Motivos capitales
La Comisión de Codificación, tiene la honra de elevar a manos de V.E. el adjunto proyecto de Ley de Hipotecas. Al cumplir con este deber, cree que está en el caso de manifestar los fundamentos cardinales del proyecto y de las disposiciones más importantes que contiene.
No necesita la comisión examinar los vicios de nuestro actual sistema hipotecario. El digno antecesor de V.E. que aconsejó a S.M. el Real Decreto de 8 de Agosto de 1855, expuso su insuficiencia y la necesidad apremiante de la reforma. Con sobrado motivo decía que nuestras leyes hipotecarias están condenadas por la ciencia y por la razón, porque ni garantizan suficientemente la propiedad, ni ejercen saludable influencia en la prosperidad pública, ni asientan sobre sólidas bases el crédito territorial, ni dan actividad a la circulación de la riqueza, ni moderan el interés del dinero, ni facilitan su adquisición a los dueños de la propiedad inmueble, ni aseguran debidamente a los que sobre esta garantía prestan sus capitales. En esta situación, añadía el Gobierno que la reforma era urgente e indispensable para la creación de bancos de crédito territorial, para dar certidumbre al dominio y a los demás derechos en la cosa, para poner límites a la mala fe, y para libertar al propietario del yugo de usureros desapiadados. Nada añade la comisión por su parte: bástale decir que en sentir del Gobierno está definitivamente juzgada nuestra actual legislación hipotecaria, y que exige reformas radicales para que pueda satisfacer las condiciones que echa de menos en ella la sociedad activa de nuestros días.
Pero ¿cuáles deben ser las bases capitales de la nueva ley? El Gobierno no las prescribió a la comisión, si bien en Real Orden de 10 de Agosto del mismo año manifestó el deseo de que la nueva ley partiera del principio de publicidad, que no se reconocieran para lo sucesivo hipotecas generales, que se establecieran formalidades exteriores para la traslación de la propiedad y de los demás derechos en la cosa, que se meditase con detención la conveniencia o inconveniencia de suprimir las hipotecas legales, y que en el primer caso se escogitaran los medios de conciliar la supresión con los intereses que antes protegía el privilegio, y especialmente los de las mujeres casadas, menores e incapacitados. Mas reconociendo el Gobierno la grave trascendencia de estas cuestiones, confió a la comisión la difícil tarea de examinarlas, en la seguridad de que estudiaría los trabajos anteriores, los compararía con las leyes de las demás naciones, y prepararía un proyecto digno de ser ley, y que fuera base y punto de partida para plantear reformas vivamente ansiadas por el país, algunas iniciadas o reclamadas enérgicamente por sus representantes.
La plena confianza que el Gobierno ha depositado en la comisión, y la libertad en que la dejó para seguir sus propias inspiraciones, la han comprometido más y más a procurar el acierto: estudios concienzudos y detenidos, discusiones frecuentes y prolongadas, y multiplicadas revisiones, han sido por mucho tiempo la tarea continua de la comisión, que si no ha llegado a llenar su encargo tan cumplidamente como deseara, puede asegurar al menos que ha puesto en contribución cuanto alcanzaba para conseguirlo. Pero a pesar de haber encontrado, no sólo aceptables, sino preferibles los principios indicados por el Gobierno, no por eso tiene la presunción de haber acertado. En materias tan difíciles, tan complicadas, en que vienen a jugar todas las instituciones sociales, nadie, por grande que sean sus esfuerzos, puede confiar en su trabajo: bastante gloria es la de emprenderlo y llevar una piedra a la grande obra de la regeneración del Derecho.
Y esta desconfianza que naturalmente tiene la comisión en todos sus trabajos, debe ser mayor al tratar del sistema hipotecario. No sucede respecto a él lo que en la mayor parte de las instituciones del Derecho civil en que la ciencia y la experiencia de una larga serie de siglos han llegado a formar reglas admitidas universalmente, y que vienen a formar el derecho común de los pueblos civilizados.
La legislación hipotecaria, como sistema, es hoy objeto de grandes controversias: la última palabra de la ciencia respecto de las bases sobre que debe descansar, no ha sido pronunciada todavía. Las naciones de Europa están divididas en el modo de resolver las grandes cuestiones a que da lugar tan interesante parte de la legislación civil: dispútanse el terreno dos sistemas puestos frente a frente: el que introdujo el Código civil francés, imitado por otros muchos pueblos, y el que, nacido en Prusia, ha llegado a obtener en sus reglas capitales tantos partidarios y dominado en tantos países.
Si en esta materia tuvieran que seguirse las tradiciones españolas, la cuestión acerca de las bases fundamentales de la ley estaría resuelta. Nuestra actual legislación hipotecaria adopta un sistema mixto: lejos de seguir el que puede llamarse germánico, cuyas bases son la publicidad absoluta y la especialidad rigurosa de las hipotecas, admite una combinación de este sistema con el de las hipotecas ocultas y generales, no ya circunscrito, como lo han hecho otras naciones, en favor de las mujeres casadas, de los menores, de los incapacitados y de la firmeza de los actos judiciales, sino con una extensión que aun dentro de su base no está siempre justificada.
Mas la comisión, que por regla general propende en todos sus actos a lo histórico, a lo tradicional, y que no cree que deban las leyes cambiar las bases del derecho antiguo, sino cuando la conveniencia de hacerlo así se halla plenamente justificada y que reconoce de buen grado que el legislador debe progresar conservando cuando no es notoria y urgente la necesidad de echar a tierra la obra de las generaciones que pasaron para levantar otras más adecuada a las exigencias de la época, se ve obligada a presentarse como innovadora, a pedir que nuestro sistema hipotecario se asiente sobre nuevas bases, y que para ello se modifiquen todas las leyes que se refieren a las hipotecas. Profundo debe ser el convencimiento de la comisión, cuando a pesar de su religioso respeto al derecho nacional, propone que esencial y radicalmente sea reformado.
La primera cuestión que ha tenido la comisión que resolver es si el proyecto de ley deberá limitarse a la reforma del sistema hipotecario que viene en observancia, o ser extensivo a asentar la propiedad territorial y todas sus desmembraciones y modificaciones en bases más seguras que las en que hoy descansa. Basta a la comisión leer la exposición de motivos que preceden al Real decreto de 8 de Agosto, para comprender que la intención del Gobierno se entendía también a este punto. Ni podía ser de otra manera: la condición más esencial de todo sistema hipotecario, cualesquiera que sean las bases en que descanse, es la fijeza, es la seguridad de la propiedad: si esta no se registra, si las mutaciones que ocurren en el dominio de los bienes inmuebles no se transcriben o no se inscriben, desaparecen todas las garantías que puede tener el acreedor hipotecario. La obra del legislador que no estableciera este principio no sería subsistente, porque caería abrumada con el peso de su descrédito.
Así se ha comprendido entre nosotros en todos tiempos el sistema hipotecario, desde que Don Carlos y Doña Juana, accediendo a las peticiones del reino en las Cortes de Toledo, y adelantándose a lo que más de ciento treinta años después ideó para Francia la inteligencia privilegiada de Colbert, allegaron en 1539 por primera vez materiales para la obra que ahora se trata de levantar sobre bases más sólidas. Entonces, con sabia previsión, plantearon el doble problema que se ha agitado en todas las naciones que modernamente han querido reformar la legislación hipotecaria, el de adquirir sin temor de perder lo adquirido, y el de prestar sobre la propiedad raíz con la seguridad de que no sería ineficaz la hipoteca. "Nos es fecha relación, decían los Reyes, que se escusarían muchos pleitos, sabiendo los que compran los censos y tributos que tienen las heredades que compran, lo cual encubren y callan los vendedores" . Que la inscripción pues o transcripción de la propiedad inmueble debe comprenderse en el proyecto, está fuera de duda: no sería reformar nuestra legislación hipotecaria en sentido progresivo, sino empeorarla, o mejor decir, anularla por completo, si se prescindiese de que la primera base de la ley fuera el registro de la propiedad.
Resuelto este primer punto, la comisión tenía que decidir ante todo cuál era el sistema hipotecario que debía adoptarse. Esto naturalmente la empeñó en el examen del mérito relativo de los sistemas que hoy dividen a los pueblos y a los hombres de la ciencia. El antiguo sistema de las hipotecas ocultas desde luego debió ser desechado por la comisión. Con él es incompatible el crédito territorial, porque equipara la condición de la propiedad gravada con créditos superiores a su valor, a la propiedad libre de todo gravamen, y en último resultado desnaturaliza la hipoteca, haciendo que en lugar de buscarse como garantía el crédito real del deudor, se prefiera más bien su crédito personal. Todas las naciones modernas y la nuestra lo han anatematizado; por esto puede decirse que su causa está irremisiblemente juzgada por la historia, por las leyes y por la ciencia. Partiendo este sistema del principio de las hipotecas privilegiadas y de las hipotecas generales, es injusto aun respecto a las comunes y especiales. La preferencia que se da al acreedor hipotecario más antiguo sobre el más moderno es una consecuencia lógica y natural del sistema de publicidad: en él el segundo acreedor conoce el derecho adquirido antes por otro; sabe que este ha de ser antepuesto; contrata con pleno conocimiento de la extensión de sus derechos y de los demás que pueden concurrir a participar en su día del valor de la propiedad hipotecada. Pero cuando las hipotecas son ocultas, esta preferencia es injustificable: todos han prestado a ciegas; las hipotecas anteriores les son desconocidas; cada uno se reputa bastante asegurado, y frecuentemente todos menos uno son engañados, y a veces lo son todos, porque a ellos se antepone otro que tiene hipoteca legal privilegiada. Aun sin tan poderosas consideraciones, la comisión hubiera rechazado este sistema como fuente de estelionatos y causa de usuras inmoderadas, pues que el peligro que incesantemente corren los acreedores, suelen compensarlo con intereses exorbitantes.
No presenta tantos inconvenientes el sistema que, admitiendo la publicidad de las hipotecas como una de sus bases, al lado de ella conserva hipotecas ocultas, que sin necesidad de contrato especial, y sólo en virtud del beneficio de la ley, protegen los intereses de personas desvalidas, o aseguran créditos a que el derecho presta especial amparo y garantía. Pero este sistema que, como queda dicho, es el adoptado por nuestras leyes, tampoco es aceptable a juicio de la comisión. Amalgama de dos sistemas que se excluyen, pretende en vano conciliar la prudencia y circunspección de los acreedores con los azares que no pueden prever. Con él nunca está seguro el acreedor: en los momentos mismos en que contrata, después de asegurarse por el registro de la propiedad de que sus garantías son buenas, después de adquirir por el registro de hipotecas la convicción de que ningún otro tiene inscrito un crédito que pueda anteponerse al suyo, se encuentra burlado, porque una hipoteca legal, desconocida tal vez hasta para el deudor mismo, viene a frustrar sus cuidadosas investigaciones, a convertir un contrato calculado con toda previsión y prudencia en un juego de azar, y a privarle de su derecho. El sistema mixto pues, si bien preferible al de hipotecas ocultas, no da la seguridad absoluta que necesitan los acreedores para que el crédito territorial sea fecundo: sistema de transacción, no satisface a las necesidades para que se ha creado. No es esto discurrir sobre teorías; la experiencia lo ha puesto bien de realce en la larga serie de años que ha dominado en España: lejos de consultar de un modo conveniente al crédito territorial, ha dado lugar a que, por medio de artificios jurídicos buscaran los acreedores la seguridad que la ley no les ofrecía. Si en España no se ha publicado, como ha sucedido en el vecino imperio, un libro sobre el peligro de prestar con hipoteca, puede asegurarse que hay muchos contratos que siendo en rigor, por la voluntad de los contrayentes, préstamos con hipoteca, se han otorgado como ventas con pacto de retro, originándose pérdidas considerables para el supuesto vendedor, y dándose lugar al escándalo de que, bajo el nombre de un contrato lícito tenga fuerza el reprobado pacto de comiso en un préstamo con garantía. Y es que dentro de la ley no hay medios para que el acreedor se libre del riesgo de que se convierta en ineficaz la hipoteca, porque el más detenido y profundo estudio de la legislación en materia tan difícil y el examen más circunspecto de la historia de las fincas, el conocimiento de las personas que las han obtenido, de los cargos públicos que han desempeñado, de las empresas en que han tenido intervención, de las responsabilidades que en el orden de la familia puedan haber contraído, no alcanzan a poner al acreedor a cubierto de los peligros de créditos olvidados de todos o desconocidos, y cuya existencia no puede sospechar ni la previsión más exquisita. Por esto la mayor parte de las naciones que, a imitación de Francia, adoptaron este sistema mixto, lo han abandonado, y quizá no esté lejana la época en que quede tan desautorizado como el de la hipoteca oculta que tenían los romanos.
No hay pues más que un sistema aceptable: el que tiene por base la publicidad y la especialidad de las hipotecas.
Mas como es necesario fijar bien las palabras que pueden ser de distinto modo interpretadas, debe decir la comisión cómo entiende la publicidad. Consiste esta en que desaparezcan las hipotecas ocultas; en que no pueda perjudicar al contrayente de buena fe ninguna carga que gravite sobre la propiedad si no se halla escrita en el registro; en que quien tenga derechos que haya descuidado inscribir, no perjudique por una falta que a él sólo es imputable al que, sin haberla cometido, ni podido conocer, adquiera la finca gravada o la reciba como hipoteca en garantía de lo que se le debe; en que el registro de la propiedad, en que el registro de hipotecas, se franqueen a todo el que quiera adquirir un inmueble, prestar sobre él, comprobar derechos que puedan corresponderle, y, para decirlo de una vez, al que tenga un interés legítimo en conocer el estado de la propiedad y sus gravámenes. No son de temer en este sistema pesquisas impertinentes que puedan alentar las malas pasiones y convertir en daño de personas determinadas los secretos de su crédito.
Para conocer la importancia y necesidad del sistema adoptado por la comisión, debe tenerse en cuenta que el fin de la legislación hipotecaria es asentar el crédito territorial en la base de la seguridad de la hipoteca y del pago de lo ofrecido. El que presta con hipoteca, más bien que a la persona; puede decirse que presta a la cosa: el valor de la finca hipotecada es, la causa por que entra en la obligación; el deudor es sólo el representante de la propiedad; al prestamista nada la interesan el crédito, el estado de fortuna, las cualidades morales de la persona a quien da su dinero, porque para nada las tiene en cuenta; lo que le importa es que la finca baste a reintegrarle en su día de lo que dio. Su crédito no es un crédito personal, es un crédito real; no depende de la persona del deudor, no está sujeto a sus vicisitudes; lo que importa al acreedor es que la hipoteca no desaparezca: adherido, por el contrario, su crédito a la finca, no se altera por la pérdida del crédito personal de su dueño. El crédito territorial así queda suficientemente garantido; cada uno sabe hasta dónde alcanza la preferencia que puede tener sobre los demás acreedores: está en el mismo caso que si se hubiese señalado una parte del precio de la finca para el día en que se hiciera el pago, y esto sin temor a privilegios de hipotecas desconocidas por él, puesto que nunca puede perjudicarle lo que no constare en el registro. Con la adopción de este sistema, los capitales tendrán un empleo sólido y fácil, el propietario gozará de un crédito proporcional a su verdadera riqueza, se activará la circulación, bajará el interés del dinero, y nacerán nuevas fuentes de riqueza y prosperidad.
Mas este sistema que parece tan sencillo, y cuya adopción se presenta a primera vista tan fácil como poco complicada, ha sido objeto de fortísimas impugnaciones. La comisión, que las manifestará con franqueza, cree poder desvanecerlas.
Las hipotecas legales: he aquí la primera, la capital dificultad que se opone a su sistema. En nombre de la familia, dicen sus contradictores, os pedimos protección para la mujer y para los hijos: en nombre de la orfandad y de la desgracia, os pedimos piedad para el huérfano y para el incapacitado: en nombre de la justicia, os conjuramos a que a una cuestión de forma, a una solemnidad externa, no sacrifiquéis derechos que han sido respetados en todos los siglos; y en nombre de la santidad de las leyes, no deis a una omisión más fuerza que al precepto soberano del legislador, cuando extiende su mano protectora a la mujer, al huérfano y al desvalido. Necesario es que sea arraigada la convicción de la comisión para sobreponerse a estas objeciones.
Desde luego se advierte que los que invocan la subsistencia de las hipotecas legales, se limitan sólo a las que pueden considerarse como más justificadas. Pero fuera de ellas hay otras muchas en nuestras leyes a que nunca alcanzaría la piedad generosa de los impugnadores del sistema absoluto de publicidad.
La protección de las mujeres casadas, de los hijos, de los menores y de los incapacitados, puede existir en igual y aun en mayor escala que en la actualidad sin la hipoteca legal, tácita y general que le dan nuestras leyes. El ejemplo de Inglaterra bastaría a demostrarlo. Mas la comisión no aboga por la supresión de la hipoteca legal; se limita a proponer que desaparezcan las que no deben existir; y respecto a las demás, y entre ellas las que se refieren a la sociedad doméstica y a la protección de los desvalidos, cambia su forma, convirtiendo en hipotecas legales expresas las hipotecas legales tácitas, y dando a los intereses que deben proteger una garantía infinitamente superior a la escrita hoy en nuestras leyes. La comisión, lejos de poner en pugna los derechos seculares de la mujer y del menor con los no menos respetables de los que con buena fe han adquirido el dominio u otros derechos reales, los armoniza no sacrifica a la felicidad de los préstamos hipotecarios un interés más grande, más moral, el interés de la familia y del Estado; al contrario, fortaleciendo estos intereses, que mira con veneración, hace compatible con ellos el crédito territorial. Prefiere darles una protección verdadera a otra menos real, aunque mayor en la apariencia: respetando derechos que están consignados en nuestra historia, en nuestras costumbres y en nuestros hábitos, no lleva su exageración hasta el extremo de que absorban otros igualmente legítimos; pero no quiere tampoco ver reducidos al marido y al tutor a la condición tristísima de no poder enajenar sus bienes ni levantar préstamos sobre ellos, o de hacerlo con condiciones onerosísimas por la poca seguridad que prestan las hipotecas: procura evitar la ruina de los acreedores de buena fe, restringir el estelionato, multiplicar los recursos del propietario con la extensión del crédito, y no convertir la protección justa que debe dispensarse al constituido bajo potestad o tutela o curaduría, en una injusticia escandalosa.
