Hoy, 9 de noviembre de 2009, se celebra el veinte aniversario de la caída del muro de Berlín, que comenzó a construirse en la noche del 12 de agosto de 1961. Este acontecimiento histórico, que nadie había previsto, marcó el inicio de una nueva época.
Es cierto que la caída del muro había sido precedida y facilitada por la perestroika de Mijaíl Gorbachov, pero en último término se produjo por un movimiento espontáneo de los ciudadanos de la República Democrática de Alemania, que pocas semanas antes se habían manifestado multitudinariamente en Leipzig. El asalto masivo al muro fue un acto colectivo de libertad, una milagrosa irrupción del poder político popular, en el sentido arendtiano de la expresión, y este imparable poder cívico hizo posible lo que parecía ya imposible a los propios alemanes: la reunificación de Alemania.
La caída del muro de Berlín desencadenó un inesperado efecto dominó. Entre 1989 y 1991, fueron cayendo uno tras otro todos los regímenes comunistas del Este de Europa (la mayoría de los cuales han pasado a integrarse en la Unión Europea), se derrumbó el poder aparentemente absoluto del PCUS, se disgregó la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), desaparecieron el COMECON y el Pacto de Varsovia, y, por último, se puso fin a la Guerra Fría, a la división del mundo en dos bloques y al consiguiente equilibrio del terror que durante casi cuarenta años había amenazado con sumir a toda la humanidad en una guerra nuclear.
Merece la pena, pues, recordar y celebrar este acontecimiento, como están haciendo hoy sus principales protagonistas, los alemanes. En cambio, me parece que andan bastante descaminados quienes confunden la lucha por la justicia con la añoranza de la totalitaria URSS y de la Internacional comunista, ambas fundadas por Lenin.
Pero también es necesaria una doble reflexión crítica:
Por un lado, hay que cuestionar la prepotencia y la insensatez de los ideólogos neoliberales, que interpretaron la caída del muro de Berlín como el triunfo definitivo del capitalismo global, como la victoria irresistible del Occidente euro-atlántico y, por tanto, como el “final de la historia”. Basta pensar en las crecientes desigualdades Norte-Sur, en las casi 30.000 personas que mueren de hambre cada día, en la gravedad de la crisis ecológica global, en el creciente poder económico de las potencias asiáticas (China e India, sobre todo) y en la profunda crisis económica que ha tenido su origen en Estados Unidos y que ha acabado afectando a todo el mundo, para darse cuenta de que los últimos veinte años han supuesto más bien el principio del fin del capitalismo neoliberal y de la hegemonía del Occidente euro-atlántico.
Hoy mismo, en un artículo titulado "Veinte años después del Muro", el ex-ministro de asuntos exteriores alemán Joschka Fischer hace un balance nada complaciente de estos últimos veinte años, y especialmente de los ochos años de la Administración Bush, que han agravado los muchos problemas de la agenda política mundial, comenzando por el gravísimo problema del cambio climático.
Por otro lado, hay que cuestionar la hipocresía de quienes disocian el pasado y el presente, o, más bien, de quienes abominan de las atrocidades cometidas en el pasado por otros, para ocultar, minimizar e incluso justificar las atrocidades que ellos mismos están cometiendo en el presente. Son unos hipócritas quienes se autodenominan defensores de la libertad y de la supremacía moral de Occidente, y celebran con entusiasmo la caída del muro que separaba al mundo capitalista o “libre” del mundo comunista o “totalitario”, pero al mismo tiempo levantan nuevos muros que se extienden por todas partes y que pretenden separar al mundo rico o “libre” del mundo pobre o “terrorista”.
El geógrafo y diplomático Michel Foucher ha realizado un censo de los muros que se han erigido en los últimos veinte años, es decir, desde que cayó el muro de Berlín. Actualmente, como recordaba ayer la periodista y pintora Nicole Muchnik en su artículo "Muros infranqueables", hay en el mundo 17 muros, vallas o barreras infranqueables entre países, que suman un total de 7.500 kilómetros y que llegarán a alcanzar los 18.000 kilómetros cuando estén terminados.
