La importancia de llamarse Filología

Hace unos meses, cuando algunos compañeros del Departamento de Filología Clásica de la Universidad de Murcia nos reunimos para elaborar una propuesta para un nuevo título de Grado que adaptara nuestros estudios a las nuevas exigencias del Plan de Bolonia, se nos comenzó planteando la pregunta sobre la conveniencia o no de mantener el término “filología”. Sabíamos que algunos de los valedores de la reforma eran contrarios a mantener este término, pues creían reconocer en él un tufillo de trasnochada y polvorienta erudición. Sabíamos que esta palabra, del mismo modo que otras de no menor prosapia como “retórica” o “gramática”, suscitaba un enorme rechazo entre algunos pedagogos falsamente progresistas, que querían romper con todo lo que recordara a las disciplinas tradicionales. Sabíamos que colegas de otras universidades habían ya dictado sentencia de muerte contra la dichosa palabra, que, a juicio de algunos, cifraba lo peor de un saber viejo y apolillado. Y a pesar de todo ello, nuestra Comisión tuvo pocas dudas al respecto: decidimos mantener el nombre de “Filología Clásica”, porque estábamos (y seguimos) convencidos de que este título es el que mejor responde a los objetivos y a los contenidos de nuestros estudios. Nomen est omen, dice un viejo adagio latino, es decir, el nombre es un presagio. Entendemos que un nombre apropiado para un nuevo título de grado debe resumir el objeto y, por tanto, el contenido básico de esos estudios. El título debe, por tanto, no sólo anticipar lo que una disciplina es sino también dar pistas de aquello en lo que pretende convertirse. Con razón se nos podrá objetar que es mucho más flexible, por ambiguo y lábil, o mucho más atractivo un título del tipo de “Estudios sobre la Antigüedad Greco-Latina”. Con razón se nos podrá reprochar que no hayamos aprovechado la ocasión que nos brindaba el Plan de Bolonia para rediseñar nuestros estudios hasta convertirlos en unas verdaderas “Ciencias de la Antigüedad” (Altertumswissenchaften), en las que los filólogos, trabajando hombro con hombro en compañía de los arqueólogos y los historiadores, cooperan en el estudio de todos los aspectos de las antiguas civilizaciones griega y romana. Con razón se podrá censurar la cortedad de miras de un plan de estudios que, lejos de reparar este injusto divorcio, persevera en la diferenciación entre historiadores de la Antigüedad y filólogos clásicos. Muchas de estas objeciones me parecen totalmente justificadas, si bien entran en un terreno de política universitaria que supera nuestro ámbito de decisión. Por tanto, en el estado actual y futuro de nuestro plan de estudios, considero que haber optado por un título como “Estudios Clásicos” habría supuesto prometer aquello que en modo alguno podrá procurarse o, simple y llanamente, engañar a los futuros estudiantes. A los criterios pragmáticos y de política universitaria anteriormente apuntados, podríamos añadir algunos argumentos de naturaleza histórica y académica:

1. El término ‘filología’, aunque ya aparece en Platón, sólo adquiere el valor que hoy le otorgamos entre los humanistas, herederos de los filólogos alejandrinos. El ‘philologus’, como el ‘grammaticus’, era el que leía y corregía los textos de la antigüedad grecorromana, actualizando su saber enciclopédico. Conocedores de las lenguas griega y latina, Angelo Poliziano o Elio Antonio de Nebrija, entre otros muchos, creían atesorar todo lo necesario para profundizar en el conocimiento de las Leyes, la Medicina y del resto de las ciencias. Estos pioneros del humanismo, a los que les gustaba llamarse a sí mismos grammatici, penetraron en todas las parcelas del saber a través de su conocimiento directo de los textos. Para ellos la Filología tiene una función mediadora en todas las ramas del saber. No sería, por tanto, exagerado afirmar que la filología nace como ‘Filología Clásica’. Así pues, se entenderá que el título que para unos puede parecer un baldón, para los estudiosos del mundo clásico es un auténtico motivo de orgullo.

2. Nuestros colegas de Lenguas y Literaturas modernas pueden, si es su deseo, reorientar sus programas hacia el estudio de la competencia lingüística activa por el simple hecho de que existen hablantes competentes en esas lenguas. También pueden –y deben- insistir en el análisis de los aspectos psicolingüísticos y sociolingüísticos que su objeto de estudio les aconseje. No es nuestro caso: más allá de anecdóticos intentos de convertir las lenguas clásicas en lenguas de uso, el estudio de las lenguas clásicas es un estudio necesariamente histórico que no debe reorganizarse al ritmo de las nuevas metodologías de la Lingüística moderna, por muy seductoras que éstas sean. El filólogo clásico partirá obligatoriamente de los textos y sólo a través de ellos podrá procurar adentrarse en la civilización que los produjo. Los textos para un filólogo clásico son el principio y el fin de su investigación. Creo que todos estos argumentos pueden dar una idea cabal de la importancia que el término sigue teniendo para nuestros estudios. Somos concientes de que con este y con otros gestos similares estamos lanzando a nuestra sociedad un mensaje que puede resultar sorprendente: en una reforma que se presenta como “radicalmente renovadora” hay una disciplina, la Filología Clásica, que insiste en proclamarse como “tradicional” y “profundamente apegada a los textos”. Probablemente, porque desde los alejandrinos tenemos claro que nuestro objetivo principal es la lectura e interpretación de los textos, porque estamos convencidos de que para enjuiciar a los clásicos hay que conocer a sus lectores a través de la historia, porque este camino que dura más de dos milenios no tiene atajos sino que se transmite y se actualiza de lector a lector, por todo ello, nos sentimos y queremos seguir siendo filólogos. La figura del lector, callado y atento a descubrir los tesoros de los textos antiguos, quizás resulte poco ágil y escasamente moderna. Pero lo clásico –no lo olvidemos- no es moderno, no está sujeto al vaivén de las modas, es sencillamente eterno. Estoy convencido de que, cuando el Plan de Bolonia no sea más que un vago recuerdo, seguiremos necesitando filólogos que allanen el camino hacia la lectura de Homero y de Virgilio.

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  • Última modificación: 2009/09/14 17:05
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