A estas consideraciones, que son generales, se agregan otras no menos importantes con relación a nuestra patria.
España es una nación principalmente agricultora; y si en ella no ha prosperado la más antigua y la primera de las artes tanto como es de desear, débese a la falta de capitales. Estos buscan con preferencia otras empresas, ya por el aliciente de las mayores ganancias que producen, ya por la poca seguridad que inspira el estado actual de la propiedad rústica. En esta situación, con el aumento rápido y progresivo de la riqueza pública, de la industrial y del comercio, debe el legislador procurar por medios indirectos que los capitales no vayan todos a buscar las empresas mercantiles e industriales, sino que también vengan en auxilio de la propiedad territorial y de la agricultura. Conveniente es que los capitales se distribuyan entre los diferentes ramos que, con beneficio general de los particulares y del Estado, puedan darles cómoda colocación: es menester, por lo tanto, contrapesar la propensión de los capitalistas a emplear sus fondos en las empresas de la primera clase porque les reportan más crecidos intereses y es más breve y fácil el reembolso, con la seguridad de la garantía en las segundas, poniendo la publicidad como una de las bases del sistema hipotecario.
Consecuencia lógica del sistema de publicidad de las hipotecas es que desaparezcan de nuestro Derecho las generales: si prevalece el principio de la comisión, quedarán desde luego reformadas todas las leyes que las prescriben o autorizan, y nada significará la cláusula de hipoteca general que en adelante se ponga en los contratos entre particulares, como de hecho no lo ha significado desde la creación de las contadurías de hipotecas. La hipoteca general, aunque se limite a los bienes presentes, y no se extienda, como es muy común, a los que en adelante puedan adquirirse, da por resultado la falta de publicidad en la hipoteca, porque en tanto puede decirse que esta es pública, en cuanto esté inscrita en el registro con individual expresión de la finca a que afecta y de la cantidad a que se extiende la garantía. La especialidad, pues, de la hipoteca es el complemento de su publicidad.
Aun sin esta consideración, que en el sistema adoptado es decisiva, no hubiera dejado la comisión de suprimir las hipotecas generales, porque su misma extensión las hace ilusorias. Por lo mismo que comprenden todos los bienes presentes y futuros del deudor, este tiene que quedar en libertad de enajenarlos, y si lo hace con todos, desaparece la garantía, sin que haya derecho a reclamar contra el comprador, viniendo así a hacer nulo en realidad el derecho en la cosa, porque hipoteca que no sigue a la finca, cualquiera que sea su poseedor, no merece llamarse hipoteca.
Largos debates ha suscitado en la comisión la cuestión de las hipotecas judiciales. Nuestro antiguo Derecho escrito las admitía con más extensión que la práctica vigente al publicarse la Ley de Enjuiciamiento civil. La vía de asentamiento, ese apremio contra los contumaces, que era una verdadera hipoteca judicial, había caído en desuso, porque, aun después de pasar los términos prescritos para oír al rebelde que no acudía a los llamamientos judiciales, quedaba abierta la puerta al juicio de propiedad por un tiempo ilimitado. A la vía de asentamiento había, sustituido el procedimiento en rebeldía, ficción legal en que se supone presente al que no lo está, en que se da vida a los estrados, considerándolos como imagen y representación jurídica del contumaz, procedimiento que, si no tenía fórmula expresa en la ley, la encontró en el foro por la necesidad de hacer respetable la justicia.
La comisión que redactó la Ley de Enjuiciamiento civil no se decidió exclusivamente por ninguno de los dos sistemas, creyendo que en ambos había principios aceptables. Partiendo de la prosecución del pleito en estrados, autorizó al Juez para que desde el momento en que se declara la rebeldía, pudiera a instancia de parte decretar, además de la retención de los bienes muebles, el embargo de los inmuebles en cuanto fuera necesario para asegurar el éxito del juicio; es decir, que constituyó una hipoteca judicial sobre la propiedad raíz, hipoteca que lleva consigo la prohibición absoluta de vender, gravar u obligar las propiedades sobre que recae. La misma ley establece otras hipotecas judiciales, siempre especiales y públicas, al tratar de la ejecución de las sentencias, del embargo preventivo, del juicio ejecutivo, del procedimiento de apremio; hipotecas que hoy son siempre necesarias, y que antes sólo se exigían a petición de los interesados, y aún en esto no era uniforme la práctica. Hay más: separándose la misma ley del derecho antiguo, que, fundado en motivos históricos, establecía que la fianza dada por los tutores y curadores fuera personal, regla que, a pesar de ser una especie de anacronismo atendidas las condiciones de la sociedad actual, había permanecido firme en la ley en medio del movimiento general de los tiempos modernos, ya que no lo estuviera siempre en la práctica, ordenó que la garantía con que se asegurasen los bienes de los menores y de los incapacitados fuera hipotecaria, y que el Juez mismo la exigiera; es decir, que creó una hipoteca judicial, especial, diferente en su extensión y efectos de la general tácita que por ministerio de la ley pesa aún hoy sobre todos los bienes del tutor o curador, hasta que, concluido su cargo, y dadas cuentas y entregados los bienes y los alcances, quedan libres de las obligaciones que su cargo les impuso. Puede decirse en virtud de esto, que nuestro derecho novísimo ha propendido mucho a la constitución de hipotecas judiciales, porque ha ordenado a los Jueces que de oficio las exijan en muchos casos, y les ha dado una extensión antes desconocida. No puede decirse en verdad que la Ley de Enjuiciamiento civil haya adoptado explícitamente el principio de que todas las hipotecas judiciales deban ser especiales y expresas: no podía adoptarlo, porque no era el lugar oportuno para hacerlo; pero al menos, por lo que a ella toca, aplicó los principios de publicidad y especialidad que la comisión proclama en este proyecto de ley como únicos para lo sucesivo. Tal es el giro que en los últimos tiempos han tomado las hipotecas judiciales, tanta su importancia, tanta la seguridad que prestan para que sean respetados los actos que garantizan. No corresponde a la comisión más que continuar la obra comenzada, la cual acabará de adquirir toda su perfección y complemento, formados que sean la Ley de Enjuiciamiento criminal y el Código civil, reformadas las leyes mercantiles, quedando así armonizado todo nuestro derecho.
Mas a poco que se consideren los distintos casos en que puede haber lugar a la hipoteca judicial, se observa que, si bien en algunos, como sucede en el de la tutela y curaduría, tiene un carácter en cierto modo permanente, siendo la aplicación de una ley civil, casi siempre se constituye para que sea respetada la Administración de justicia, para evitar que se eludan las sentencias, haciendo el demandado con actos propios imposible la ejecución del fallo. Entonces su objeto sólo dura mientras dura el juicio y se ejecuta la sentencia; puede así decirse, que más que a las leyes que deben comprenderse en el Código civil, se refiere a los de procedimientos; que las leyes que la establecen o autorizan no crean un derecho verdadero, sino que garantizan un derecho constituido al parecer, aunque controvertido, y que su carácter es tan transitorio como el peligro que se trata de evitar. Por esto la comisión, dando a la nomenclatura una importancia que no debe parecer excesiva cuando se trata de materias tan técnicas, ha creído que a la denominación antigua de hipoteca judicial, debía sustituir la de anotación preventiva, para indicar aquellas prohibiciones de enajenar, cuyo objeto es que en su día la sentencia tenga ejecución cumplida. Por razones fáciles de comprender sin necesidad de exponerlas, ha hecho extensiva esta denominación a las inscripciones de los derechos reales, que aun no han llegado a su perfección, ni están consumados, o que son eventuales o transitorios, o que por falta de alguna circunstancia legal requieran subsanación antes de ser inscritos definitivamente en los registros. Este cambio de nomenclatura no es nuevo; el sistema germánico lo adopta con el nombre de prenotación.
El haber sido siempre y ser hoy entre nosotros especial la hipoteca judicial, liberta a la comisión de la necesidad de entrar en la cuestión a que en otros países ha dado lugar la que se extiende sobre todos los bienes presentes y aun sobre los futuros. Al propósito de la comisión basta decir que, recayendo siempre la hipoteca judicial sobre un hecho real determinado por la inscripción, cabe perfectamente dentro del sistema adoptado, porque ni perjudica al crédito territorial, ni disminuye el principio de la publicidad, base cardinal de que nunca se prescinde en el proyecto.
Si respecto a este punto tenía la comisión ya recientemente trazado su camino, y puede aun decirse que conforme a los principios del derecho secular, lo mismo sucede en lo concerniente a los efectos de la hipoteca judicial. No debió buscarse el ejemplo de los pueblos en que, prevaleciendo el principio de que las sentencias constituyen de derecho una hipoteca sobre todos los bienes del condenado en ellas, cambian el crédito personal en un crédito real. Este principio ni ha estado nunca escrito en nuestras leyes, ni ha sido introducido por la práctica.
Constituidas en nuestro estado actual las hipotecas judiciales, que en adelante, según el proyecto, llevarán el nombre de anotaciones preventivas, solamente para asegurar las consecuencias de un juicio, no declaran ningún derecho, ni menos convierten en real el que no tenía antes semejante carácter: no puede decirse de ellas que son el premio de la carrera, como en otra nación se ha dicho, asimilando el empeño de los acreedores para anticiparse a obtener la anotación al afán con que se disputa la llegada al término en las carreras de caballos: no son un favor inmerecido que se da al acreedor más exigente: no modifican el carácter de las obligaciones, cambiando las simples en hipotecarias, ni hacen al Juez agente de los litigantes, compeliéndole a que supla la negligencia del acreedor y le otorgue garantías que tal vez el deudor mismo al tiempo de obligarse no habría constituido. La hipoteca judicial, que sólo tiene por objeto asegurar las consecuencias del juicio, nunca ha tenido este carácter en España: no ha creado desde luego una acción hipotecaria a favor de aquel que había obtenido la retención, el embargo, o la providencia de que no pudiera enajenarse la cosa mientras estaba pendiente el litigio: el derecho del acreedor por la hipoteca judicial no se ha modificado, no ha cambiado de carácter: sólo ha adquirido mayor seguridad bajo el punto de vista de quitar al deudor los medios de destruir la cosa, de enajenarla, y de constituirse él mismo en insolvencia. Por esto, en un concurso de acreedores o en una quiebra, los que han obtenido a su favor hipotecas judiciales de la clase de las a que aquí nos referimos, no han tenido nunca, no tienen ahora por esta consideración un título de preferencia sobre los demás acreedores de su especie, ni son calificados entre los hipotecarios.
Adoptando el proyecto estos mismos principios, da nueva vida a nuestro derecho antiguo, proclamando otra vez que el acreedor que obtiene a su favor una anotación preventiva, cuyo objeto sea garantir las consecuencias de un fallo, sólo gozará de preferencia sobre los que tengan contra el mismo deudor otro crédito contraído con posterioridad a la anotación. Ni podía ser de otra manera sin violar los principios de justicia. El que contrata y no exige hipoteca, se contenta con la garantía que le da el crédito personal del deudor, y no debe tener preferencia alguna sobre los que se hallan en el mismo caso. Si el deudor deja de cumplir lo pactado al tiempo convenido, podrá el acreedor compelerlo al pago acudiendo a la vía judicial; pero esta demanda no cambia ni la naturaleza del crédito ni la fuerza del título. Si se estableciera otra regla, resultaría que entre diversos acreedores de un mismo deudor que se hallaran en idéntico caso, sería de mejor condición el más exigente, el que guardara menos consideraciones, el que por mejores o peores medios adquiera noticias más exactas del verdadero estado en que se hallara la fortuna del deudor, el que tuviera un procurador más diligente. La comisión, atemperándose al antiguo derecho, ha creído que ninguna de estas causas serlo de preferencia.
No faltará tal vez quien, apoyándose en el ejemplo de otros pueblos, invocando la santidad de la cosa juzgada, ponderando el escándalo que resulta de que cuando existe una condenación definitiva pueda el deudor vender los bienes inmuebles que posea, y alzarse con su precio, o gravarlos con cargas que antes no tenían o con hipotecas convencionales, viniendo de este modo a burlarse de la ley y de la ejecutoria, pretenda que toda sentencia condenatoria debe llevar consigo irremisiblemente una hipoteca sobre los bienes del condenado, hipoteca que en el sistema de publicidad y especialidad adoptado por la comisión, debería convertirse en una inscripción sobre bienes determinados. La comisión no lo reputa necesario, porque, según el proyecto, no sólo el que ha vencido en el juicio y obtenido ya una ejecutoria que obliga a su contrario a entregarle alguna cosa o satisfacerle alguna cantidad determinada, sino también el que ha pedido y conseguido un embargo, un secuestro o una prohibición de enajenar bienes inmuebles, o la declaración de incapacidad, de presunción de muerte por ausencia, o de interdicción de una persona, pueden obtener la anotación preventiva que los ponga a cubierto de todo peligro. El que no usa del derecho que la ley le da, impútese a sí mismo el perjuicio que su omisión le origine. Esto y sólo esto es lo que exige la justicia, porque la autoridad de la cosa juzgada sólo consiste en que no encuentre obstáculos la ejecución de la sentencia, y en que se asegure su cumplimiento sin perjuicio de otros que tengan igual o mejor derecho; no en dar al vencedor seguridad de pago que no estipuló, ni preferencias sobre otros acreedores dignos de igual protección que el que se anticipó a litigar, o que obtuvo antes una sentencia favorable. Lo que queda dicho respecto a las anotaciones preventivas que dimanan de actos judiciales para asegurar el éxito del juicio, es extensivo a las que pueden obtenerse también del Juez para evitar el abuso que en daño del acreedor pueda cometer el deudor de una cosa que posee o de su estimación.
No es menos grave que las cuestiones hasta aquí expuestas la de la extensión que debe darse a los efectos de la falta de inscripción de los derechos reales en el registro. ¿Deberán limitarse a los terceros interesados, o comprender también en su rigor a los mismos contrayentes? Los que quieren que el registro sea un verdadero censo de la propiedad inmueble, se decidirán indudablemente por esta última opinión. En su concepto deben ser los registros un gran medio que ha de tener la Administración para auxiliarse en sus trabajos estadísticos; y esta idea, si no ha de predominar sobre el interés civil y sobre el interés social, ha de ser igual cuando menos a ellos.
No es esta la opinión de la comisión: sin negar que los registros de la propiedad y de las hipotecas puedan y deban venir al auxilio de la Administración en las arduas tareas que para beneficio público le están encomendadas, cree que esto debe entenderse sin detrimento de los principios de justicia y sin desnaturalizar los registros, distrayéndolos de su verdadero objeto, que es mejorar las condiciones de la propiedad inmueble, asegurar el crédito territorial, y poner coto a fraudulentos engaños. Salir de este terreno, considerar los registros principalmente como un censo de la riqueza inmueble, dar intervención directa en ellas a la Administración, conduce irremediablemente a desconocer su carácter social, económico y civil, y a sacrificar lo principal a lo accesorio.
La comisión, ha considerado ante todo en la cuestión propuesta los principios de justicia; no ha creído que con arreglo a ellos, cuando dos contratan y los dos faltan al requisito de la inscripción deba ser de condición mejor el que burlando su solemne compromiso, se niega a cumplir el contrato celebrado o pide su nulidad, fundándose en un defecto de forma, y faltando a la buena fe, a la lealtad que se deben los contrayentes; buena fe que, en lugar de debilitarla, debe procurar el legislador fortalecerla, en cuanto alcance. Por esto no contiene el proyecto la pena de nulidad de los contratos relativos a la traslación de la propiedad y a sus modificaciones que no hayan sido inscritos, cuando la cuestión es entre los mismos contrayentes; por esto se separa de lo que hoy está escrito en nuestras leyes, y vuelve al antiguo principio establecido por Don Carlos y Doña Juana, y seguido por Don Felipe II, por Don Felipe V y por Don Carlos III, de que la falta de inscripción sólo puede alegarse por los perjudicados que no han sido parte en el contrato que dejó de inscribirse.
Y aquí debe con franqueza exponer la comisión el gran cambio que acerca de este punto introduce el proyecto en los principios generales del derecho actual. Nuestras leyes, siguiendo a las romanas, adoptaron la diferencia entre el título y el modo de adquirir, y establecieron que el título sólo produjera acción personal, pero que la propiedad y los demás derechos en la cosa, y por lo tanto, las acciones reales que se dan para reivindicarlos, sólo nacieran de la tradición, o lo que es lo mismo, de la posesión de las cosas inmuebles. Por consecuencia de este principio, cuando alguno vende a dos la misma cosa, no es su dueño el que primero la compró, sino aquel que tomó de ella posesión. Los romanos, a pesar de haber despojado el derecho antiguo de muchas formas groseras y materiales, creyeron siempre que un acto externo, público, y que se pudiera apreciar por todos, debía señalar al que era dueño de la cosa inmueble. Este principio dominó también en los diferentes Estados que formaron nuestra gran unidad nacional, si se exceptúa el reino de Aragón, en el que basta la reducción de un contrato de enajenación de inmuebles a escritura pública, para que el dominio o el derecho real quede en el adquirente. Contra el principio romano se ha elevado otro en los tiempos modernos que mereció ser adoptado en el Código francés. Separándose este del derecho antiguo y de las reformas saludables introducidas por la ley de Brumario del año VII, buscó un principio más espiritualista, más filosófico sin duda, pero más expuesto también a graves inconvenientes: el de que la propiedad se transmitiera, tanto respecto a los contrayentes como a un tercero, por el mero consentimiento. No corresponde a la comisión apreciar este principio cuando se limita a los mismos contrayentes; no toca a la Ley de Hipotecas, al menos bajo el punto de vista del proyecto, entrar en su examen: lo que de lleno cae bajo su dominio es desecharlo cuando se trata del interés de terceros que no han sido parte en el contrato, porque no se aviene bien con la lealtad y el orden de las transacciones, da lugar a que los acreedores sean defraudados, y produce la injusticia de oponer al que legítimamente adquiere un derecho, contratos y actos de que no ha podido tener conocimiento.