Está el “muro de la vergüenza” entre Israel y Palestina, condenado por la Corte Internacional de Justicia de La Haya, y el muro entre Estados Unidos y México, y el muro entre Europa y África (no sólo las vallas construidas por España en las ciudades de Ceuta y Melilla, sino también el sistema FRONTEX de vigilancia de las fronteras exteriores de la Unión Europea, que ha construido un muro virtual desde Canarias hasta Alicante, para interceptar la llegada de pateras y cayucos), y el muro que divide a Chipre en dos, y el muro construido por Marruecos en el Sáhara occidental, y otros muchos muros más…
Y a esos 17 muros construidos en las fronteras entre países vecinos hay que añadir los innumerables muros que se alzan en el interior de cada país, en cada ciudad, en cada barrio, en cada edificio, en cada conciencia, en cada mirada…
Hace unos días, leí una pintada en una plaza de la ciudad de Murcia, frente a la fachada de la Facultad de Letras. Decía así: “La frontera está en los ojos”. Cuando volví a pasar por la plaza, la pintada había sido borrada. Sin embargo, había comenzado a rondar mi pensamiento como una especie de rumor inquietante. Por eso, he pensado que debía reproducirla aquí y difundirla a los cuatro vientos:
¡LA FRONTERA ESTÁ EN LOS OJOS!
Más noticias y opiniones sobre la multiplicación de los muros:
El diario Público, en su edición del 15/11/2009, dedica varias páginas a los muchos muros que se han construido en el mundo desde que cayó el de Berlín, y los sitúa en el mapa reproducido aquí:
Reportaje de Público: "Los muros de la vergüenza"
Israel-Palestina: "Barreras de metal y hormigón encierran a los palestinos"
Estados Unidos-México: "Espaldas mojadas y narco"
España-Marruecos: Portazo europeo a África
Sáhara ocupado-Sáhara de los refugiados: "Una cicatriz de 2.700 kilómetros"
Chipre griego-Chipre turcoEn Nicosia sigue en pie el último muro urbano del mundo
Josep Ramoneda ha escrito también un atinado artículo sobre las vallas construidas por España en las ciudades de Ceuta y Melilla: "Los muros de Zapatero", en El País, 15/11/2009.
Última actualización: noviembre_2009 15/11/2009 19:48
En la madrugada del domingo 1 de noviembre, murió en París el antropólogo y filósofo Claude Lévi-Strauss. Era el último superviviente de todos los grandes pensadores del estructuralismo francés: Lacan, Althusser, Barthes, etc. Había sobrevivido, incluso, a la generación de los filósofos postestructuralistas: Foucault, Deleuze, Derrida, Lyotard, etc.
Tenía 100 años de edad y le faltaban unos pocos días para cumplir 101. Su muerte se hizo pública dos días después, una vez celebrado el funeral de forma discreta e íntima en Lingerolles, en la Côte d’Or, precisamente para evitar que el Estado francés organizase unas exequias públicas y multitudinarias.
Se marchó tan discretamente como había vivido. Un año antes, cuando cumplió los 100, no asistió a ninguno de los numerosos actos de homenaje que se celebraron en Francia, así que el presidente Sarkozy tuvo que ir a su casa para felicitarlo. “Hace dos años se rompió el fémur; desde entonces estaba muy fatigado, ha muerto de la edad”, aseguró Philippe Descola, su sucesor en el Collège de France.
Había nacido en Bruselas, en 1908, en el seno de una familia francesa de ascendencia judía que procedía de Alsacia, que había venido a menos y que acabó emigrando a París. Su padre era pintor. Él se inclinó por la filosofía y comenzó a dar clases en centros de educación secundaria.
