La religión: ¿verdad trascendente o construcción histórica?

Autora: Sara Lanosa

El término “religión”, a lo largo del tiempo, ha tenido diversas interpretaciones y múltiples significados atribuidos. En cuanto a la etimología del término, los estudiosos han considerado suficientemente satisfactorias tres explicaciones en particular, aunque no se ha llegado a un acuerdo definitivo y concluyente.

La primera hipótesis sobre el origen del término “religión” procede de Cicerón, que en su obra De natura deorum hace derivar la palabra del latín relegere, es decir, “volver a recorrer” o “releer”, lo que significa el acto de considerar diligentemente todo lo relacionado con el culto a los dioses.

La segunda interpretación es la de Lucrecio, posteriormente mantenida también por Lactancio, según la cual el término deriva del verbo latino re-ligare, que indicaría el vínculo de piedad con el que el hombre se acerca y se vincula a Dios, resaltando así el vínculo que une lo humano a lo divino a través de las prácticas religiosas.

Por último, recordamos la interpretación de San Agustín, que hace derivar la palabra de re-eligere, que significa que el hombre, por medio de la religión, elige de nuevo a Dios, después de haberse alejado de él por el pecado.

La definición que más interesa a la presente discusión es, tal vez, la segunda, ya que se trata de mostrar que, a pesar de las construcciones históricas y políticas a las que ha sido sometida, la religión mantiene un valor y un sentido superior y trascendente, que va más allá de la mera cultura y tradición, pero también de la reducción de la propia religión a instrumento de poder. Así, la etimología identificada por Lucrecio y Lactancio pone efectivamente de relieve el papel fundamental que desempeña la religión en la conexión del mundo humano inmanente con la trascendencia absoluta de lo divino y lo sagrado.

En cuanto a la religión como instrumento de poder, durante el período del absolutismo francés, antes de la llegada de la Ilustración, se había convertido en un mero medio, un instrumento privilegiado para obtener el consentimiento de la población: los soberanos explotaban la ignorancia de los más pobres para manipularlos a su antojo y doblegar la voluntad del pueblo a sus órdenes, bajo la amenaza de la condenación eterna. En este sentido, con el advenimiento de la Ilustración se extendió una concepción de la religión que la ponía al mismo nivel que la superstición; lo típico de la Ilustración es, de hecho, el rechazo de todas las religiones reveladas, en particular del cristianismo, considerado el origen y la fuente de los errores y la superstición: el hombre debía guiarse por la razón, no por las normas religiosas, para buscar la verdad y no aceptar una verdad revelada.

El argumento de la Ilustración es ciertamente convincente si se entiende la religión tal y como la vivía y entendía el pueblo llano del siglo XVIII; de hecho, la interpretación de la fe religiosa como fuente de superstición sólo puede aceptarse si se reconoce que la religión criticada por la Ilustración es, en realidad, la religión superficial de un pueblo ignorante. De hecho, los fieles de aquella época se guiaban exactamente por la misma superstición que la Ilustración pretendía criticar, pero, por esta misma razón, es un error reducir cualquier confesión religiosa a las prácticas de culto de la época. La religión en sí, en su verdadero sentido, es mucho más. Por este motivo, la Ilustración tenía razón al rechazar la religión como creencia ciega e irracional, ya que, como tal, se convierte en superstición; el error, sin embargo, reside en confundir esta forma de creencia irracional con lo que es la verdadera religión.

Además de la religión como fuente de error y superstición, existe una corriente de pensamiento que la interpreta desde un punto de vista histórico, según la cual la noción de religión está estrechamente vinculada a su modo de expresión en el curso del tiempo. La crítica más fuerte a esta interpretación es que las religiones teóricas y sus escrituras no son inspiradas por Dios, sino creadas y producidas por el hombre para satisfacer necesidades sociales, biológicas y políticas. En este sentido, la religión no es más que una construcción social, una ideología entre muchas otras.