Según el sistema de la comisión, resultará de hecho que para los efectos de la seguridad de un tercero, el dominio y los demás derechos reales en tanto se considerarán constituidos o traspasados, en cuanto conste su inscripción en el registro, quedando entre los contrayentes, cuando no se haga la inscripción, subsistente el derecho antiguo. Así, una venta que no se inscriba ni se consume por la tradición, no traspasa al comprador el dominio en ningún caso; si se inscribe, ya se lo traspasa respecto a todos; si no se inscribe, aunque obtenga la posesión, será dueño con relación al vendedor, pero no respecto a otros adquirentes que hayan cumplido con el requisito de la inscripción.
Esta manera que tiene la comisión de considerar la ley de Hipotecas, necesariamente había de conducirla a consignar como una de las bases capitales del proyecto que los registros deben estar bajo la dependencia exclusiva del Ministerio de Gracia y Justicia y bajo la inspección de la autoridad judicial, siendo esta únicamente la llamada a decidir las dudas y cuestiones que se susciten. Lo que a derechos civiles se refiere, no puede con arreglo a nuestra legislación política estar subordinado a las autoridades del orden administrativo, a lo que es consiguiente que tampoco dependa de los centros que han de impulsar la marcha de la Administración activa. Y que esta ha sido la intención del Gobierno al encargar la formación del proyecto, aparece claramente, tanto por emanar del expresado Ministerio las órdenes que al efecto se han comunicado, como por haberse confiado este trabajo a la Comisión de Codificación, y haber sido el Ministro de Gracia y Justicia el que en las Cortes presentó el proyecto de autorización en que se propuso esta como una de sus bases. Ni se crea que por ello podrán ser perjudicados los intereses del Erario y defraudados los impuestos que sobre la comunicación o transmisión de la propiedad y de los demás derechos en las cosas inmuebles establecen ahora, o en adelante establezcan las leyes: en tanto podrán hacerse inscripciones en los registros, en cuanto estén satisfechos los impuestos que graviten sobre los actos civiles que sean objeto de la inscripción. Los registros vendrán de este modo a auxiliar la acción fiscal, pero sin ser absorbidos por ella.
Aunque la reforma fuese de eficacísimos resultados para el porvenir, no produciría desde luego todos los que se apetecen, si no procurase que se arreglaran a su sistema los contratos y actos anteriores a ella. Esto lo hace, ya ofreciendo estímulos a la inscripción, ya negando fuerza contra terceros a los títulos que en contravención a las leyes anteriores dejaron de inscribirse, mientras no se subsane el defecto, y entonces sólo desde la inscripción. Con estas prescripciones, y con otras que se adoptan para el tránsito del antiguo al nuevo sistema, espera la comisión que si su proyecto llegase a ser ley, pronto se conocerán los felices resultados que se ha prometido al Gobierno al promover la reforma del derecho antiguo.
Por la misma causa ha creído la comisión que debía establecer reglas para libertar la propiedad de cargas que, aunque resultan de sus títulos sin que conste su redención, han dejado a veces por el transcurso de siglos de afectar de hecho a las fincas sobre las cuales se impusieron. Lejos de perjudicarse con esto ningún derecho legítimo, todos son consultados, y sin producir vacilación ni dudas en los que en realidad existen, se introduce la presunción legal de que las fincas están libres de las cargas que ha anulado una prescripción secular fortalecida con el silencio continuado de los que tenían facultad de reclamarlas, con la imposibilidad frecuente de saber si han sido redimidas, con haberse perdido la memoria de aquellos a cuyo favor estuvieron constituidas, y con no presentarse quien tenga a ellas derecho. Los medios de publicidad que para estas liberaciones se proponen, alejan hasta la sombra del fraude, y darán lugar a muchos que tienen derechos que ignoran, y que probablemente perderían para siempre sin el procedimiento que se establece, puedan reclamarlos y entrar así en el disfrute de lo que ni siguiera imaginaban.
Los grandes cambios que en los principios de las leyes hipotecarias se introducen, hacen indispensable que el proyecto sea extenso y descienda a muchos pormenores para que no pueda haber dudas acerca de lo antiguo que queda o derogado, o reformado, o subsistente. La comisión, sin embargo, ha procurado no comprender en la ley más disposiciones que las que por su naturaleza corresponden a ella, y cree poder contestar satisfactoriamente a los que la censuren, o por demasiado larga, o por reglamentaria.
Si la legislación hipotecaria estuviera comprendida en un Código civil cuyas partes guardasen entre sí la unidad y correspondencia necesarias, sin duda muchas de las disposiciones que están escritas en el proyecto no se encontrarían en el título del Código consagrado especialmente a las hipotecas, sino que estarían diseminadas en toda la obra. Si existiendo un Código civil homogéneo en todas sus partes, se tratara para completarlo de establecer una ley especial de hipotecas, tampoco sería necesario dar tanta extensión a la obra; en el Código civil se encontraría considerable número de las disposiciones a que se da cabida en el proyecto. Sí, aun fuera de estos casos, la comisión adoptara los principios establecidos en nuestras leyes seculares, y respetando lo que existe se limitara a desenvolver prácticamente las reglas escritas en nuestro antiguo derecho, sería también fundada la censura. Pero nada de esto sucede: el proyecto cambia profunda y radicalmente en sus principios cardinales la antigua legislación de hipotecas: casi todas las disposiciones que hasta aquí han regido respecto a ellas, sufren en mayor o menor escala cambios importantes: el Derecho Civil experimenta alteraciones trascendentales: apenas hay una de sus instituciones a que no afecte la innovación: en el orden de la familia a la sociedad conyugal y a la potestad paterna: en el de tutelas y curadurías a las relaciones entre el menor o incapacitado y los que están encargados de su guarda: en el de la propiedad y de los demás derechos en la cosa a su adquisición, su conservación, su transmisión y sus modificaciones; en el de las sucesiones al respeto a la voluntad del testador o a la disposición de las leyes; en el de contratos a la seguridad del cumplimiento de muchos importantísimos.
Todo esto está íntimamente ligado con la Ley de Hipotecas: a todo afecta gravemente el nuevo sistema; todo ha sido sujetado a revisión; todo ha sufrido grandes modificaciones. Y no son sólo las leyes puramente civiles las modificadas, aunque bajo esta denominación se comprendan las prescripciones del Código de Comercio; lo son también las de procedimientos; porque es menester, para evitar que las sentencias sean eludidas, adoptar medidas de precaución conocidas actualmente con el nombre de hipotecas judiciales, que impidan la desaparición de la cosa litigiosa y su enajenación, o que en perjuicio del acreedor demandante se constituya el deudor en insolvencia. Ni están menos interesadas las leyes administrativas que en justa protección a los intereses fiscales y comunes crean a favor del Estado, de las provincias, de los pueblos y de los establecimientos públicos, hipotecas sobre los bienes de sus deudores;, las que para precaver daños a la Administración exigen garantías sobre los bienes inmuebles de los que con ella contratan; las que consideran afectas ante todo las propiedades al pago de los tributos no satisfechos oportunamente, y las que provienen de la gestión de los que han manejado caudales públicos.
A estas consideraciones, que por sí solas bastarían para justificar la extensión de la Ley, debe añadirse otra importantísima. El legislador, al hacer cambios, aunque no sean tan profundos como los que comprende el proyecto, debe ante todo respetar los derechos adquiridos, porque de otro modo su obra sería efímera y caería ante las justas reclamaciones de los perjudicados. Para hacer este tránsito sin violencia conciliando todos los intereses, ha sido necesario descender a muchos pormenores. Puede considerarse esta parte del proyecto como una ley distinta e independiente de la de hipotecas, que lejos de tener como esta un carácter de perpetuidad, es pasajera, porque se limita a salvar los derechos adquiridos a la sombra de la legislación que concluye.
Sin embargo, conveniente es que forme un solo cuerpo con la ley que cambia el antiguo sistema hipotecario, para que en un mismo acto aparezca el legislador invocando el derecho y respectando los hechos que bajo la ley antigua se crearon, atendiendo a las nuevas exigencias de la sociedad, pero salvando al propio tiempo con cuidadoso afán y con veneración religiosa los derechos que, sometidos imprudentemente a la innovación, quedarían en realidad violados.
¿Y podrá ser la ley tachada con justicia de reglamentaria? La comisión no duda responder negativamente. No siempre es fácil fijar hasta donde debe llegar la ley y donde debe comenzar el reglamento, porque no lo es señalar con exactitud matemática los límites respectivos de los poderes legislativo y ejecutivo. Muchas veces se ha debatido esta cuestión en nuestro Parlamento; nunca ha dominado un principio que pueda considerarse generador de Derecho en materia tan grave. En la práctica se ha visto descender algunas leyes, no sólo a pormenores que suelen tener carácter de estabilidad bajo cuyo concepto caben muy bien en reglamentos, sino a disposiciones meramente transitorias, y aun a algunas de mera ejecución que parecen más bien objeto de circulares o de instrucciones para plantear la nueva ley. De aquí se infiere que en esto hay mucho de arbitrario, y que en cada caso el legislador, según la mayor o menor importancia que quiere dar su obra, deja, ya más, ya menos, a la apreciación del poder ejecutivo.
Supuesto esto, y libre la comisión del temor de proponer una invasión peligrosa, ha podido seguir sus propias inspiraciones. Convencida profundamente de que todas las declaraciones que pueden atribuir, negar, aumentar o disminuir derechos civiles, corresponden al legislador, ha huido de dejar al Gobierno atribuciones que en muchos puntos vendrían a hacerle árbitro de cuestiones graves en el terreno del Derecho Civil. Nada hay de cuanto está escrito en el proyecto, que más o menos inmediatamente no se refiera a la declaración de derechos y a las garantías que se han creído indispensables para que la ley en su día sea bien entendida y aplicada.
Prescindiendo de estas importantes consideraciones, hay otras que han movido a la comisión. En su concepto, al poder legislativo toca exclusivamente dictar las reglas a que se quiere dar grave estabilidad, y que se dirigen a producir a veces efectos para larga serie de siglos. Estas prescripciones, que tienen cierto carácter de perpetuidad, exigen para su prestigio la sanción de la autoridad legislativa, que es la única que les imprime ese sello de respeto que hace que atraviesen de unas a otras generaciones, y que se mire como una profanación, el cambiarlas sin que esté sobradamente justificada la reforma. No debe quedar, en concepto de la comisión, el arbitrio del Gobierno nada que pueda debilitar la firmeza de los principios que se proclaman, ni aun con motivo de explicarlos, de aclararlos y de fijar su sentido verdadero. Las cuestiones a que pueda dar lugar la ley (y las habrá sin duda) deben dejarse a los tribunales, para que las resuelvan, no por medidas generales que no caben dentro de sus atribuciones constitucionales, sino aplicando la ley en los casos que ocurran y creando jurisprudencia, que es la mejor regla de interpretación y el mejor suplemento del Derecho escrito.
Una consideración añadirá por último la comisión a las que deja expuestas. Había ya formado la ley, e iba a hacer su revisión última, cuando tuvo del Gobierno el encargo de preparar el reglamento para su ejecución: suspendió entonces la revisión definitiva del trabajo hecho, con el objeto de perfeccionarlo más, si en vista de las nuevas tareas a que iba a dedicarse y de las discusiones a que dieran lugar, apareciera la conveniencia de hacerlo. Teniendo entonces que descender a muchos pormenores de ejecución, se convenció de que algunos de ellos afectaban más o menos directamente a derechos civiles, y por lo tanto no debían comprenderse en el reglamento, sino en la ley, como los comprendió, no encontrando uno solo de los artículos de la ley que debiera pasar al reglamento.
Y esto se explica fácilmente, teniendo en cuenta que la ley tiene por objeto asegurar derechos; que al efecto requiere formalidades rigurosas; que la omisión de estas solemnidades da lugar alguna vez hasta a la pena de nulidad; que esta pena lleva envuelta la pérdida de un derecho civil, y por lo tanto que todo esto debe ser obra de la ley y no de un reglamento administrativo. La comisión puede haberse equivocado en algunas de sus apreciaciones; pero no será por falta de estudio y de discusiones detenidas.
Expuestos los motivos capitales del proyecto, pasa la comisión a los especiales en las diversas partes del mismo.
Motivos especiales en las diversas partes del Proyecto
Pueblos en que deben establecerse los registros
Nada hay que justifique variar respecto a los pueblos en que han de establecerse los nuevos registros, lo que ya de antiguo se halla dispuesto. Cuando hace más de tres siglos se crearon los oficios de hipotecas, se ordenó que los hubiese en las ciudades, villas o lugares donde hubiera cabeza de jurisdicción: posteriormente el Señor Don Carlos III fijó más el antiguo precepto, mandando que se establecieran en los pueblos cabezas de partido, que es lo que se viene observando hasta nuestros días. Parecerá tal vez a algunos excesivo el número de registros de hipotecas, y querrían en su lugar que existieran sólo en las capitales de provincia, o quizá que se limitaran a aquellas en que se hallan establecidos los tribunales superiores. La conveniencia de reducir el número de registros, la facilidad de vigilarlos y de elegir las personas más idóneas para su desempeño, son los argumentos que pueden oponerse al sistema adoptado. La comisión, sin embargo, no ha dudado en desechar toda innovación respecto a este punto: ha creído que lo que principalmente debe tenerse en cuenta es la facilidad de los que hayan de hacer las inscripciones. Alejar los registros de los que han de acudir a ellos, equivale frecuentemente, y con especialidad cuando es corto el valor de las fincas, a hacerlos inaccesibles.
No por esto dejarán de estar encomendados a personas capaces de comprender en toda su extensión los deberes que la ley les impone, ni de estar bajo una vigilancia continua y eficaz: las disposiciones que al efecto establece el proyecto, satisfacen cumplidamente estas necesidades.
Títulos sujetos a inscripción
Después de expresar en los términos que ha creído más a propósito los títulos, actos y contratos que deben sujetarse a la inscripción por ser traslativos de dominio, o constitutivos de un derecho real, ha añadido la comisión algunos otros documentos cuya inscripción ha considerado no menos necesaria. A esta clase corresponden ante todo las ejecutorias de los tribunales en que se declara la incapacidad legal para administrar, o la presunción de muerte de personas ausentes, o se impone la pena de interdicción o cualquiera otra por la que se modifique la capacidad civil en cuanto a la libre disposición de los bienes. Esta prescripción es nueva en nuestras leyes, aunque aceptada ya en el proyecto de Código civil; pero su simple enunciación la justifica. Para adquirir con seguridad bienes inmuebles o derechos reales, no basta que el vendedor o el disponente sea dueño de ellos; tampoco es suficiente que no estén los bienes afectos a otras cargas; es además necesario que el que enajena, que el que trasmite, tenga capacidad civil para hacerlo. Sólo por el concurso de estas circunstancias podrá estar completamente seguro el adquirente. Si la ley no atendiera, pues, a que la capacidad de la persona constara en el registro, su obra sería incompleta y no produciría frecuentemente el efecto apetecido.
Ni los arrendamientos por largo espacio de años, ni aquellos en que se hayan hecho considerables anticipaciones, son generadores de un derecho real, quedando siempre limitados a una obligación personal. De aquí ha dimanado la doctrina jurídica de que sólo el que adquiere el dominio en virtud de un título universal, está obligado a respetar el arrendamiento hecho por su antecesor, pero no el que lo hace por títulos singulares. Las circunstancias particulares que concurren en estos arrendamientos, los gastos a que suelen comprometer a los arrendatarios, y la protección debida a la buena fe, clave del crédito, exigen que acerca de este punto se modifique el derecho antiguo. Ya se había encargado la práctica de ir allanando el camino para la reforma, convirtiendo contra los cánones recibidos, en una especie de derecho real los arrendamientos de que se tomaba razón en los registros de hipotecas. Y es que cuando el derecho escrito o la doctrina legal no alcanza a satisfacer una necesidad, se encarga la costumbre de llenarla; y cuando esto acontece, toca al legislador convertir en ley y dar forma y regularidad a lo que ya es una necesidad reconocida. De este modo, sin perjuicio del dueño, que al enajenar y traspasar una finca no pretende burlarse de las obligaciones que contrajo con los arrendatarios, sin daño del comprador de buena fe que entra en el contrato con el conocimiento de una obligación de que es sucesor, se salvan los justos derechos de los arrendatarios en los casos que en el proyecto se prefijan.
La comisión no debe ocultarlo: en ellos ha establecido implícitamente un verdadero derecho real.
No tiene esto nada de común con la inscripción de los arriendos y subarriendos de los bienes inmuebles que por la legislación fiscal se han introducido, ya para hacer efectivos los impuestos sobre los arrendamientos, ya después de suprimidos los impuestos como un medio para perfeccionar la estadística de la riqueza raíz, y conseguir un repartimiento más equitativo de las contribuciones. Según queda manifestado, ni una ni otra consideración cabían en el proyecto, si la comisión había de ser consecuente con los principios que proclama.
Sólo han sido hasta aquí objeto de inscripción los títulos cuya autenticidad aparecía desde luego: los documentos privados no solían admitirse en los registros. Cambiar en este punto y por regla general lo existente, empeoraría en vez de mejorar la condición de la propiedad y del crédito territorial: no debe recibir el sello de un archivo público más que lo que no deje dudas de su legitimidad. Por esto la comisión, siguiendo en parte lo propuesto en el proyecto del Código civil, propone que sólo puedan ser inscritos los títulos consignados en escritura pública, en ejecutorias o en documentos auténticos, expedidos en forma legal por el Gobierno o por sus agentes.
Otra cuestión importante y nueva en nuestra patria debía resolver la comisión, a saber: si han de ser inscritos los documentos o títulos, otorgados en el extranjero, que, a haberse celebrado e España, estarían sujetos a la inscripción. No puede en nuestros días el legislador desentenderse del derecho internacional privado, que menos importante en otros tiempos, hoy, gracias al aumento de las comunicaciones siempre crecientes entre todos los pueblos civilizados, a los enlaces de familias extranjeras con nacionales, a la multiplicación de las empresas industriales y agrícolas, y al cosmopolismo, si así puede decirse, de la edad presente, no debe pasar olvidado, como tampoco quedar en incierto los intereses que protege. La soberanía del legislador está en verdad limitada por las fronteras: este principio, que no obsta a que los extranjeros entren, pasen y se establezcan en el territorio de una nación que no es la suya, a que ejerzan en ella su industria o su comercio, a que adquieran bienes, y a que sucedan, ya en virtud de disposición testamentaria, ya por llamamientos de la ley, con subordinación siempre a las restricciones que en cada caso se hallan establecidas por las legislaciones especiales de cada pueblo, está limitado por razones de conveniencia universal de todas las naciones. El derecho escrito es en verdad escaso por do quiera en disposiciones referentes a las personas, a los bienes y actos de los regnícolas en el extranjero y de los extranjeros en el reino; pero motivos de utilidad que ninguna nación ha desconocido, han hecho que en cada estado se dé a las leyes extranjeras efectos más o menos extensos, efectos que, escritos pocas veces en las leyes, han venido a formar, con la repetición de actos, la jurisprudencia de los tribunales.