Según ha contado él mismo, su vocación antropológica se la debe a una llamada telefónica de Marcel Mauss: “Nació de un telefonazo. Marcel Mauss y su equipo reclutaban entre los licenciados en filosofía gente que quisiera trabajar en el recién creado departamento de etnografía, una ciencia que acababa de adquirir rango universitario y que hasta entonces había dependido de misioneros y administradores coloniales. Yo hacía sólo dos años que ejercía como profesor de filosofía, en Mont-de-Marsan y en Laon, en 1932 y 1933. El primer año es apasionante, tienes que construirte todo un programa, pero los cursos siguientes te limitas a retocarlo. Estaba claro que no era eso lo que iba a dar sentido a mi vida. Tenía ganas de descubrir el mundo. Y de ahí que aceptase un puesto en la universidad de São Paulo y comenzase mis viajes de etnólogo”.
De 1935 a 1939 residió en Brasil y pasó largas temporadas en una zona remota de la selva amazónica, conviviendo con dos pequeñas tribus nómadas del Mato Grosso: los bororo y los nambikwara. Esta experiencia le marcará, personal y profesionalmente, durante toda su vida, y le llevará a revolucionar los estudios de antropología social.
Tras su estancia en Brasil volvió a Francia. Fue movilizado durante la Segunda Guerra Mundial. En la línea Maginot, sirvió como oficial de enlace y como intérprete de inglés. Tras la invasión alemana, huyó del régimen de Vichy a Estados Unidos. En Nueva York, conoció al lingüista Roman Jakobson, cuyo análisis estructural de las lenguas le impresionó. Y quiso trasladar ese método de análisis a la antropología social.
En 1959, ya en Francia, es nombrado catedrático de Antropología Social en el Collège de France, cátedra que ocupó hasta su jubilación, en 1982. En 1973, se convirtió en el primer antropólogo en entrar en la Academia Francesa. Un colega de institución, el escritor Jean d'Ormesson, le definió como “una persona a la que espantaba toda afectación, de una sabiduría interminable”.
La lista de sus obras es muy larga: La vida familiar y social de los indios nambikwara (1948), Las estructuras elementales del parentesco (1949), Raza e historia (1952), Tristes trópicos (1955), los dos volúmenes de Antropología estructural (1958 y 1973), El totemismo en la actualidad (1962), El pensamiento salvaje (1962), los cuatro volúmenes de Mitológicas (1964, 1967, 196 y, 1971), El camino de las máscaras (1975), Raza y cultura (1971), La mirada lejana (1983), La alfarera celosa (1985), De cerca y de lejos (1988), Historia del lince (1991), Mirar, escuchar, leer (1993), Nostalgia del Brasil (1994), etc.
La obra de Claude Lévi-Strauss destaca no sólo por su rigor y su originalidad intelectual, sino también por su calidad literaria. Sus propuestas teóricas han tenido una gran resonancia en la antropología social, en el resto de las ciencias sociales y en el pensamiento filosófico de la segunda mitad del siglo XX.
Sus fuentes de inspiración hay que buscarlas no sólo en la lingüística estructural (de Saussure a Jakobson), sino también en el marxismo, en el psicoanálisis, en la escuela francesa de sociología (de Durkheim a Mauss) y en la historia estructural (de Dumézil a Benveniste).
Su principal objetivo: cuestionar la concepción evolucionista y eurocéntrica de la historia de la humanidad, elaborada por el racionalismo humanista de Occidente (desde Descartes hasta Sartre), defender a los mal llamados “pueblos primitivos”, “salvajes” o “prehistóricos”, y reivindicar la profunda unidad de las estructuras mentales y sociales que subyacen a la diversidad histórica de las sociedades humanas. A él pertenecen estas palabras: “No existe un pensamiento propio de los salvajes, sino más bien un pensamiento salvaje. Se trata de una forma que es propiedad de toda la humanidad, que podemos encontrar también en nosotros mismos, pese a que a menudo prefiramos ir a buscarla en las sociedades exóticas”.