Aunque no se puede ignorar que el concepto de religión tiene un origen histórico preciso y unos desarrollos temporales determinados, tampoco se puede considerar la religión como una mera noción con una función operativa y no real, entendiéndola como una definición provisional de una obra que sigue desarrollándose y cambiando constantemente. En efecto, a pesar de que existen diferentes formas de expresar la fe y la creencia, según las distintas populaciones y culturas, a pesar de la variedad de expresión que caracteriza a cada una de las distintas confesiones religiosas de manera única y peculiar, y que ciertamente depende también de las influencias históricas, es posible encontrar un sentido común en toda manifestación de fe, que interpreta y encarna la tendencia ineludible que lleva al hombre a buscar una conexión con lo trascendente. Es una necesidad fundamental del ser humano que lo inclina hacia la búsqueda de lo sagrado. La disposición del hombre hacia lo sagrado adquiere un carácter antropológico universal, por lo que cada población desarrolla su propia religión, y aunque cada una tiene características distintas, no pueden reducirse a construcciones históricas o sociales.

Para Feuerbach y Marx, la religión se considera alienación, es decir, la ruptura del hombre consigo mismo, la patología que lleva al hombre a alienarse para someterse a un poder exterior a él. Feuerbach denuncia la existencia de una inversión en las relaciones entre el sujeto y el predicado y entre la causa y el efecto, establecida en la religión, que significa que no es Dios quien ha creado al hombre, sino el hombre quien ha construido una imagen de Dios, una producción ilusoria o una objetivación fantástica de las cualidades y perfecciones propiamente humanas. Según Feuerbach, por tanto, la religión constituye una forma de alienación, es decir, ese estado patológico por el que el hombre, escindido y alienado de sí mismo, proyecta fuera de sí un poder superior, Dios, al que se somete.

Marx retoma el significado atribuido por Feuerbach al término “alienación” como escisión y autoextracción; en la visión de la religión, sin embargo, Marx difiere de su compatriota filósofo, ya que remonta el origen de la religión no a la naturaleza del hombre como tal, sino a un tipo histórico de sociedad. La alienación religiosa, para Marx, proviene, pues, de una alienación social previa. Esto nos remite a la crítica anterior que consideraba la religión como una construcción histórica y social.

En cuanto a la posición de Marx, se puede rebatir su crítica recordando lo que se ha dicho anteriormente sobre el uso de la religión como instrumento de poder, pero también sobre la religión como construcción social. De hecho, Marx creía que la religión es el suspiro de la criatura oprimida, el opio del pueblo, aquello que permite catalizar la atención de los pueblos explotados hacia la esperanza de un futuro mejor en una vida posterior, para que no noten la injusticia del mundo actual. Creo que la religión no puede ser pensada como tal, tal vez el apartar la mirada del mal y la opresión actuales sea un efecto secundario producido por la creencia, pero ciertamente no es el propósito principal. La propia religión está fundamentalmente implicada en la vida real de las personas, incluso desde un punto de vista concreto, y el hecho de que pueda distraer de las condiciones presentes y proyectarse sólo hacia un futuro inestable e incierto no se debe a la fe en sí, sino a la debilidad de las personas, que prefieren refugiarse en una esperanza, en lugar de luchar por cambiar el presente.

Responder a la crítica de Feuerbach es más complicado, ya que nadie puede aportar pruebas de la existencia de Dios y, por tanto, ninguna de las tesis puede ser verificada. En cualquier caso, aunque Dios se represente de forma antropomórfica, tanto en su imagen como en lo que respecta a cualquier otro carácter de su personalidad, no creo que esto se deba a que sea una invención humana, como pretende Feuerbach. De hecho, la hipostatización de las cualidades humanas, su elevación a perfecciones absolutas y su posterior transposición en Dios no indican necesariamente la falsedad e inexistencia de Dios mismo, pues creo que es normal que el hombre se represente la trascendencia absoluta, totalmente desconocida para él, con los medios de que dispone. En otras palabras, creo que es normal que el hombre utilice categorías conocidas por él, como pertenecientes al mundo humano, para hablar de lo divino, ya que no tiene otra forma de hacerlo. Si Dios es trascendencia e incognoscibilidad, el hombre trata de encontrar una conexión con él describiéndolo a través de su propio conocimiento, que es obviamente insuficiente, pero es todo lo que el hombre posee.