Los principios de este derecho internacional, formulados por ilustres escritores, desenvueltos en gran parte por la práctica judicial, sancionados, aunque en menor escala, por algunos tratados entre las diferentes potencias de Europa y de América, y comenzados a escribir con timidez,y concisión en las leyes, van ya formando un derecho consuetudinario, que más pronto o más tarde concluirá por dominar en todas las naciones civilizadas. No será España la que más tarde en entrar en este camino: la historia de lo pasado es el pronóstico para lo futuro.
Cuando nuestra patria estaba fraccionada en pequeñas monarquías, y estas monarquías lo estaban por los estatutos, ya provinciales, ya municipales, por los fueros y por las costumbres; cuando en medio de este desconcierto general se empezaba a sentir la necesidad de fijar reglas para los conflictos ocasionados por dos o más legislaciones diversas, pero que la ciencia no había comprendido aún esta necesidad; cuando los grandes jurisconsultos de la escuela de Bolonia, sin conocer el vacío, dejaban al siglo siguiente y a Baldo y Bártolo la gloria de llevar la primera piedra a la ciencia del derecho internacional privado, D. Alfonso X, adelantándose a su época, fijaba como legislador los principios que hoy prevalecen en Europa.
Al renacer en España en este siglo el espíritu codificador que animó al Rey Sabio, las mismas han sido sus tendencias. En diferentes disposiciones del Gobierno, en el proyecto de Código civil, en la Ley vigente de Enjuiciamiento para los negocios civiles, ha predominado la idea de escribir en las leyes los principios que recomienda la ciencia y que van siendo práctica general de las naciones.
Fiel la comisión a estos antecedentes, que tiene también muy en cuenta en el proyecto de Ley de Enjuiciamiento criminal, en cuya redacción se ocupa, no ha creído que debía prescindir de ellos en la de hipotecas. Por esto propone que los títulos otorgados en país extranjero que tengan fuerza en España con arreglo a las leyes, y las ejecutorias pronunciadas por tribunales extranjeros, a que según lo prescrito en la Ley de Enjuiciamiento civil deban darse cumplimiento en España, se inscriban en el registro correspondiente, siempre que debieran inscribirse los mismos documentos si contuvieran actos celebrados o sentencias pronunciadas en el reino. La comisión confía en que si su propuesta merece la aprobación del Gobierno, resultará de ello el mismo o quizá mayor beneficio a los nacionales que a los extranjeros. De otro modo, todos los actos de comunicación o de transmisión de la propiedad o de constitución de un derecho real, verificados en el extranjero por extranjeros o regnícolas que se refieran a bienes sitos en España, aunque con arreglo a nuestras leyes fueran aquí válidos, no podrían inscribirse, ni aparecerían tampoco en el registro las incapacidades para enajenar, que obrando dentro de sus atribuciones y derechos indisputables, impusieran los tribunales extranjeros, conforme a las reglas del estatuto personal, por el que se gradúa la capacidad civil de las personas, a súbditos suyos que tuvieran en nuestro país bienes inmuebles, que siempre son regidos por el estatuto real, o lo que es lo mismo, por la ley del suelo en que se hallan.
Bienes que se reputan inmuebles para los efectos de la ley
No corresponde a la Ley de Hipotecas definir y clasificar las diferentes clases de bienes que comprende por regla general la división de estos en muebles y raíces. Pero no podía desentenderse la comisión de resolver algunas dudas con que en la práctica vendría a tropezarse: esta es la causa por qué debe dar algunas explicaciones. Sabido es que los oficios públicos enajenados de la Corona se equiparaban en la práctica a los bienes raíces, que sobre ellos se imponían censos, y que se los gravaba con hipotecas a ciencia y paciencia del legislador. Esto, que en los tiempos en que dominaban otras ideas no parecía extraño, en la actualidad sería un anacronismo. Cuando está universalmente reconocida la necesidad de que vuelvan al Estado todos los oficios públicos; cuando ya muchos de estos oficios han revertido a él; cuando para la supresión de otros pende sólo la cuestión del modo de indemnizar a sus dueños; cuando ya hay presentados a las Cortes proyectos de ley, proponiendo la reversión de los que aún subsisten, no parece propio de una ley nueva dar cabida a abusos injustificables, que partían de la ficción de que el desempeño de un oficio público era igual al derecho de propiedad en una finca, y que debía ser igualado a él en los efectos: unida esta consideración a la conveniencia de no aumentar las dificultades para la reversión de estos oficios a la Corona, de la que con tanto perjuicio del país fueron desmembrados, ha movido a la comisión a proponer que para los efectos de la ley no se consideren tales oficios como bienes inmuebles.
Menor dificultad se presenta respecto de las inscripciones de la Deuda pública, acciones de bancos y de compañías mercantiles. Desde luego aparece que cuando estos títulos o acciones son al portador, no pueden ser objeto de inscripción, porque tampoco lo son de endoso: en el terreno del derecho constituyente, parece que debe reputarse como dueño el que las posee y presenta, si las ha adquirido en forma legal, y su carácter distintivo está en que inmediatamente que se adquieran su propiedad quede prescrita de derecho, impidiendo que sobre ella pueda reclamarse. Los títulos o acciones nominativas no están a la verdad en el mismo caso; sólo el que legítimamente las adquiere del que es su dueño, tiene el verdadero dominio de ellas; y como a veces son la representación de derechos en bienes inmuebles, podría dudarse si realmente les correspondía esta clasificación. La comisión ha creído que la índole de las sociedades por acciones se opone a darles semejante carácter; cualesquiera que sean los objetos de las asociaciones, el carácter comercial prevalece en ellas: aglomerar las formalidades para su transmisión, es desnaturalizarlas. Podrán poseer bienes inmuebles; pero aunque por ser estos de la sociedad son de todos los socios en común, no puede en rigor decirse que están representados por las acciones: las acciones sólo representan una parte alícuota de todo el capital social, sin determinación de los bienes en que consiste, ya sean raíces, ya muebles, ya cosas incorporales.
Forma de la inscripción
¿Deberá trasladarse al registro copia literal de las escrituras de todos los actos traslativos de la propiedad y de los que la modifican, o solamente se pondrá en él un extracto de la escritura? En otros términos: ¿deberá adoptarse el principio de la transcripción o el de la inscripción? Nuestro derecho hasta ahora ha preferido la inscripción; no hubiera esto sido motivo suficiente para decidir a la comisión, si la inscripción no fuera bastante, a fin de dar a la propiedad, a los demás derechos en la cosa, a la contratación y al crédito, toda la firmeza que se busca al reformar la legislación antigua.
Las legislaciones modernas no están acordes respecto a este punto: unas transcriben, otras inscriben. La transcripción tiene las ventajas de representar con toda fidelidad el documento, de constituir dobles archivos que mutuamente se fiscalicen, de evitar los errores a que pueda dar lugar un extracto mal hecho, y de necesitar menos capacidad en los registradores. Al lado de estas ventajas tiene graves inconvenientes nacidos de la complicación y abultado volumen de las titulaciones, de la poca sencillez y presión de los formularios de las escrituras, que, aun dado caso que se reformaran desde luego, no podría remediarse el mal respecto a los títulos anteriores y sobre todo el de que en las enajenaciones y constitución de derechos reales de poco valor difícilmente compensaría los gastos que requiere. La comisión ha creído que la inscripción minuciosa que propone, las fórmulas concretas y comprensivas de todas las circunstancias que se han de hacer constar en los registros, los modelos que acompaña, y las precauciones que adopta para que no eluda la ley, satisfacen cumplidamente a las ventajas de la transcripción salvando sus inconvenientes.
En el sistema de la comisión no cabe fijar un término, dentro del cual se lleven al registro los títulos que para ser eficaces contra tercero, necesitan la inscripción. En el interés de los que adquieren un derecho está la adopción de las medidas necesarias para que no sea ilusorio: al que se descuida le debe perjudicar su negligencia, pero sólo cuando esta haya inducido a otro por error a contraer acerca de la misma cosa que dejó de inscribirse oportunamente. Fundada en estos principios, la comisión ha formulado un artículo en que se establece que, inscrito en el registro cualquier título traslativo del dominio, no pueda inscribirse ningún otro de fecha anterior, por el cual se trasmita o grave la propiedad del mismo inmueble. El que deja de inscribir el contrato anterior y da lugar a que el segundo se celebre e inscriba, no puede quejarse: la ley presume que renuncia su derecho en concurrencia con un tercero: este no debe por la incuria ajena ser perjudicado, perdiendo la cosa comprada, o minorándose su valor por cargas reales que no pudo conocer oportunamente.
No es extensivo esto a las hipotecas: la anterior no inscrita será postergada a la que de fecha más moderna se inscribió más pronto: aquí ya no existe peligro alguno; si la finca hipotecada basta para pagar a ambos, ninguno queda perjudicado; si no alcanza a tanto, el que inscribió primero será siempre el atendido con preferencia; si sólo se puede cubrir el crédito del primero que inscribió, este exclusivamente se aprovechará de la hipoteca.
Efectos de la inscripción
Ya queda expuesto anteriormente que el principio general de que los títulos que han dejado de inscribirse no perjudican a tercero, es una de las bases de la ley. La comisión, que lo ha admitido sin excepción, ha consignado como consecuencia indeclinable que debía tener fuerza aun contra los acreedores singularmente privilegiados. En esto ha reformado el antiguo derecho tan sólo en la parte que se refiere a las hipotecas, porque el privilegio nunca ha alcanzado a los demás derechos reales; ha sido únicamente una prelación entre acreedores, no extensiva a los que tenían ya adquirida la propiedad o cualquiera de sus desmembraciones. Otras innovaciones no menos trascendentales introduce el proyecto en el antiguo derecho respecto a las acciones rescisorias y resolutorias, las cuales, a no violarse el principio adoptado, no se pueden dar contra tercero ni en su perjuicio cuando no aparezca la causa de ellas en el registro.
Las innovaciones que con este motivo ha introducido la comisión, se refieren a la revocación de las donaciones, al retracto legal por causa de venta, a las rescisiones de las ventas por no haberse pagado el todo o parte del precio al comprador, y por haberse vendido y entregado a un segundo comprador lo vendido antes a otro, a las rescisiones por lesión enorme y enormísima, a la restitución in integrum, y a la rescisión de enajenaciones hechas en fraude de acreedores. Puntos son estos sobre los cuales es indispensable que la comisión dé algunas explicaciones.
Respecto a la revocación de las donaciones
Dista mucho de ser uniforme el derecho de las diferentes provincias de nuestro territorio respecto a la revocación de las donaciones. La legislación aragonesa declara irrevocables las que consisten en bienes raíces entregados con la debida solemnidad: la de Castilla, por el contrario, establece expresamente la revocación por las causas de ingratitud y de supervivencia de hijos: la de Cataluña, por costumbre elevada a derecho escrito, la admite sólo por la supervivencia de hijos, y esto después de la muerte del padre, y cuando es la donación de todos los bienes y perjudica a los legítimos; y la de Navarra en su silencio es suplida por el derecho romano, que establece terminantemente la revocación por ingratitud, y que da lugar a reñidas cuestiones entre los intérpretes respecto a la que tiene lugar por el nacimiento de los hijos posterior a la donación.
Se ve pues que la legislación más favorable a la revocación de las donaciones es la de Castilla, que adoptando una opinión más seguida en los siglos medios que en nuestros días, erigió en ley lo que opinaban algunos jurisconsultos, a saber: que el Derecho romano al establecer la revocación de las donaciones, refiriéndose especialmente a las relaciones entre los patronos y libertos, debía aplicarse como regla general a todos los casos que se presentaran, cualesquiera que fueran los donantes y donatarios. No cabe dentro de los límites a que tiene que circunscribirse el proyecto, borrar estas desigualdades: sólo al Código civil está reservada la nivelación; pero sí está la comisión en el deber de introducir una regla uniforme por lo que respecta a los derechos del tercer adquirente, que sin conocer ni poder inferir la condición rescisoria a que está sujeta la heredad, la recibe en virtud de un título traslativo de dominio, u obtiene sobre ella algún derecho real. Y esta regla sólo podía ser la de que no estando inscrita la condición rescisoria, no perjudicara a tercero, porque de otro modo quedaría falseado el sistema elegido.
En este punto sufrirán una reforma todas las legislaciones de la Península; no así en las relaciones en los donantes y adquirentes, respecto a los cuales quedará subsistente el antiguo derecho en lo que concierne a la acción personal, y aun también por lo tocante a la real, mientras que la cosa donada no haya pasado a manos de un tercer poseedor o no haya sido gravada con una carga real o con una hipoteca. No es esta reforma tan grave como a primera vista aparece, si se atiende a que son pocos los ejemplos que se presentan de revocación de donaciones por ingratitud o por superveniencia de hijos. Pero aún en el caso de que el proyecto pase a ser ley, podrán seguir gozando los donantes de los beneficios hasta aquí establecidos, sin más que expresar en las donaciones que estas quedarán revocadas en los casos referidos o en otros que estimen conveniente.
Conforme está en parte con lo que propone la comisión el proyecto del Código civil: este, después de limitar mucho en su extensión y efectos la revocación de las donaciones por la ingratitud del donatario, establece que cuando por esta causa sea revocada la donación, queden subsistentes las enajenaciones e hipotecas anteriores a la inscripción de la demanda de revocación en el registro de hipotecas, y que las posteriores sean anuladas. Sigue en este punto a la ley romana que lo estableció, y cuyos fundamentos son que al adquirente de buena fe no debe perjudicar el castigo justo que se impone a la ingratitud del donatario, que la traslación hecha por este da al tercero un derecho absoluto no sujeto a actos ajenos, y que en el hecho de no haber reclamado el donante, da una prueba de que ha remitido la ofensa. No es igual la decisión del proyecto del Código civil respecto al caso de revocación por la superveniencia de hijos; pero la comisión sin falsear su sistema no podía admitirla.
Respecto al retracto legal en las ventas
Tampoco podía admitir la comisión, que pasada la cosa a un tercer poseedor, hubiera lugar al retracto legal en la venta. El retracto convencional no necesita esta declaración, porque si la venta está inscrita en el registro, la condición resolutoria del contrato aparecerá también en él, y el retracto podrá verificarse sin dificultad alguna. Si no está inscrita la condición resolutoria, será porque no se haya expresado en el contrato, tal vez para burlar la ley; pero sea la omisión efecto de descuido o mala fe, sólo debe perjudicar a los negligentes y a los maliciosos, no al tercero que compra en la seguridad de que no existe semejante condición resolutoria. La dificultad, pues, sólo puede existir respecto al retracto gentilicio y al de comuneros bien lo sean en el dominio absoluto de la finca, o por estar divididos entre ellos el dominio directo y útil. No corresponde a la comisión examinar en esta exposición las ventajas o inconvenientes de semejantes clases de retractos: no tiene para qué recordar tampoco la censura de que son objeto, la odiosidad que en el sentido de sus mismos defensores tienen, la necesidad legal de interpretarlos siempre estrechamente, la opinión de uno de los Cuerpos colegisladores marcada muy significativamente respecto del retracto gentilicio, la omisión de este en el proyecto del Código civil, y la restricción grande que pone al de comuneros concediéndolo solamente en el caso de que se venda al extraño por uno de los condueños la cosa que no pueda dividirse cómodamente o sin menoscabo: tampoco le corresponde entrar en el examen de las legislaciones forales, en algunas de las cuales se da mucha mayor extensión a los retractos. Respetando lo existente tal como se halla, sólo propone reforma en la parte en que se opone a los principios de la ley que presenta. Por esto declara que el retracto legal por la venta no tenga fuerza contra el derecho de un tercero que haya inscrito su título; de otro modo, para ser consecuente, sería necesario admitir la regla del derecho aragonés, en virtud de la cual el comprador de una cosa sujeta a retracto no la puede vender dentro del término legal para retraer, lo que en último resultado vendría a convertir en derecho de tanteo el que es de retracto, y haría indispensable en todas las adquisiciones por título universal de cosas que procedieran de padres o de abuelos, la cláusula de que quedaban sujetas al retracto. En los términos cortos y fatales en que es permitido el retracto, pocas veces se presentará el caso de haberse hecho a un tercero la enajenación de la heredad sujeta a él, y que esta se haya inscrito en el registro; pero cuando ocurra, no debe disimular la comisión que se separa, ya que no del derecho escrito, de la jurisprudencia recibida por regla general, la cual, fundada en que el retracto nace inmediatamente de la ley, estima, que a imitación de las acciones reales, debe darse contra cualquiera poseedor a que pase la cosa durante todo el término concedido para retraer.
Al derecho de tanteo en las enfiteusis es extensivo lo que queda expuesto respecto al retracto legal por la venta. Pero la comisión no se cansa de repetirlo: esto sólo se entiende respecto de los terceros poseedores; nunca afecta a las relaciones entre el vendedor, el comprador primitivo y el retrayente o tanteante.
Por no haberse pagado el todo o parte del precio de la cosa vendida, si no consta de la inscripción haber sido aplazado el pago
Siempre que en la escritura de venta no aparece que está el precio por satisfacer total o parcialmente, nace la presunción legal de que íntegramente ha sido satisfecho. El tercero que compra o adquiere un derecho real sobre lo así vendido, si después se ve privado de ello, realmente es perjudicado por un hecho ajeno imputable al vendedor y al comprador, y sobre todo al primero, en cuyo interés está hacer que conste la falta de pago en la escritura y en el registro. Más justo es, pues, que el perjuicio recaiga sobre el que dio lugar a él, que sobre el que no pudo preverlo ni evitarlo, cuya buena fe no debe quedar burlada.
