos reguladores y las instituciones internacionales (entre ellas, muy especialmente, las instituciones de la Unión Europea). El resultado es que los partidos mayoritarios dejan de ejercer la función democrática de “representación”, y entre los gobernantes y los gobernados se abre un “vacío” cada vez mayor. La legitimidad de la representación popular se ve sustituida por la legitimidad de toda una serie de entidades no electas y no sujetas a la rendición de cuentas, pero validadas jurídicamente por las leyes internas de los Estados y por los tratados internacionales. Esta crisis de la representación popular, según Mair, es la que ha abierto la vía al surgimiento de partidos y movimientos “populistas”, tanto de derecha como de izquierda.

Al mismo tiempo, Mair reconoce que la crisis de la democracia de partidos ha venido acompañada por el surgimiento de lo que el sociólogo alemán Ulrich Beck (1944-2015) llamó la “subpolítica”, es decir, la politización de esferas de la vida social ajenas al marco tradicional de la representación parlamentaria y partidista. Sin embargo, Mair no se ocupa de esta “subpolítica” y, por tanto, de la proliferación de nuevas formas democráticas de participación, representación, deliberación, resolución de conflictos y toma de decisiones.

Además, conviene recordar que Mair murió el 15 de agosto de 2011. Aunque señaló la importancia de los nuevos populismos de derecha, como un síntoma del “vaciamiento” de la representatividad democrática a escala estatal y a escala europea, no pudo conocer su auge generalizado tras la llegada de los refugiados sirios, con la consiguiente pujanza de los partidos nacionalistas, racistas y xenófobos; y tampoco pudo conocer el triunfo del Brexit en Reino Unido, en junio de 2016. En cuanto a los populismos de izquierda, aunque tuvo noticia de la irrupción del movimiento español 15M en mayo de 2011, no pudo conocer su onda expansiva en otros países del mundo, ni sus consecuencias políticas en la propia España (en particular, el surgimiento del partido Podemos en enero de 2014, con el consiguiente cambio del mapa político y electoral); y tampoco conoció la llegada de Syriza al poder en Grecia, en septiembre de 2015, con el consiguiente conflicto de legitimidades entre la democracia griega y las instituciones de la Unión Europea.

En cuanto a las posibles vías para renovar la democracia, más allá de la desacreditada democracia de partidos, nos encontramos con dos enfoques muy diferentes. Un primer enfoque pretende recuperar la tradición del republicanismo democrático y adaptarla a la sociedad actual. Aquí podemos citar a filósofos e historiadores de la política muy diversos, como Hannah Arendt, Quentin Skinner, John G. A. Pocock, Cornelius Castoriadis, Claude Lefort, Philip N. Pettit, Pierre Rosanvallon, etc. En España, podemos citar a Manuel García-Pelayo, Antoni Domenech, Félix Ovejero, Andrés de Francisco, Fernando Quesada, José Luis Villacañas, etc. En mi opinión, lo que distingue a este enfoque “republicano” es que se centra en el diseño arquitectónico de la democracia, estableciendo regulaciones constitucionales y mecanismos institucionales que garanticen: 1) un control y una distribución del poder político mediante contrapesos, limitaciones de los mandatos y rendición de cuentas; 2) un justo reparto de los recursos sociales, mediante políticas fiscales redistributivas, servicios públicos universales y derechos básicos individuales; 3) una participación activa e igualitaria de toda la ciudadanía en los asuntos públicos.

Un ejemplo paradigmático de este enfoque republicano podemos encontrarlo en uno de los últimos libros del historiador y politólogo francés Pierre Rosanvallon, titulado La legitimité démocratique. Impartialité, réflexivité, proximité (Paris, Seuil, 2008). Rosanvallon coincide con Mair (aunque no lo menciona) en la crisis de legitimidad de la democracia de partidos (basada en el sufragio electoral, en la formación de mayorías parlamentarias y en el control partidista de las instituciones del Estado) que se produce a partir de la década de 1980, y en la emergencia de nuevas formas de legitimidad democrática no basadas exclusivamente en la obtención de mayorías electorales, como los organismos supervisores y reguladores o los tribunales constitucionales. Pero, a diferencia de Mair, Rosanvallon considera que esta pluralización de las formas de legitimidad no supone un debilitamiento de la democracia, sino todo lo contrario: su fortalecimiento, su renovación y su adaptación a la complejidad social del siglo XXI.

Un segundo enfoque en las propuestas de renovación de la democracia procede de autores estrechamente vinculados a la tradición del marxismo y, más específicamente, del comunismo, aunque al mismo tiempo han tratado de revisar y reelaborar esa tradición para adaptarla a los cambios sociales de las últimas décadas. Por un lado, la pareja intelectual formada por el italiano Antonio Negri y el estadounidense Michael Hardt, autores de la trilogía Imperio (2000), Multitud (2004) y Commonwealth (2009). Por otro lado, la pareja intelectual y sentimental formada por la belga Chantal Mouffe y el argentino Ernesto Laclau, autores de una obra conjunta (Hegemonía y estrategia socialista. Hacia una radicalización de la democracia, Buenos Aires, FCE, 2004) y de otras muchas obras por separado, entre ellas: Chantal Mouffe, El retorno de lo político. Comunidad, ciudadanía, pluralismo democracia radical, Barcelona, Paidós, 1999; Ernesto Laclau, La razón populista, Buenos Aires, FCE, 2005.

Este segundo enfoque pretende reactivar los viejos conceptos de las primeras revoluciones políticas modernas: soberanía, pueblo, poder constituyente, comunidad de los iguales, etc. Pero, al mismo tiempo, pretende reformularlos desde la perspectiva marxista de la “lucha de clases”, es decir, desde el reconocimiento de que la democracia no está dada, sino que debe construirse contra las relaciones imperantes de dominación, explotación, colonización, discriminación, etc., entre diferentes clases sociales, naciones, etnias, sexos, etc. De modo que el ejercicio democrático de la soberanía popular conlleva la formación de mayorías sociales (el “pueblo”, la “multitud”) capaces de conquistar la “hegemonía” política y cultural frente a las clases actualmente dominantes. Negri y Hardt, además, añaden que estas luchas trascienden los límites del Estado-nación soberano y han adquirido cada vez más una dimensión global o mundial.

En fin, como puede comprobarse, en la ponencia que estoy preparando para el XVIII Congreso Internacional organizado por la Asociación Filosófica de México, trato de abordar un campo de problemas extremadamente amplio y complejo. Y eso que aquí me he limitado a esbozar los debates relacionados con la cuestión de la representación. Como ya he dicho, esta cuestión se vincula inseparablemente con las otras dos: la justicia social y las diferentes escalas territoriales de la sociedad global. Pero creo que, por hoy, ya me he extendido demasiado.


Última actualización: septiembre_2016 18/09/2016 13:42

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  • Última modificación: 2016/10/16 20:20
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