Yo no fui nunca un entusiasta del estructuralismo, del que Claude Lévi-Strauss fue tal vez el representante más radical y más constante. Como dijo Paul Ricoeur, el estructuralismo de Lévi-Strauss era “un kantismo sin sujeto”, pues pretendía afirmar la existencia de unas estructuras mentales y sociales dadas a priori, universales e inconscientes. Yo diría que el estructuralismo fue un “materialismo de las formas” o un “formalismo materialista”, pues pretendió romper con la vieja dicotomía metafísica entre la forma y la materia, entre lo ideal y lo real. De hecho, los estructuralistas eran tan críticos del idealismo como del positivismo. Para Lévi-Strauss, las formas sociales y mentales descubiertas por el investigador no son simples hechos empíricos ni simples ideas intencionales, sino estructuras trascendentales de la experiencia, pero estas estructuras tienen un carácter material y permiten explicar las formas aparentemente más diversas, más libres y más caprichosas de la vida humana.
A pesar de no compartir los presupuestos estructuralistas de su obra, Lévi-Strauss fue uno de los maîtres à penser que me ayudaron a formarme intelectualmente. También yo estudié filosofía y antropología social, y además lo hice en los años setenta, en pleno auge del movimiento estructuralista. Así que la lectura de las obras de Lévi-Strauss ocupó un lugar importante en mis estudios.
El primero de los libros que leí fue Tristes trópicos, y debo reconocer que me impresionó muy vivamente, no sólo por la sabia mezcla entre el relato de viaje y la descripción etnográfica, sino también por la actitud amable, respetuosa y admirativa con que el europeo culto se acercaba al indio amazónico.
Sin embargo, mi interés por la antropología y la filosofía francesas me fue alejando de Claude Lévi-Strauss, y en cambio me acercó a algunos de sus discípulos disidentes, como el antropólogo Pierre Clastres, y a otros pensadores franceses postestructuralistas, como Foucault y Derrida. Me parece que el propio Lévi-Strauss, nostálgico de las pequeñas tribus del Amazonas brasileño y descreído del vertiginoso progreso de Occidente, se fue sintiendo cada vez más desbordado por las grandes transformaciones del mundo contemporáneo. Él mismo escribió: “Vivimos en un mundo al que ya no pertenezco. El que conocí y amé tenía 1.500 millones de habitantes. En el de hoy contamos más de 6.000 millones. Este mundo ya no es el mío“.
Muchos años después de terminar mis estudios universitarios, cuando me puse a trabajar en el libro Variaciones de la vida humana. Una teoría de la historia, volví a releer las obras de Lévi-Strauss, volví a confrontarme con algunas de sus tesis principales, y volví a comprender que mi propia reflexión antropológica no podía dejar de estar en deuda con este riguroso e infatigable estudioso de la condición humana.
Puede leerse el estudio introductorio de Catherine Clément, Claude Lévi-Strauss, Buenos Aires, FCE, 2003 (orig. francés 2002). Y también dos libros más antiguos, recientemente reeditados: el de Georges Charbonnier, Entrevistas con Claude Lévi-Strauss, Buenos Aires, Amorrortu, 2007; y el de Octavio Paz, Claude Lévi-Strauss o el nuevo festín de Esopo, Barcelona, Seix Barral, 2008.
La prensa de hoy, miércoles 4 de noviembre, no sólo anuncia la muerte de Claude Lévi-Strauss, sino también la de otros dos hombres dignos de ser recordados: José Luis López Vázquez, que ha sido uno de los grandes actores españoles de las últimas décadas, y el escritor Francisco Ayala, que ha llegado con lucidez y con humor a los 103 años, y ha sido uno de los más destacados intelectuales españoles del siglo XX. Mal día, pues, para la cultura. Aunque lo cierto es que los tres -Ayala, Lévi-Strauss y López Vázquez, por orden de edad- han gozado de una vida larga y plena, y en su paso por este mundo nos han dejado una generosa herencia.
Recomiendo el artículo de homenaje publicado por mi colega y amigo Francisco Jarauta: "La lección de Claude Lévi-Strauss" (El País, 18/11/2009).
Última actualización: noviembre_2009 19/11/2009 00:00