Por la doble venta de una misma cosa cuando alguna de las ventas no haya sido inscrita
Consecuencia es esto del principio expuesto al manifestar los motivos de las bases de la ley. Cuando se trata de los derechos de un tercero, sólo se entenderá trasmitido el dominio desde la inscripción, no desde la posesión, y menos desde el convenio. Admitido el principio, no pueden negarse sus corolarios rigurosos. Así lo establece también el proyecto de Código civil, ordenando que cuando el propietario enajena unos mismos bienes inmuebles a varias personas por actos distintos, pertenece la propiedad al adquirente que haya inscrito antes su título.
Por causa de lesión enorme y enormísima
El Fuero Juzgo dijo sucinta y genéricamente que ninguno podía deshacer la validez de la venta, fundándose en haber vendido la cosa en menos de su valor. El Fuero Real y las Partidas, no aceptando el derecho visigodo, al que siguieron los fueros municipales, sustituyeron a esta regla la romana, según la cual procedía la rescisión siempre que la lesión excediera de la mitad del justo precio. No sucedió lo mismo en Aragón, en donde rige la regla de que tanto es el valor de la cosa en cuanto se puede vender. Los códigos modernos establecen doctrinas diferentes, ya respecto a rechazar o admitir la rescisión por esta causa, ya acerca de si deberá limitarse al comprador o al vendedor, o ser extensiva a ambos, ya respecto a la cantidad que debe servir de tipo para graduar la lesión, ya respecto a si es o no renunciable este derecho, ya a sí ha de comprender los bienes inmuebles o circunscribirse solamente a los muebles, ya por último, respecto al tiempo en que puede ejercitarse el derecho de pedirla. En España está iniciada esta cuestión en sentido de negar que las enajenaciones sean rescindibles por lesión. El Código de comercio establece que las ventas mercantiles no se rescindan por lesión enorme o enormísima, y que sólo tenga lugar la repetición de daños y perjuicios contra el contratante que proceda con dolo en el contrato o en su cumplimiento. Es verdad que en las cosas muebles, y con especialidad en las que son objeto de contratación mercantil, hay motivos especiales que así lo aconsejan; pero los principios capitales en que se funda la abolición del antiguo derecho son aplicables igualmente a la propiedad inmueble. Por esto sin duda en el proyecto del Código civil se establece como regla general, si bien después se hacen determinadas excepciones, que ninguna obligación o convenio, se rescinda por lesión, aunque sea enormísima. Ni se contentaron los autores del proyecto con dejar de hacer mención de ella, lo que por sí solo bastaría para que no pudiera solicitarse ni acordarse; fueron más adelante: consignaron su opinión de un modo que no se pudiera atribuir su silencio a que no la hubieran tenido en cuenta: desecharon la rescisión por lesión en el precio, dejando escrita de un modo solemne la reprobación que les merecía. Los que buscan el equilibrio entre el valor de la cosa y el precio que por ella se da, hasta el punto de permitir la rescisión a título de lesiones, deben considerar que es inadmisible en las subastas públicas, a pesar de las grandes diferencias que hay a veces entre la tasación de las fincas y el precio en que se rematan, y que no debe considerarse ni inmoral ni falto de consentimiento el contrato otorgado privadamente entre particulares, cuando en iguales condiciones no lo es entre un particular y el Estado, o si se verifica con intervención de las autoridades judiciales, Mas la comisión, limitándose a lo que a la ley corresponde, no ha procedido a la reforma del derecho civil en este punto, sino sólo en cuanto se refiere a un tercer poseedor que tal vez haya pagado el precio verdadero de la cosa.
Por efecto de la restitución in integrum
La restitución in integrum concedida a los menores, a los incapacitados y a algunas personas jurídicas a quienes la ley ha creído que debía dispensar este beneficio, no está admitida en todo el territorio español. La legislación aragonesa la rechaza por completo, y los redactores del proyecto del Código civil, si bien no creyeron que debían extender a toda la Monarquía la ley aragonesa aboliendo la restitución, la limitaron mucho, no concediéndola más que a los menores e incapacitados, y nunca contra el poseedor extraño al contrato hecho en nombre de ellos, si bajo la salvaguardia de la ley había adquirido un derecho real. El beneficio de la restitución, dicen los redactores del proyecto, solamente tiene lugar contra el tercero que contrató con el tutor o curador, y no contra los ulteriores adquirentes, a no ser contra él que hubiere adquirido de mala fe; y como si esta limitación no les satisficiera bastante, añadieron que no gozarían los menores del beneficio de la restitución respecto a los daños que se les hubieran hecho en las capitulaciones matrimoniales celebradas con las solemnidades de derecho, ni en los convenios y actos del tutor o curador sobre los cuales hubiera recaído la aprobación judicial. La comisión cree que el beneficio de la restitución se convierte frecuentemente contra las personas a cuyo favor se ha introducido, haciendo más triste su condición, porque aminora su crédito, porque dejando en inciertos derechos legítimos, retrae de contratar con ellas a muchos que sin el privilegio no dejarían de hacerlo, y porque los mismos favorecidos o que creen serlo se ven obligados en su consecuencia a pasar por las exigencias de usureros, que compensan el riesgo a que se exponen con lo excesivo de la ganancia a que aspiran. Hoy es una verdad reconocida que los menores y los que a ellos en el derecho se equiparan, están abrumados con el peso de los beneficios que a manos llenas han querido dispensarles los legisladores. Llévese enhorabuena la protección hasta el punto adonde pueda llegarse sin perjudicarlos; pero que esta protección tenga por objeto impedir la superveniencia del mal; que por medios eficaces en este sentido se multipliquen los beneficios; pero que no se busque en acciones rescisorias, remedios por su índole extraordinarios, la anulación del crédito de los protegidos, ni se dé lugar a los efectos lamentables que son siempre su resultado; en una palabra, que la ley sea más previsora, siguiendo el adagio jurídico, según el cual, más vale precaver oportunamente el mal, que tratar de atajar sus consecuencias. Por estas consideraciones la comisión, circunscribiéndose a los límites indispensables del proyecto, y fiel a su pensamiento, niega el beneficio de la restitución para despojar de la propiedad o de cualquiera otro derecho en la cosa al tercer poseedor que la ha adquirido con buena fe, si ha sido ajeno al contrato en que se ha causado el perjuicio.
Por enajenaciones verificadas en fraude de los acreedores
Las leyes mismas que han establecido la revocación de las enajenaciones hechas en fraude de los acreedores, se han mostrado muy cuidadosas de restringir los efectos de semejante derogación de los principios que protegen el derecho de contratación. Limitando la acción de los acreedores al corto espacio de un año, estableciéndola para el caso en que las enajenaciones provengan de títulos meramente gratuitos, y solamente de los onerosos cuanto el adquirente es partícipe del engaño, exigiendo, no sólo que haya habido intención de defraudar, sino que la intención haya producido ese efecto, no admitiendo otra presunción de derecho para juzgar de la intención, que la de haber sido el deudor condenado a satisfacer deudas o a hacer entrega de sus bienes a los acreedores, dan a entender muy claramente la timidez y desconfianza con que procedía el legislador en esta delicada materia. En el proyecto de Código civil no podían menos de tomarse en cuenta los inconvenientes del derecho antiguo respecto a la inseguridad en que estaban los terceros poseedores de buena fe, y del peligro que corrían de verse despojados de lo que legítimamente hubieran adquirido. Así, al tratar de la rescisión de las obligaciones a instancia de los acreedores, se fijaron algunas reglas respecto a las cosas inmuebles, que han sido sustancialmente adoptadas por la comisión. Según estas reglas, las enajenaciones de bienes inmuebles a título oneroso pueden ser rescindidas siempre que la demanda de rescisión se haya anotado en el registro público antes de haberse inscrito el contrato de enajenación; también se rescinden, aunque no hayan sido inscritas antes de la demanda en el registro, si el adquirente obró dolosamente, salvo en este caso el derecho que un tercero haya adquirido entretanto con buena fe; y por último las enajenaciones a título gratuito hechas por el deudor en estado de insolvencia, son rescindidas como fraudulentas a instancia de los acreedores. La comisión ha seguido este ejemplo en la parte que cabía en el proyecto, proponiendo que la acción rescisoria por enajenación en fraude de acreedores no se dé en perjuicio de tercero que tenga inscrito el título de su derecho, a menos que la segunda enajenación sea a título gratuito, o que el tercero haya sido participante en el fraude. Ha ido más adelante aun, proponiendo que en estos casos el año establecido por la ley se cuente desde el día de la enajenación fraudulenta, corrigiendo en esto las Leyes de Partida, que lo contaban sólo desde el día en que los acreedores sabían la enajenación. La publicidad del registro en el que debe constar la enajenación hecha en fraude de los acreedores, el concederse la reducción del término solamente al que tiene inscrito su derecho, y la odiosidad de estos remedios rescisorios, motivo por el que han sido siempre de interpretación estrecha, explican la conducta de la comisión.
Para la claridad de la ley es menester fijar con precisión qué es lo que debe entenderse por enajenación a título gratuito, hacer aplicaciones prácticas de la definición, y declarar también quiénes deben ser considerados como participantes del fraude.
La comisión lo ha hecho en los términos que ha considerado más convenientes, y cree que su simple lectura bastará para que todos conozcan los motivos en que se fundan las disposiciones adoptadas: más que establecer derecho nuevo, puede decirse que en esta parte del proyecto se limita a formular lo que o antes estaba escrito en la ley sin concretarlo al caso actual, o lo que viene recibido como doctrina, e interpretado prácticamente por la jurisprudencia de los tribunales. Sin dar grandes dimensiones a esta exposición de motivos, no puede descenderse a otros pormenores.
Anotaciones preventivas
Ya deja la comisión expuestos los motivos que la han obligado a sustituir esta denominación a la antigua de hipotecas judiciales, y explicados los principios que respecto a ella prevalecen en el proyecto. Ahora le toca descender a algunas disposiciones particulares.
Por lo mismo que la hipoteca judicial no emana de la voluntad del dueño de la cosa hipotecada, debe restringirse la facultad de los particulares para pedirla y la del juez para decretarla. Sólo puede justificarse la coartación del derecho de propiedad cuando tenga por objeto la protección de otros derechos no menos atendibles, o la necesidad de adoptar precauciones que impidan al deudor o litigante hacer imposible en su día el cumplimiento de una sentencia ejecutoria, o constituirse en el caso de no tener bienes con que responder a las reclamaciones justas que contra él se dirijan.
Esto lo ha procurado hacer la comisión, señalando explícitamente los casos en que podrá tener lugar la anotación preventiva.
Pero además de las anotaciones preventivas que exige el curso de los procedimientos judiciales, se necesitan otras que tiendan a asegurar ciertos derechos reales ya existentes, pero que no se hallan en el caso de ser inscritos, bien porque no son aun definitivos, o bien porque su verdadera importancia no está aun determinada.
Este es el fundamento de las anotaciones preventivas a favor de los legatarios y de los acreedores refaccionarios.
Respecto al legatario. Desde luego puede comprenderse que la facultad de pedir la anotación preventiva sólo se debe dar al legatario que no tiene el derecho de provocar el juicio de testamentaría. El legatario de parte alícuota, más que legatario, puede considerarse como heredero; su condición es parecida en muchas cosas a la de este, y con el derecho que tiene de salvar sus legítimos intereses, impetrando la intervención de la autoridad judicial, está suficientemente garantido.
La protección de la Ley de Hipotecas sólo pues debe venir en auxilio del que carezca de aquel derecho. Cuando la cosa legada es determinada e inmueble con arreglo a los principios del derecho, la propiedad pasa al legatario desde el momento en que expira el testador, el heredero es el que tiene que entregarla, pero sin que por ello pueda decirse que ni un solo momento ha estado la cosa en su dominio. Esto supuesto, mientras llega el caso de que la tradición se verifique, justo es por lo menos que tenga derecho el dueño a impedir que la cosa se enajene a un tercero, que por tener inscrito un derecho y ser adquirente de buena fe, pueda después defenderse con éxito de la reivindicación. Lo que se dice del legatario de bienes inmuebles es aplicable por identidad de razón al legatario de créditos o pensiones, consignados sobre bienes raíces también, por que tiene sobre ellos un verdadero derecho real.
No es esta regla aplicable exactamente al legatario de género, aunque lo sea su espíritu. El legatario de género no tiene una acción real en virtud de la cual pueda reivindicar una cosa determinada de la herencia; tiene sólo una acción personal, por la cual puede obligar al heredero a que cumpla con la voluntad del testador; pero si bien esto es cierto, también lo es que nuestro derecho, adoptando la innovación introducida por el emperador Justiniano, ha constituido como garantía de la obligación personal del heredero una hipoteca tácita en todos los bienes hereditarios. Justo es pues que con una anotación preventiva ponga a salvo su derecho el legatario, ya lo sea de bienes muebles determinados, de género o de cantidad, ya de bienes inmuebles, de las dilapidaciones o fraudes de un heredero poco respetuoso a la memoria de su favorecedor. Mas esto debe entenderse sin perjuicio del que tenga un derecho preferente sobre cosa determinada. Por esto ha añadido la comisión que el legatario de género o cantidad no pueda exigir anotación sobre bienes inmuebles, legados especialmente a otro, lo que equivaldría a anular la transmisión en estos del dominio que la ley establece a su favor, y que después de obtenida la anotación tampoco tengan derecho a impedir que otro legatario obtenga igual beneficio dentro del plazo concedido a todos. Tiene aquí aplicación lo que respecto a la concurrencia de las anotaciones preventivas, llamadas hasta ahora hipotecas judiciales, queda expuesto anteriormente.
Este derecho no debe ser ilimitado; sólo debe durar el tiempo que los legatarios no tengan expedita la facultad de reclamar con éxito la cosa legada. Las leyes por justas causas establecen que mientras dure el tiempo otorgado para la formación del inventario, no puedan ser los herederos inquietados por los legatarios. Proteger a estos, principalmente mientras por otros medios más eficaces y directos no puedan obtener las mandas, es lo que hace el proyecto. Pero el término para formar el inventario no es siempre el mismo, ni con arreglo a la legislación actual ni según el proyecto del Código civil; según la legislación actual, porque ordena que para acogerse a su beneficio ha de comenzar dentro de los treinta días contados desde que los herederos sepan que lo son, y concluirse dentro de tres meses, estando en el mismo pueblo todos los bienes hereditarios, y dentro de un año si están en pueblos diferentes; según el nuevo proyecto, porque después de establecer que el inventario se principie a más tardar dentro de treinta días desde que expiró el término señalado para que asistan a su formación los acreedores y legatarios, ordena que se concluya dentro de otros sesenta.
Por esto la comisión creyó preferible establecer un término general para el solo efecto de poder pedir la anotación preventiva sobre cualesquiera bienes hereditarios, dejando después libre la facultad de reclamarla en todo tiempo sobre los bienes que subsistan; pero sin que la anotación surta efecto contra el que antes haya inscrito su derecho sobre los mismos bienes. De este modo, los que adquieren bienes inmuebles u otros derechos reales sobre la propiedad raíz hereditaria en los ciento ochenta días expresados, saben el peligro a que se exponen. Sí una anotación preventiva les daña, impútenselo a sí mismos, porque no debían ignorar que durante el tiempo que queda señalado, están sujetos a responder a los legatarios en lo que alcanzaren los bienes inmuebles que pertenecían a la herencia. Así se evitan fraudes por parte de los herederos, y se les da un estímulo para que cumplan cuanto antes la voluntad del testador, al mismo tiempo que se consulta al interés de los legatarios y al legítimo de los que después de expirar el plazo hayan adquiridos derechos reales. Mas estas anotaciones preventivas no tienen fuerza indefinidamente: el transcurso de un año bastará para quitársela, a no ser que ni aún entonces sea exigible el legado, en cuyo caso la anotación subsistirá en todo su vigor hasta dos meses después del día en que pueda exigirse. Fúndase esto en que el que tiene medios eficaces para conseguir el legado, y deja de hacerlo, no merece la protección que se dispensa al que de otro modo no puede mantener incólume su derecho.
Mas la ley no sería justa si al mismo tiempo que consulta los derechos de los legatarios, no lo hiciera también con los del heredero. Puede este apresurarse a cumplir la voluntad del finado; puede satisfacer también a los legatarios de un modo que sea útil para todos. Impedir que en estos casos el heredero inscriba las fincas a su favor antes del término de los ciento ochenta días, equivaldría a privarle, aunque temporalmente, del derecho de propiedad, o a considerarlo obligado con una hipoteca que ya no tiene objeto. Por esto el proyecto ordena que puede hacer a su favor la inscripción de los bienes hereditarios en el plazo referido, con tal que todos los legatarios renuncien previamente y en escritura pública a su derecho de anotación, o que en defecto de esta renuncia se notifique solemnemente a los legatarios con treinta días de anticipación la solicitud del heredero, para que durante este término puedan usar del derecho de anotación.
Respecto al refaccionario. Si digno es de ser considerado como hipotecario el crédito del que da su dinero para la construcción o reparación de un edificio, después de invertirse en la obra toda la cantidad convenida, aun en el caso de que expresamente no se haya pactado la hipoteca, digno es también de ser considerado como hipotecario por las cantidades que parcialmente vaya anticipando mientras dure la edificación, concediéndole al efecto el derecho de exigir una anotación preventiva sobre la finca refaccionada por las cantidades que hubiere anticipado.
Mas respecto a esta hipoteca, tan privilegiada en nuestro derecho actual, ha tenido la comisión que entrar en algunas consideraciones. Justo es que los acreedores refaccionarios tengan una hipoteca sobre la finca que tal vez deba sólo su existencia y casi siempre su mayor valor a las construcciones hechas con el dinero tomado a préstamo para su reparación; pero no es tan justificable el privilegio que les da la ley de ser antepuestos a todos los demás acreedores hipotecarios más antiguos, exceptuando al fisco y a la mujer por lo que a la dote se refiere, los cuales gozando de igual privilegio, guardan entre sí el orden de antigüedad. Proviene de aquí que cuando concurren varios acreedores refaccionarios, sean satisfechos por orden inverso, comenzando por los más modernos, preferencia que se funda en el beneficio que a todos produce la conservación de la cosa que se supone debida al último acreedor. No es tan aceptable esta regla como aparece a primera vista. Su resultado puede ser, que los acreedores hipotecarios anteriores pierdan por completo su derecho por reparaciones que tal vez no sean necesarias ni útiles, sino hechas indiscretamente, quizá por capricho y sin la intervención de los que se ven privados de su derecho por una preferencia fundada en la presunción de que les es provechoso lo que en realidad les trae perjuicios irreparables. Justo indudablemente es que su hipoteca sea preferida a cualquiera otra más antigua por el mayor valor que la finca reciba en virtud de las nuevas construcciones, pero quedando subsistente el derecho de los acreedores anteriores por un valor igual al que realmente tenía al emprenderse la reparación. En esto se funda la comisión para proponer que el acreedor refaccionario sea considerado como hipotecario legal respecto a lo que exceda el valor de la finca al de las obligaciones anteriores reales que están inscritas, y en todo caso respecto a la diferencia entre el precio dado a la misma finca antes de las obras y el que alcance en su enajenación judicial. Mas para esto es necesario, o bien que los acreedores hipotecarios anteriores convengan unánimemente y de un modo solemne tanto en lo tocante al valor de la finca antes de empezar las obras, como sobre el objeto y necesidad o utilidad de la refacción, o que el Juez, con citación de ellos, haga constar su valor. De este modo se da garantía bastante a los acreedores antiguos y a los refaccionarios.