En conclusión, creo que la religión va más allá de cualquier uso instrumental que se haya hecho de ella, pero también de la mera identificación de la misma con la cultura y la tradición o como producto del desarrollo histórico de una población. La religión es la expresión más elevada de la búsqueda del ser, la concreción de la intencionalidad original de la conciencia; a través de la religión y la fe, el hombre busca el Ser original incondicionado, el absoluto que es la base de la existencia. A través de la religión, el hombre busca identificar la presencia constante del Ser, la transparencia de la trascendencia manifestada en el mismo hombre.

Lo que se entiende por verdadera fe es la convicción o creencia en un poder sobrenatural y el reconocimiento de la dependencia del hombre de ese poder, como ser finito y limitado en sus capacidades. En este sentido, creo que la fe tiene un valor más personal que colectivo e instrumental. De hecho, aunque las prácticas religiosas existen y pueden llevarse a cabo en la colectividad de una organización religiosa, lo que expresa la verdadera fe es el sentimiento personal que une lo sobrenatural y lo humano, que permite encontrar dentro de la finitud terrenal una huella y un recuerdo de la omnipotencia divina.

Precisamente por ello, en la medida en que la fe se configura ante todo como una relación personal y una experiencia individual, creo que el intento de ver la religión únicamente como fruto y producto de un proceso histórico es totalmente reductor y olvida el verdadero valor del que origina la práctica religiosa.

Por lo tanto, la religión no puede derivarse de hechos concretos característicos de la historia; por el contrario, se configura como una necesidad humana primordial y expresa la existencia de una referencia ideal que existe tanto en el pasado como en el futuro.

De hecho, el hombre siempre ha sentido la seducción de lo trascendente y el anhelo del alma junto con la necesidad de la espiritualidad, entendida como una dimensión trascendental, es decir, más allá de la realidad material. En el contexto de esta necesidad humana fundamental, todas las culturas y religiones han reconocido la existencia de un Dios eterno, aunque las caracterizaciones han variado. El impulso religioso está profundamente arraigado en nuestra propia naturaleza, es innato a la humanidad en todo momento y en todo lugar.

La inclinación a lo sagrado ya fue reconocida por Cicerón, que escribió que no hay raza humana que no crea en Dios. Esto muestra cómo la inclinación a lo sagrado y trascendente no está arraigada en una religión concreta, desarrollada según determinadas épocas y como resultado de ciertos acontecimientos históricos, sino que, por el contrario, muestra cómo esta tendencia es por naturaleza inherente al propio ser del hombre, independientemente de su pasado, cultura y pueblo.

Incluso la visión del ser humano desde un punto de vista dual, consistente en un alma espiritual y un cuerpo material, que ya estaba presente desde los primeros testimonios literarios y creencias religiosas que se remontan a la época de la antigua Grecia, como los poemas homéricos o las creencias órficas, es una muestra de la necesidad de volver a algo más allá e inexplicable desde el punto de vista humano. Muestra cómo una parte del hombre ya está formada por una sustancia diferente a todo lo que existe en la tierra y, por tanto, cómo el hombre se ve inevitablemente empujado hacia lo alto.

Si se observa la historia de la religión, o de las religiones en general, se comprende, por tanto, cómo las manifestaciones concretas son muy diferentes según las distintas épocas y lugares que se tomen en consideración. Y, sin embargo, queda un punto fijo: el reconocimiento por parte del hombre de la existencia de algo superior y no del todo definible a causa de nuestra naturaleza limitada, algo que nos da origen y hacia lo que nos sentimos inevitablemente atraídos.



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