Títulos que pueden anotarse preventivamente
El registro debe contener las obligaciones que produzcan derechos reales cuyos títulos tengan valor jurídico, no aquellos a que las leyes niegan fuerza coactiva. Cuando se presenta a la inscripción un título de esta clase, no debe el registrador anotarlo preventivamente. Pero como la falta de que el título adolezca puede ser subsanable o insubsanable, deben ser diversas las resoluciones que en uno u otro caso se adopten en el proyecto.
Si conceptúa el registrador como insubsanable la falta, sería injusto, en el supuesto de ser equivocada su apreciación, que se siguiera de ello perjuicio al que fue oportunamente a inscribir un título válido: lo sería también que el errado concepto del registrador se convirtiera en daño, de, un adquirente o de un acreedor hipotecario, que ignorando la cuestión pendiente y observando que en el registro no había ninguna inscripción ni anotación, adquiriera un derecho real sobre la finca. Para obviar estas dificultades propone la comisión que en tales casos se ponga una nota marginal al asiento de la presentación, en que concisamente se exprese el motivo de haberse negado la inscripción o la anotación. Esta nota marginal, que será una saludable advertencia a cuantos vean el asiento y que bastará para que conozcan los peligros a que puede llevarlos cualquier contrato, que piensen celebrar, sólo surtirá efecto por el espacio de treinta días, durante cuyo término el quejoso de la calificación hecha por el registrador podrá acudir a los tribunales pidiendo la declaración de validez, y solicitando al propio tiempo que se tome anotación preventiva de la demanda, retrotrayéndose el efecto de esta a la fecha del asiento de presentación.
Mas cuando los títulos que se llevan a la inscripción sólo tienen defectos subsanables, entonces, al paso que una anotación preventiva pondrá a todos al corriente del verdadero estado de la finca, el que presente el título defectuoso encontrará la garantía de su derecho en el documento que podrá exigir al registrador para hacer constar en todo tiempo si había o no pendiente de inscripción otros títulos relativos al mismo inmueble, y cuales eran estos al tiempo de hacer la anotación. Esta anotación sólo tiene carácter interino: a los interesados les corresponde subsanar el defecto y poner su derecho a cubierto de toda objeción justa: al efecto se les señala el término de sesenta días, que podrá, cuando concurran ciertas causas, prorrogarse hasta ciento sesenta por la autoridad judicial. El que se descuida o desprecia el precepto legal, queda castigado con la caducidad de la anotación.
Efecto de las anotaciones preventivas
Expuestos quedan ya los efectos de las anotaciones preventivas, cuando siendo el resultado de una providencia judicial, tengan el carácter de transitorias para asegurar las consecuencias de un juicio. Fuera de estos casos, las anotaciones preventivas son precursoras de la inscripción y hacen que esta surta su efecto desde la fecha que llevan. La razón de la diferencia salta a la vista: en los casos en que sólo se trata de asegurar para su día el cumplimiento de la cosa juzgada, no puede decirse con justicia que por la providencia judicial, que sólo tiene carácter de preventiva, se cambia la índole de la obligación, ni que de simple se convierta en hipotecaria, ni que hace peor la condición de los acreedores que están en idéntica circunstancia, ni que destruye el orden de prelación de los créditos hipotecarios que se halla establecida por las leyes; pero las demás anotaciones preventivas son un verdadero derecho hipotecario constituido en virtual de la ley y ejercitado por el acreedor, si bien por las dudas a que dan lugar los títulos presentados o por circunstancias transitorias no han llegado aun a la inscripción.
De la extinción de las inscripciones y anotaciones preventivas
Las disposiciones adoptadas respecto a la extinción de inscripciones y anotaciones preventivas no presentan tanta dificultad como las que se comprenden en otros títulos del proyecto, porque no introducen cambios tan profundos en nuestro derecho civil. Su simple lectura basta para que se conozcan las razones que ha tenido la comisión para formularlas, tanto en lo que toca a la cancelación total como a la parcial. El principio dominante en toda esta materia es que las inscripciones no se extinguen en cuanto a tercero, sino por su cancelación o por la inscripción de transferencia del dominio o del derecho real inscrito: que las anotaciones preventivas, no sólo se cancelan por la extinción del derecho anotado, sino también cuando se conviene en escritura o se dispone por providencia judicial convertirlas en inscripciones definitivas, y por último, que la cancelación de las inscripciones o anotaciones preventivas no extingue por su propia virtud, en cuanto a las partes, los derechos inscritos a que afectan, surtiendo todos sus efectos en cuanto a terceros que después hayan adquirido o inscrito algún derecho. Estas reglas sólo son una consecuencia de los principios adoptados por la comisión, y que dominan en todo el proyecto. Las medidas que se establecen para evitar fraudes, las causas de nulidad o de anulación de las cancelaciones, las atribuciones de los registradores para calificar la legalidad de las formas externas; la capacidad de los otorgantes y la competencia de los jueces para ordenar que se cancele la inscripción o anotación en virtud de despacho firmado por otro juez, las autoridades judiciales a que corresponde el conocimiento de las diversas materias en este título comprendidas, cuando es necesaria su intervención, y las formas de proceder en las diferencias que se susciten, son puntos de que la comisión no podía desentenderse, y en que ha procurado conciliar la sencillez con la claridad, huyendo del escollo, no siempre evitable con facilidad, de que el proyecto incurra en el vicio de casuístico.
Pero la extinción de ciertas anotaciones exige que consagre la comisión algunas líneas para explicar su pensamiento. Esto sucede en las que se refieren a los legatarios y a los refaccionarios.
Respecto a los legatarios. Ya queda antes dicho, que la anotación preventiva para garantir el legado que no es de especie, caduca al año de su fecha, y que si al vencimiento no es aun exigible el legado, se considera subsistente la anotación hasta dos meses después del día en que debe exigirse. Pero como sucede a veces que antes de extinguirse la anotación se haga ineficaz, porque aparezca, o bien que la cosa anotada no era hereditaria, o bien que estaba gravada con otras cargas que antes se ignoraban, o por cualquiera otro motivo, pero dando siempre por resultado que deje de ser una verdadera garantía, de aquí que para no eludir el derecho de hipoteca que nuestras leyes actuales conceden al legatario, se le dé facultad para exigir que constituya la anotación sobre otros bienes de la herencia que puedan admitir el gravamen a que se los sujeta.
Mas la garantía de la anotación preventiva, que por regla general basta a los legatarios, no sería suficiente en aquellos casos en que la obligación de la persona gravada no se puede extinguir entregando la cosa o la especie legada, sino que es de tracto sucesivo, y que por lo tanto, necesita una seguridad más permanente que la transitoria que da la anotación preventiva. A esta clase de legados pertenecen los que consisten en pensiones o rentas periódicas impuestas por el testador a cargo de alguno de los herederos o legatarios. Si el testador declara su voluntad de que esta obligación sea personal, no habrá sin duda derecho en el agraciado para exigir ninguna otra garantía. Pero si nada dijo el testador, justo es que la anotación que pudo obtener el legatario dentro del plazo de los ciento ochenta días, se convierta en el derecho de obtener una hipoteca, bien sobre los mismos bienes anotados, o bien sobre otros adjudicados al que haya de pagar la pensión, y que esto tenga lugar, tanto respecto al que obtuvo anotación preventiva, como al que teniendo derecho a obtenerla fue menos exigente con el heredero o con el legatario, si bien en este último caso sólo debe surtir efecto la anotación desde su fecha.
¿Y a quién debe corresponder la elección de las fincas que han de darse en garantía? Sólo al gravado con la renta o la pensión: el derecho del pensionista no debe extenderse más que a obtener seguridad de que no haciéndose el pago a los respectivos vencimientos, haya de existir una finca bastante para que pueda hacerse eficaz la obligación a su favor constituida; sólo tendrá derecho para pedir que se complete la hipoteca en el caso de que los primeros bienes gravados con ella fueren insuficientes para garantir su legado.
Respecto al refaccionario. La anotación preventiva que obtiene el refaccionario para que sucesivamente consten en el registro sus anticipaciones, no tiene tampoco carácter permanente, sino sólo provisional, hasta que llega el caso de poder totalizar su crédito y formalizar la hipoteca que le corresponde sobre los bienes refaccionados. En esto se funda el proyecto para establecer que la anotación caducará a los sesenta días de concluida la obra que haya sido objeto de la refacción, pero dejando al acreedor el derecho de convertir la anotación en inscripción, si no está entonces aun pagado el crédito por completo. No podía la comisión omitir aquí la clase de juicio que debe seguirse para dirimir las contiendas suscitadas entre acreedores y deudores sobre la liquidación del crédito refaccionario y sobre la constitución de la hipoteca; y es claro que tratándose de la declaración de derechos, la forma elegida sólo podía ser la del juicio ordinario.
De las hipotecas
Al tratar especialmente de las hipotecas, ha creído la comisión que debía ante todo escribir una vez más en las leyes, que la hipoteca es un verdadero derecho real adherido al cumplimiento de las obligaciones a que sirve de garantía y que se sigue siempre a la cosa hipotecada, cualesquiera que sean las manos a que pase, y a pesar de los cambios que ocurran en la propiedad que grave. Con la consignación de este principio, implícitamente se aprueba la opinión de los que sostienen que en el caso de que la cosa hipotecada haya pasado a un tercer poseedor, puede este, cuando sea demandado, exigir y obtener que el demandante persiga por acción personal al que con él se obligó, y que sólo cuando hecha excusión de sus bienes, resulte insolvencia, tenga derecho a reclamar por la acción real hipotecaria contra el poseedor de la cosa hipotecada. Así se ha dado nueva sanción al derecho antiguo que siempre ha proclamado estos principios, si bien no siempre han sido llevados a sus indeclinables consecuencias. Después de estos principios, que son la base cardinal de las disposiciones que a la hipoteca se refieren, la comisión, para quitar algunas dudas y para fijar de un modo claro y terminante la diferencia entre la prenda y la hipoteca, establece que sólo podrán ser hipotecados los bienes inmuebles y los derechos reales impuestos sobre ellos que sean enajenables, gravando así la anfibología que en las leyes y en la práctica existe respecto al uso poco preciso de estas palabras. En ello no ha hecho más que fijar la tecnología legal. Pero no siempre la constitución de hipotecas se presenta de fácil apreciación: puede dudarse hasta qué punto sean o no hipotecables ciertos derechos, y hasta dónde son extensivos los efectos de la hipoteca. Esto da lugar a que la comisión haya introducido en unos casos restricciones a la extensión de las hipotecas, y declarado que otros derechos no pueden ser hipotecados.
Hipotecas cuyos efectos están restringidos en el proyecto
La primera restricción que el proyecto establece se refiere al que hipoteca el edificio que ha construido en suelo ajeno. El principio de que el edificio como accesorio cede al suelo, que es lo principal, se aplica de diferente modo, atendida la buena o mala fe del edificante, o los convenios que pueda haber entre el que es dueño de la superficie y el que lo es del alzado. Sin resolver cuestiones ajenas a una Ley especial de Hipotecas, no podría la comisión entrar en tales apreciaciones; pero no debía dejar de consignar el principio de que la hipoteca del edificio construido en suelo ajeno no modifica en nada el derecho común, ni hace de peor condición al dueño del solar, sino que se extiende limitado siempre por la voluntad del hipotecante y del acreedor hipotecario al derecho que aquel tiene, como lo exigen la moral, la buena fe y el respeto que debe tenerse en todos los contratos a los derechos que existen al celebrarlos. Pasar de aquí sería autorizar al edificante a que con un hecho suyo pudiera perjudicar gravemente al dueño del terreno, que es el que tiene la presunción de serlo también del edificio.
En los mismos principios del derecho común se funda lo que propone la comisión respecto a la extensión de la hipoteca constituida por el usufructuario. Regla general es que el usufructuario no pueda enajenar ni la cosa de que no es dueño, ni el mismo derecho de usufructo, que como personalísimo, no es comunicable ni transmisible, dependiendo por lo tanto la duración de la servidumbre, de la vida del usufructuario o de otra limitación que se haya prefijado; pero puede enajenar los frutos que le han de corresponder mientras exista la servidumbre. Consecuencia de esto es, que la hipoteca quede extinguida, concluido el usufructo por un hecho ajeno a la voluntad del usufructuario. Mas no debe parar perjuicio al acreedor hipotecario la conclusión de la hipoteca por actos que, o no se desprendan de la naturaleza misma de esta servidumbre personal, o de un pacto ajeno a su constitución, porque de otro modo quedaría al arbitrio del usufructuario la suerte del derecho del acreedor.
No se deriva tan inmediatamente del derecho escrito la extensión que la comisión propone de la hipoteca constituida sobre la mera propiedad al usufructo, si este se consolida con ella en la persona del propietario, a no haberse pactado otra cosa. Fúndase lo que aquí se propone en la presunción de la voluntad de los otorgantes, que a estar animados de otras intenciones, tendrán cuidado de expresar en la constitución de la hipoteca que siempre ha de extenderse limitada a la mera propiedad. Y esto, lejos de ser perjudicial, puede traer también ventajas al deudor, que tal vez conseguirá así que contento el acreedor con dirigir su acción contra los frutos, no pida ejecutivamente la venta de la finca.
No es menos importante que esta declaración la que hace el proyecto respecto a las nuevas hipotecas sobre los bienes que están ya hipotecados, aunque exista el pacto de no volverlos a hipotecar, o lo que es lo mismo en el lenguaje del foro, el pacto prohibitorio de ulteriores hipotecas. Semejante convención es absolutamente inútil para el primer acreedor, porque además de no dar mayor firmeza a la seguridad de lo que se estipula, en nada perjudica al crédito que ha inscrito, pues que ninguno de los hipotecarios posteriores puede anteponerse a él para la realización de lo que se le debe. Sólo es una condición onerosa, que no debe tener fuerza civil obligatoria por carecer de objeto, por disminuir innecesariamente sin justicia y sin explicación posible el crédito territorial, y por parecer más que como garantía, una exigencia exorbitante, arrancada a la situación angustiosa en que en momentos dados pueda hallarse el propietario. El no haberse prescrito en las leyes actuales la ineficacia de este pacto, podrá ser efecto, ya de que no prestó el legislador a la importante materia de las hipotecas tanta atención como exigen hoy las necesidades de la época, ya porque limitándose a considerarla sólo respecto a la seguridad del acreedor, y aun esto de un modo imperfecto, se desentendió absolutamente de dar extensión al crédito territorial, que es una de las causas principales que hacen necesaria la reforma emprendida. Faltando, pues, toda justificación racional a la prohibición de hipotecar impuesta por el acreedor, debe desaparecer por la misma razón que dejan de ser obligatorios otros pactos, cuya injusticia aparece evidentemente en sentir de los legisladores. Pero es necesario que la ineficacia de semejante pacto esté en la ley, porque la duda de que, considerándolo lícito, pudiera producir efecto, bastaría para retraer a algunos que mirando la finca como suficiente a cubrir cargas e hipotecas sobre las antiguas a que está afecta, se hallaran dispuestos a hacer nuevos préstamos sobre ella.
El proyecto contiene otras restricciones que no necesitan fundarse detenidamente para que aparezcan sus motivos. A esta clase corresponden: en la hipoteca de los derechos reales de superficie, pastos, leñas y otros semejantes, la de que siempre queden a salvo los derechos de los partícipes de la propiedad, doctrina conforme a los principios generales del derecho, y aun sin sanción expresa, sin duda prevalecería en la práctica: en la hipoteca de los ferrocarriles, canales, puentes y demás obras destinadas al servicio público, cuya explotación haya concedido al Gobierno por diez o más años, la restricción de que dependa la hipoteca de la resolución del derecho del concesionario, porque nadie puede traspasar a otro más derechos que los que él mismo tiene.
El derecho de hipoteca, como los demás derechos reales enajenables, es susceptible de ser hipotecado. Aunque sin una declaración expresa del proyecto esto se sobreentendería, la comisión ha creído que debía consignarlo par evitar dudas y para fijar también la extensión de los derechos del acreedor hipotecario. La regla en que acaba de fundarse la comisión de que nadie pueda conceder a otro más derechos en la cosa que los que él mismo tiene, hace que no esté en las facultades del acreedor primitivo dar al subhipotecario un derecho más extenso que el suyo en la cosa hipotecada: así, si el deudor antiguo satisface la deuda, la hipoteca y la subhipoteca desaparecen simultáneamente. De otro modo acontecería que un acto ajeno al dueño de la cosa viniera a hacer más grave su situación, y que la hipoteca constituida sobre otra hipoteca, esto es, sobre una cosa incorporal, sobre un derecho, se convirtiera en una hipoteca constituida directa e inmediatamente sobre una cosa corporal, sobre una propiedad inmueble. Por esto propone la comisión que las subhipotecas pendan de la resolución de la hipoteca sobre que se hayan constituido. No sucede lo mismo si el que paga es el segundo deudor, o lo que es igual, el subhipotecario, porque entonces, quedando extinguida la última hipoteca, subsiste la primera que tenia existencia por sí misma.
Mas la autorización para subhipotecar, que no presenta ningún inconveniente respecto a las hipotecas voluntarias, no puede admitirse en las legales. En estas se trata de la protección de personas jurídicas o desvalidas, o de intereses a que el derecho dispensa una protección más directa para que no sean perjudicados. Dar facultad para que las personas así protegidas, y que por regla general no tienen capacidad para contraer, pudieran subhipotecar, equivaldría a destruir la hipoteca legal a favor de ellos constituida. El legislador no podría hacer esto sin destruir su propia obra, sin ponerse en contradicción con los antiguos principios en el acto mismo de proclamarlos de nuevo.
Aunque no cabe al parecer duda de que la prohibición de hipotecar, impuesta a los que no tienen la libre disposición de sus bienes, está limitada a los casos en que no se observen las formalidades que la ley establece para que se verifique su enajenación, la comisión ha creído que debía repetirlo, tanto para evitar que naciera la interpretación equivocada de que no debía en este punto seguir la hipoteca las reglas de la enajenación, como para no dar por su silencio lugar a que se suscitaran dudas peligrosas y funestamente perjudiciales a los que no tienen la libre disposición de sus bienes, acerca de si será lícito constituir hipotecas sobre las fincas que tal vez sin este recurso tendrían que ser necesariamente enajenadas.
Bienes que no pueden hipotecarse
Al exponer lo que se comprende por bienes inmuebles para los efectos del proyecto, queda ya consignado que ni los oficios públicos ni los títulos de la deuda del Estado, de las provincias o de los pueblos, ni las obligaciones y acciones de Bancos, empresas y compañía de cualquiera clase, se consideran como bienes raíces, a lo que es consiguiente que tampoco puedan constituir una hipoteca. Pero hay algunos casos en que bienes que tienen el carácter de inmuebles, no deben ser objeto de hipoteca por razones especiales de que no puede desentenderse la ley.
A esta clase pertenecen en primer lugar los frutos y rentas pendientes, que sólo pueden ser hipotecados en unión del predio que los produce. Los árboles en pié, los frutos mientras no están separados del suelo que los produce, son por su naturaleza bienes inmuebles y siguen la condición de la tierra en que se hallan. Como adheridos a la finca y como parte de ella, pueden sin duda ser hipotecados, pero no independientemente del suelo en que arraigan, porque separados de él, son ya bienes muebles, y como tales, incapaces de hipoteca.
Lo mismo debe decirse de los objetos muebles colocados permanentemente en los edificios, bien para su adorno o comodidad, o bien para el servicio de alguna industria. En tanto pueden ser hipotecados, en cuanto lo sean los edificios de que forman parte. A la razón de que, considerados aisladamente, no son bienes raíces, sino muebles, se agrega otra importantísima, la de que no son enajenados con arreglo a las leyes de Partida, que de este modo se propusieron evitar demoliciones de edificios, e impedir actos que a veces más podrían considerarse como de un vandalismo grosero, que como verificados bajo la protección tutelar de las leyes. Ver en efecto que para pagar a un acreedor no se pone en venta la casa, sino que se empieza por quitar las tejas que la cubren o las vigas que forman la techumbre, sin otro objeto que el de sacar los materiales a la venta, sería repugnante e indigno de un pueblo civilizado.
Razones de otra clase aconsejan que no pueda ser objeto de hipoteca el derecho real en cosas que aunque se deban poseer, no están aún inscritas a favor del que tenga derecho a poseerlas. El heredero por la muerte del testador entra a ocupar su lugar, es la continuación jurídica de su persona; pero aunque por una ficción de la ley se entiende traspasado a él el dominio de los bienes hereditarios, esta transmisión depende del hecho de la aceptación, de que las cosas no se hayan legado determinadamente a alguno, y de la inscripción según los principios del proyecto, cuando se trata de perjuicios que puedan resultar a un tercero. La retroacción de la aceptación al tiempo en que se verificó la muerte de la persona de cuya sucesión se trata, lo mismo que la consideración de que la hora en que el testador ordenó su última voluntad y la de la muerte son una misma, aunque ficciones legales que traen importantes y útiles consecuencias en el derecho, no pueden exagerarse llevándolas a diferente propósito que aquel para que han sido introducidas.
Hay más: necesario era que la Ley de Hipotecas se pusiera en relación con la civil, que repugna especialmente respecto a sucesiones la enajenación de la esperanza de los que tienen la presunción de suceder a persona determinada; medida justa y profundamente moral, cuyo fundamento explica el legislador de las Partidas en estos términos: porque los compradores de tal esperanza o de tal derecho non hayan razón de se trabajar de muerte de aquellos cuyos son los bienes por cobdicia de los aver. Lo que se dice de los derechos hereditarios, es aplicable, aunque no con tanto motivo, a todos los demás títulos de adquirir los derechos reales.
Más perceptible es a primera vista la razón que la comisión ha tenido para proponer que las servidumbres reales no puedan hipotecarse, a no ser justamente con el predio dominante. Lo que no puede enajenarse aisladamente, como sucede con estas servidumbres, tampoco puede ser objeto de hipoteca: una y otra prohibición se fundan en el principio de que en tanto hay servidumbre real, en cuanto hay predio en cuya utilidad esté constituida. El Derecho romano así lo estableció expresamente respecto a las servidumbres de los predios urbanos, y aunque admitió la posibilidad de hipotecar las servidumbres de predios rústicos, dando fuerza al pacto en que se constituían en favor de un acreedor, mientras no fuese pagado, esta servidumbre sólo podía constituirse en favor del que tenia un predio inmediato, y si al cumplir el plazo el deudor no pagaba, la enajenación podía hacerse únicamente a favor de quien tuviera también un predio vecino. De aquí se infiere que aun dentro de este sistema, la servidumbre nunca podía hipotecarse aisladamente, porque tampoco aisladamente podía constituirse, sino con relación siempre a un predio dominante, viniendo a ser un derecho que duraba temporalmente y dependía de la condición resolutoria puesta a su concesión. No puede estar comprendida en esta regla general la servidumbre de aguas. En esto se ha limitado la comisión a poner en armonía el proyecto con las prescripciones de las Partidas, que después de establecer el principio de que la servidumbre real es inalienable sin el predio dominante, desentendiéndose de la cuestión antigua entre los Sabinianos y Proculeyanos, de la decisión dada por el emperador Justiniano, y de las dudas que podía ocasionar su inteligencia verdadera, establecieron de un modo terminante como excepción que la servidumbre de agua que naciese de una heredad y regase otra, pudiera, después de llegar al predio sirviente, cederse para regar campo o viñas cercanos. Esto no es constituir una servidumbre sobre otra servidumbre, sino ceder el dueño del predio dominante una parte de agua que ya es suya desde el momento en que llegó a su destino.
Usufructo constituido por la ley
Al referir las cosas que pueden hipotecarse, aunque con restricciones, se comprende el derecho de percibir los frutos en el usufructo. Esta regla, aunque tiene cierto carácter de general, no debe ser extensiva a los usufructos constituidos por el legislador. En este caso se halla el concedido por las leyes o fueros especiales a los padres o madres sobre los bienes de sus hijos, y al cónyuge superviviente sobre los del difunto. No debe permitirse a los así favorecidos que recibiendo anticipaciones sobre lo que se les da sólo en concepto de jefes de familia para la manutención de toda ella, se constituyan en el caso de no poder satisfacer esta obligación, ni que consuma la viuda prematuramente lo que se le concede consultando al decoro y a la buena memoria de la persona a que estuvo unida en vínculo conyugal. Parecida es la condición de estos a la de los alimentistas que lo son por condiciones nacidas de relaciones de familia, cuyo derecho ni es enajenable, ni admite compensación, ni puede ser objeto de renuncia, ni sujetarse a embargo; prohibiciones cuyo objeto es que no se vea eludida la intención del legislador al crear el derecho e imponer la obligación de dar alimentos. Es verdad que esto no se halla ordenado de modo expreso por nuestras leyes actuales; pero lo está en su espíritu, interpretado fielmente por la práctica. En este espíritu de nuestro derecho se funda la Ley de Enjuiciamiento civil al ordenar que cuando haya que hacer ejecutivamente pago a acreedores, no se embarguen los sueldos o pensiones sino en la parte que supone que no es absolutamente indispensable para cubrir los alimentos.
Uso y habitacion
No es aplicable al uso lo expuesto respecto al usufructo. Con sólo considerar que el derecho del usuario está tan limitado por las leyes de Partida, que no le es lícito arrendar, y lo que es más, ni conceder el uso gratuito de la cosa, y por lo tanto, mucho menos enajenar el derecho que le corresponde, claro es que no puede tener la facultad de hipotecar ni la cosa ni su uso. Lo mismo debe decirse de la habitación, en que, si bien está autorizado el que la tiene constituida a su favor para arrendar la morada en que consiste, nunca puede enajenar su derecho, y por lo tanto, tampoco hipotecarlo.
Otras prohibiciones
Otras clases de prohibiciones hay en el proyecto que fácilmente se comprenden: la de los bienes vendidos con pacto de retroventa, mientras la venta no quede irrevocablemente consumada o resuelta, porque hasta entonces, aunque el comprador tiene el dominio de lo vendido, este dominio es revocable; la de las minas, mientras no se haya obtenido el título de la concesión definitiva, porque hasta entonces no hay dominio; y esto, aún en el caso de que estén situadas en terreno propio, pues que el que es dueño de la superficie no lo es del subsuelo, a no ser que haya obtenido del Estado su propiedad por consecuencia de haberla adquirido con arreglo a las prescripciones de la ley de minería; las cosas litigiosas, porque mientras está en tela de juicio el dominio de una finca, no puede considerarse a ninguno de los contendientes con derecho ni para enajenarla ni para hipotecarla. Respecto a los bienes que por contrato o última voluntad están sujetos a condiciones resolutorias, es aplicable en parte lo que queda expuesto acerca de los vendidos con cláusula de retroventa, y en parte lo establecido sobre el usufructo, porque reúnen las dos condiciones de ser revocable el dominio y de corresponder entre tanto todo el producto de los bienes al que los posee, mientras no sea una realidad el suceso incierto a que la condición se refiere.
No es esta condición igual al pacto de retroventa, porque en este se fija un tiempo dentro del cual se ha de usar del derecho de retraer, tiempo que ha de llegar, lo que no sucede en el caso de la condición, la cual hace incierta la resolución del dominio. Sin embargo, no es inflexible el proyecto en este punto; como que la prohibición de hipotecar está introducida sólo a favor de aquel a quien en su caso puede aprovechar la condición resolutoria y a cada uno es lícito renunciar al derecho a su favor constituido, se permite la hipoteca con el expreso consentimiento de este, cuando tiene capacidad civil para obligarse. Lo mismo se establece cuando el cumplimiento de la obligación depende exclusivamente de la voluntad del que posee los bienes que se hipotecan, porque entonces hay la presunción de que no llegará el caso de cumplirse la condición resolutoria. Mas si subsistiendo la hipoteca, el deudor hiciere o dejare de hacer aquello de que depende la existencia de su derecho, la obligación perderá el carácter de hipotecaria, quedará reducida a la clase de común, y se extinguirá el derecho en la cosa, si bien además de la responsabilidad civil que pese sobre el deudor habrá lugar a una acción criminal si ha obrado con fraude y perpetrado alguno de los hechos que caen bajo las prescripciones del Código penal. Ni podrá quejarse en este caso el acreedor que no ignoraba que al prestar con semejante garantía tenía que confiar más bien que en la seguridad que le inspiraba la hipoteca, en el conocimiento de las circunstancias, probidad y buena fe de aquel a quien prestaba y en la garantía personal que le ofrecía.
Extensión de la hipoteca
Las Leyes de Partida, siguiendo a las romanas, establecieron que el derecho de hipoteca no se limitara a la cosa hipotecada, sino que fuera también extensivo a las acciones naturales, a las mejoras y a los frutos y rentas no percibidos al vencimiento de la obligación. Sirvióles de fundamento que todas estas agregaciones eran parte de la finca, y que todas pertenecían a la clase de bienes inmuebles, o bien por su naturaleza, o bien por su adherencia a las que lo eran. Lo que hicieron las leyes de Partida ha sido admitido sin distinción en todas las legislaciones modernas; no podía por lo tanto desentenderse de ello la comisión, que ha creído necesario descender a fijar expresamente los casos de aplicación del principio, para evitar en la práctica las dudas y dificultades a que es tan ocasionada esta materia, y que la diversa interpretación de la ley destruya de hecho su armonía. Ha imitado en esto a los redactores del proyecto de Código civil, si bien dando mayor extensión a sus aplicaciones, pero huyendo siempre de un casuismo peligroso. Esta extensión de la hipoteca encuadra también apoyo en la presunción de que tal fue la voluntad del dueño de la cosa al constituir sobre ella un derecho real.
No sucede así en el caso de que la finca hipotecada pase a manos de un tercer poseedor; la voluntad no puede presumirse en él de la misma manera; por esto la comisión, siguiendo en parte lo establecido por las leyes, y en parte ampliando el texto legal hasta donde alcanza su espíritu, consultando la equidad y procurando acercar esta parte del derecho a los principios que dominan en él por regla general, propone que los frutos pendientes y rentas vencidas no se entiendan en este caso sujetos a la hipoteca, y que lo mismo suceda respecto a los muebles colocados permanentemente en los edificios, y a las mejoras que no consistan en obras de reparación, seguridad y transformación, siempre que unos u otros se hayan costeado por el mismo dueño. Pero en la aplicación de esta regla, necesario es evitar que se demuelan, con perjuicio de la finca, las obras en ella practicadas: por esto sólo se permite la retención de los objetos en que consista la mejora, en el caso de que pueda verificarse sin menoscabo de la propiedad a que están adheridos, teniendo opción el poseedor, o bien a esta retención, o bien a exigir el importe del valor de los objetos. Cuando las mejoras no puedan separarse sin menoscabo de la finca, sólo habrá lugar a este último remedio: mas en ningún caso podrá detenerse el cumplimiento de la obligación hipotecaria, porque sería un perjuicio injusto al acreedor; al nuevo adquiriente sólo le quedará el derecho de cobrar lo que le corresponda con el precio de la finca cuando se enajene para pagar el crédito. De creer es que todos estarán conformes con lo que se propone, porque su justicia y equidad aparecen evidentemente.
El proyecto extiende la hipoteca a otras accesiones que, si bien hasta ahora no habían sido comprendidas en el texto literal de la ley no puede desconocerse que lo estaban en su espíritu.
A esta clase pertenecen las indemnizaciones concedidas o debidas al propietario: de ellas puede decirse que reemplazan a la cosa hipotecada. Así la indemnización que se da al dueño del terreno que ha sido expropiado por causa de utilidad pública, sirve de garantía al crédito que antes estaba asegurado con hipoteca sobre la finca de este modo enajenada. Es claro que sólo en los pocos casos en que por convenio entre la administración y el antiguo propietario se permuta por vía de indemnización una finca con otra, habrá lugar a la constitución de una nueva hipoteca en sustitución de la antigua, pues que la hipoteca sólo puede tener lugar sobre cosas inmuebles; pero en los demás casos otro derecho real, el de prenda, podrá decirse que debe sustituir al hipotecario que quedó extinguido. Lo más frecuente será que al hacerse la expropiación perciba el acreedor lo que se le debe, quedando de este modo más completamente consultados los derechos de todos.
En un caso semejante se halla la indemnización concedida o debida al propietario por los aseguradores de bienes hipotecados o de sus frutos cuando el siniestro haya tenido lugar después de constituida la hipoteca. Esta misma regla se halla escrita, aunque no con tanta precisión, en el proyecto de Código civil, y guarda armonía con lo que acerca del particular se observa en Alemania. No va en esto el proyecto tan allá como la legislación de Baviera, seguida por los códigos de otros países, que dan al acreedor hipotecario el derecho de obligar al deudor a que asegure los bienes hipotecados. Nada significa que en nuestras antiguas leyes no se prescribiera lo que aquí propone la comisión: el contrato de seguro no tenía en otros tiempos la importancia, facilidad y extensión que tiene en nuestros días.
¿Y debe ser extensiva la hipoteca a garantir los intereses del capital asegurado por ella? Nada dice de esto nuestro derecho antiguo, ni era de presumir que lo dijera, cuando tan severamente reprobaba la usura, entendiendo que lo era todo aquello que el deudor tenia que dar al acreedor en cuanto excediera de la misma suma prestada, y considerando sólo lícito el interés cuando lo admitían en el fuero de la conciencia los moralistas más rígidos. Pero desde que el derecho escrito empezó a mitigar el rigor antiguo; desde que prevaleciendo otros principios económico políticos, quedó para siempre destruido el error de que el dinero no era productivo, desde que el legislador se convenció de que las graves penas para extinguir el interés del dinero se convertían contra las personas para cuya protección se habían dictado, pues que tenían que pagar un interés más alto por los capitales que recibían (medio de compensar en cierto modo los peligros que corría el prestamista), no podían dejar de considerarse afectas las fincas hipotecadas al pago de los intereses, como lo estaban al del capital. Así lo viene entendiendo la práctica; así está aceptado por regla general en los demás pueblos de Europa; así creyeron que debían proponerlo los redactores del proyecto de Código civil. Pero no debe servir esto de motivo para que el tercer adquirente de la propiedad gravada, que no conoce el descubierto en que puede hallarse el deudor, y que naturalmente presume que está corriente en el pago de intereses en el hecho de no haberse reclamado contra la hipoteca, quede perjudicado por omisión e incuria del acreedor, o tal vez por mala fe de este combinada con la del deudor. De aquí proviene que, a imitación de muchos códigos, se proponga la cuantía de intereses que deban considerarse asegurados con la hipoteca, introduciendo la presunción juris et de jure de que el acreedor renuncia a ella en la parte relativa a los demás intereses en el hecho de no reclamarlos o de no haber exigido una ampliación de inscripción sobre los mismos bienes hipotecados con objeto de asegurar lo devengado antes.
Dos medios podían adoptarse al efecto: el más general, que la limita a número determinado de anualidades, y el que fija un maximum, como el 10 ó el 20 por 100 proporcional al capital garantido. A favor del primer medio está la mejor combinación del interés con el tiempo: a favor del segundo, en sentir de los que lo prefieren, la mayor igualdad y la mayor fijeza de la regla.
La comisión ha creído preferible el primer medio, porque sobre ser igualmente fija la regla y no expuesta a alteraciones, a pesar de su aparente desigualdad, es en rigor más igual, porque la igualdad aquí no debe considerarse en abstracto, sino con relación al interés estipulado. Por estas consideraciones, establece el proyecto, siguiendo al de Código civil, que la hipoteca sólo asegura con perjuicio de tercero los intereses de los dos últimos años que estén en descubierto y la parte vencida de la anualidad corriente. Mas esto sólo es para el caso en que haya un tercero que pueda resultar perjudicado: cuando no sucede esto, conserva toda su fuerza la regla de que es extensiva la hipoteca a la seguridad de todos los intereses.
Lo que se dice de la extensión de la hipoteca a los intereses vencidos, es aplicable por identidad de razón a las pensiones atrasadas de los censos. Nada hay que justifique establecer aquí la menor distinción, porque unos y otros son réditos de un capital anticipado y gravitan del mismo modo sobre las fincas, no habiendo entre ellas otra preferencia que la de su antigüedad respectiva.
Puede suceder que el predio dado en enfiteusis caiga en comiso, porque cualesquiera que sean la justicia y la conveniencia de este precepto, es un hecho que hoy está escrito en la ley, porque no puede ser incidentalmente discutida ni reformada en el proyecto que se presenta. Arreglándose la comisión al derecho constituido y en armonía con él, propone que cuando por haber caído el predio en comiso pase el dominio útil al dueño del directo, se entienda que es con las hipotecas o gravámenes que hubiere impuesto el enfiteuta en cuanto no sean perjudicados los derechos del mismo dueño directo. Esta declaración que, atendidas la equidad y el derecho, debería sobreentenderse, no es ociosa par quitar cuestiones fundadas en que la constitución de la enfiteusis lleva implícita la pena del comiso, y que debiendo retrotraerse a ella la caducidad del derecho del enfiteuta, procede que se tengan como anuladas todas las hipotecas y cargas reales impuestas por el dueño útil.
Más importante bajo el aspecto de la conveniencia es otra regla adoptada por la comisión, si bien no de las capitales de la ley, que reforma nuestro antiguo derecho. Según este, cuando se hipotecan varías fincas a la vez por un solo crédito, todas quedan sujetas a una carga real por el importe total de lo debido, y sobre todas ellas se extiende por igual el derecho hipotecario del acreedor. Resulta de aquí que el deudor ve frecuentemente minorado su crédito territorial mucho más de lo que en realidad han desmerecido su riqueza y la garantía que aún ofrecen los bienes inmuebles que posee, rebajadas las obligaciones y cargas a que se hallan afectos: resulta también que así vienen a ser protegidas indirectamente por la ley las inmoderadas exigencias de los prestamistas, que no contentos con garantías firmes y de éxito seguro, multiplican sin utilidad suya y con perjuicio del crédito territorial, las dificultades del prestarnos sobre hipotecas. A estos inconvenientes ha ocurrido el proyecto proponiendo que cuando sean varias las fincas que por un solo crédito se hipotequen, haya de determinarse la cantidad o parte de gravamen de que cada una tiene que responder. De este modo la carga real no se extiende a todo el valor de la finca, sino solamente a una cifra que puede ser muy inferior a su valor verdadero, quedando en libertad y en posibilidad el dueño de poder levantar sobre la misma finca otro crédito hipotecario que no perjudicará al antiguo en lo que alcance al valor de la cantidad hipotecada, pero que tendrá preferencia sobre otros créditos y aun sobre el mismo por la parte a que no estén afectos los bienes inmuebles o los intereses vencidos de las dos anualidades anteriores y la parte vencida también de la anualidad corriente.
Por consecuencia de esto, enajenada la finca a un tercero, o constituida sobre ella una hipoteca nueva, el tercer adquirente o hipotecario no deberá ser inquietado por la obligación personal del deudor. Al acreedor le quedará siempre expedita la acción real para reclamar contra los demás bienes hipotecados, cualquiera que sea su poseedor, hasta donde alcancen sus respectivas hipotecas, y respecto a la suma a que no alcancen, como su acción es puramente personal, no podrá ni perjudicar a las enajenaciones, ni pretender que queden sin efecto cualesquiera otras cargas reales que se hayan impuesto sobre la finca.
El derecho de hipoteca ha sido siempre y es hoy indivisible entre nosotros, como lo fue entre los romanos. Este principio secular, admitido en todas las naciones, no puede ser objeto de disputa. La comisión que redactó el proyecto de Código civil, creyó que la nueva proclamación de esta máxima jurídica debía ser la primera frase que pusiera en el capítulo que trata de los efectos de las hipotecas. La que hoy se dirige a V.E., sin enunciarlo expresamente, dejando a la ciencia el cuidado de explicarlo, se ha limitado a aplicar rigurosamente sus consecuencias. Existiendo por lo tanto la hipoteca sobre todos los bienes gravados, sobre cada uno de ellos y sobre cada una de sus partes, subsistirá íntegra mientras no se cancele, aunque se reduzca la obligación garantida y permanecerá íntegramente sobre la parte de bienes que quede en el caso de que otra parte haya desaparecido. Consecuencia de la indivisibilidad de la hipoteca es también, que cuando una finca hipotecada se divida, subsista la hipoteca también íntegramente sobre cada una de las nuevas fincas, a no ser que el deudor y el acreedor voluntariamente, estipulen que se distribuya entre ellas la hipoteca. Cuando en estos términos se hace la distribución, la antigua hipoteca queda extinguida, y nacen en su lugar tantas hipotecas independientes, cuantas son las fincas afectas al pago del crédito primitivo. Por esto, pagada la parte del crédito con que está gravada alguna de ellas, queda esta libre; y por el contrario, cuando es una sola la finca hipotecada, o cuando siendo varias, no está distribuida entre ellas la hipoteca, ni señalada la parte a que quede afecta cada una, no podrá el dueño exigir que se libre ninguno de los bienes hipotecados ni una parte de ellos, por grande que sea la cantidad que haya pagado, mientras no esté satisfecha toda la deuda.
Mas sucederá a veces, cuando se haya distribuido un crédito hipotecario entre diferentes fincas, que la parte del crédito satisfecho pueda aplicarse a la liberación de una u otra de las gravadas por no ser inferior al importe de la responsabilidad especial de cada una; en este caso la comisión no ha dudado que la elección debe corresponder al deudor, ya porque a él corresponde decir al hacer el pago a qué finca quiere libertar de la carga hipotecaria.
Puede ocurrir que el que no aparezca en el registro con derecho para hipotecar, constituya una hipoteca y que después adquiera el derecho de que antes carecía. ¿Convalecerá en este caso la hipoteca? La comisión ha resuelto esta cuestión en sentido negativo; ni podía hacerlo de otro modo a no ser inconsecuente. La convalidación lleva tras sí la eficacia de lo que inválidamente se ha ejecutado: por el mero hecho, pues, de concederla, implícitamente quedarían perjudicados los que tuvieron un derecho real adquirido con posterioridad a la constitución de la hipoteca, pero antes de su revalidación sobre la misma finca, y así el dolo o la incuria de unos vendría a convertirse en daño de otros que hubieran obrado de buena fe y con diligencia. Otra razón poderosa ha movido también a la comisión: es necesario alejar de la propiedad inmueble y del registro, en cuanto sea posible, todo lo que directa o indirectamente propenda a disminuir el crédito territorial y nada lo cercena tanto como la facilidad de enajenar e hipotecar concedida a los que no tienen el título de dueños tan solemne y públicamente reconocido, como se propone el legislador por medio de los registros que a la propiedad inmueble se refieren.
La hipoteca, además de ser un derecho real, es la garantía de una obligación, y por lo tanto un contrato accesorio y subsidiario de otro principal. De esto parece deducirse que cuando la cosa hipotecada no esté ya en manos del hipotecante, sino en las de un tercer poseedor, tenga que acudirse al deudor principal para que pague, antes de molestar al que por un título legítimo de adquisición, es el dueño de la finca hipotecada. Pero si esta regla no tuviera un límite breve y perentorio, no se conseguiría todo el efecto que se propuso el prestamista al buscar su seguridad más en la garantía, que en la persona a quien prestaba. Por esto el proyecto señala el término de los diez días siguientes al vencimiento del plazo, para que, requerido el deudor principal, satisfaga la deuda, sin que en este tiempo pueda ser molestado el tercer adquirente; mas, pasados estos días, ya está el acreedor en la plenitud de su derecho, dirigiéndose contra el poseedor, no sólo por el capital, sino por los intereses a que, según lo antes expuesto, es extensiva la hipoteca en perjuicio de tercero; y si el poseedor no le paga en el término de otros diez días contados desde el requerimiento, o no desampara los bienes hipotecados, entonces puede ya entablar directamente la acción ejecutiva contra los mismos bienes. De aquí se infiere que la comisión no ha admitido los beneficios de orden y excusión en las deudas garantidas con hipoteca, porque, cualesquiera que sean su importancia y su justicia respecto a los fiadores, cuestión ajena del todo a este proyecto, no puede satisfacer al que, por medio de la constitución de un derecho real, mira la cosa hipotecada como principal garantía de su crédito. Envolverlo en procedimientos que den por resultado la insolvencia del deudor, obligarlo a que se hagan antes excusión y pago con los bienes no hipotecados que en los que han sido especial objeto de la hipoteca, no se aviene bien con la índole del crédito real y destruye su principal ventaja, que es la seguridad de un próximo reintegro al vencimiento de la obligación garantida.
No desconoce la comisión que entre nosotros, a imitación del Derecho romano, y equiparando la hipoteca a la fianza, por la analogía que hay entre ellas de ser igualmente obligaciones accesorias, se ha concedido el beneficio de excusión al tercer poseedor de los bienes hipotecados; pero prescindiendo de la vaguedad de la jurisprudencia acerca de este punto, de la facultad de señalar cuál es la extendida más generalmente por falta de datos que puedan servir de reguladores, y por la incertidumbre que reina por regla general en todo nuestro sistema hipotecario, la comisión debía mirar por los intereses que principalmente debe proteger la reforma que se le ha encomendado. En lo que propone ha seguido el ejemplo de varios códigos, y con especialidad de los que adoptan el sistema hipotecario que ha prevalecido en Alemania, y lo que propusieron los redactores del proyecto de Código civil.
Tampoco desconoce la comisión que la facultad de desamparar los bienes que deja propuesta, puede ser objeto de impugnación. Se dirá tal vez que abre la puerta al tercer adquirente para que se arrepienta de la adquisición cuando no la hizo con buenas condiciones, o pagó por la finca un precio superior al que en realidad tenía. Pero no basta esto para hacer tan mala su condición, porque así como sufre en toda extensión el rigor de la ley cuando el deudor no paga, justo es compensar esta ventaja con la facultad de desamparar la cosa hipotecada, y mucho más cuando ningún perjuicio verdadero se sigue a los acreedores por el desamparo, porque el precio del remate de la finca es la mejor expresión de su valor verdadero, que es a todo lo que pueden aspirar, y todo lo que esperaron los acreedores. El perjuicio que puede resultar al deudor que vendió la finca a más alto precio de la cantidad garantida, queda compensado con el término que se le concede para pagar, durante el cual puede procurarse su remedio, sí es que con regulares condiciones hizo la enajenación.
Puede también suceder que la finca hipotecada se enajene para pagar con su importe un plazo vencido, estando los demás pendientes todavía. Aunque al parecer no admite duda. que la enajenación debe hacerse quedando subsistente la hipoteca por la cantidad que reste por satisfacer, ha parecido conveniente consignarlo. Lo mismo ha creído la comisión que debía hacer respecto a otros casos que se prestaban a pocas dudas, pero que era mejor fijarlos en la ley que fiarlos a la interpretación. Por esto declara que se considerará como tercer poseedor para los efectos de que acaba de hacerse mención, al que sólo hubiere adquirido el usufructo o el dominio útil de la finca hipotecada, o la propiedad o el dominio directo, quedando en el deudor el derecho correlativo, e igualmente que cuando haya más de un tercer poseedor se entienda con todos los que lo sean el requerimiento, y que corra simultáneamente para todos el término de los diez días para pagar la deuda o desamparar la finca.
Las Leyes de Partida señalaron cuarenta años de duración a la acción hipotecaria, cuando se intentaba contra el deudor o sus herederos, y treinta cuando se dirigía contra los extraños. Las de Toro ordenaron, que cuando en la obligación hubiera hipoteca, la deuda se prescribiera por treinta años y no menos. Según la inteligencia que más generalmente se da a la ley de Toro, la acción hipotecaria dura treinta años, considerando como reformado en este punto, el derecho antiguo. Sin embargo, no puede dejarse de tener en cuenta que esto ha sido objeto de serias y largas cuestiones entre los jurisconsultos, y especialmente los de los siglos XVI y XVII, que han sido reproducidas por el más notable de los comentadores de las leyes de Toro en nuestros mismos días. Se ha dicho contra la prescripción de treinta años que la ley sólo se refiere a la deuda garantida con hipoteca y no a la acción hipotecaria, la cual ha quedado dentro de sus antiguas condiciones: se ha sostenido que la acción hipotecaria puede existir después de la extinción de la obligación a que sirve de garantía, y suceder por lo tanto que, prescrita la acción personal, aun dure la hipotecaria: se ha considerado, siguiendo el ejemplo del célebre jurisconsulto Cujas, que la acción hipotecaria no es accesoria a la personal, sino que existe por sí misma, y es de diferente naturaleza y calidad: se ha insistido en que no puede depender una acción real de una personal: se ha disputado acerca de si hay diferencia entre la duración de la acción hipotecaria cuando se constituye para la seguridad de una deuda, y cuando es para la de una venta, comodato o permuta; y se ha supuesto, por último, que la acción hipotecaria debe durar treinta años por lo menos, pero que queda subsistente la que con arreglo a las Partidas debía tener mayor duración. Necesario era poner límite a estas diferentes interpretaciones, y fijar el tiempo que debe durar la acción hipotecaria: la comisión propone el de veinte años, porque siendo este el señalado para la prescripción de las acciones personales a que está adherida la hipoteca, perdiendo estas su fuerza no debe conservarla la hipotecaria, pues que extinguido el crédito, no puede menos de considerarse extinguida su garantía.
Pero no bastaba señalar el término: era necesario fijar el día desde que había de correr. No debía esto dar lugar a muchas dudas: regla general es que el tiempo de la prescripción en las acciones corre desde su nacimiento, esto es, desde que por haber lesión del derecho porque se conceden, pueden ejercitarse: de lo contrario se seguiría que pudiera extinguirse por prescripción un derecho que aún no tuviera verdadera existencia. Por esto, el término para la prescripción de las acciones personales empieza a correr desde que puede exigirse el cumplimiento de la obligación; por esto la comisión propone que el tiempo se cuente en la acción hipotecaria desde que pueda ejercitarse. Hay bienes que siendo hoy hipotecables, y habiéndose constituido hipoteca sobre ellos, no lo serán en el día en que llegue a ser ley este proyecto. Pueden servir de ejemplo los oficios enajenados de la Corona: no puede menos de fiarse cuáles serán en lo sucesivo los efectos de estas hipotecas anteriores. La comisión no ha vacilado en lo que debía hacer: salvar todos los derechos constituidos y adquiridos bajo el amparo de las leyes, y no cambiar en nada, ni su extensión, ni su eficacia, declarando una vez más que la ley no tiene fuerza retroactiva.
La armonía de la ley exige por último, que las inscripciones y cancelaciones de las hipotecas se sujeten a las disposiciones generales establecidas para los demás derechos reales, sin hacer más variaciones que las que su índole especial requiere necesariamente.
De las hipotecas voluntarias
Toma la comisión el derecho actual como punto de partida para establecer las reglas a que han de ajustarse las hipotecas voluntarias. Todas las disposiciones que formula ahora y antes no estaban escritas en la ley, o son una derivación de ella, o consecuencia necesaria de los principios de especialidad y publicidad, que es la gran reforma que introduce el proyecto.
Siempre ha tenido el apoderado necesidad de poder especial para sujetar a una carga hipotecaria los bienes de su representado. En la consignación de esta regla no podía haber la menor duda. Pero en el caso de que la hipoteca se hubiera constituido por el que no estaba suficientemente autorizado y fuese después ratificada por el dueño, podría suscitarse la cuestión del tiempo desde que debía empezar a surtir efecto. Basta considerar que la retroacción de la hipoteca puede perjudicar a un segundo acreedor hipotecario que cuando prestó, lo hizo en la seguridad de que era nula la anterior hipoteca, y de consiguiente que esta no podía ser preferida a la que válidamente estipulaba, para conocer que no puede dársele efecto retroactivo.
Cuando la hipoteca se ha constituido par la garantía de una obligación futura o sujeta a una condición suspensiva que se halla inscrita en el registro, debe en concepto de la comisión afectar a la finca y producir efecto contra un tercero desde su inscripción si la obligación o la condición llegan a realizarse.
Respecto a la obligación condicional no podía haber justo motivo de duda, porque la obligación existe aunque nada se deba ni nada pueda pedirse hasta el cumplimiento de la condición modificadora.
No puede decirse lo mismo respecto a la obligación futura, porque no ha tenido aun nacimiento: sin embargo, existe otra obligación preliminar en que se constituye la hipoteca y que lleva implícita la necesidad o la suposición de la existencia de la segunda.
Mas cuando la obligación asegurada está sujeta a una condición resolutoria, sólo la hipoteca puede subsistir en toda su fuerza hasta que en el registro se haga constar el cumplimiento de la condición, pues que desde entonces la obligación se desvanece, y sin obligación que garantir no puede haber garantía.
Al tratar de la extensión de la hipoteca queda dicho que comprende también los intereses del capital prestado con las restricciones que se han creído convenientes para evitar perjuicios a tercero. Pero esta regla no puede menos de acomodarse a las condiciones de la ley que abolió la tasa del interés del dinero, la cual, si bien no prescribió ninguna restricción legal a los préstamos usuarios, les puso una moral, la de que había de constar por escrito el pacto en que se estipularan.
No cree la comisión necesario descender a otras disposiciones que o son una nueva confirmación del derecho antiguo o una aplicación de los principios cardinales de la ley, o una derivación de ellos. Nadie podrá desconocer los motivos que se han tenido en cuenta al escribirlas. Hay, sin embargo, algunos puntos respecto a los cuales no serán ociosas ligeras indicaciones.
Los censos, como todos los demás derechos en la cosa, pueden ser hipotecados por el censualista. Esto, sin embargo, en nada puede disminuir la facultad que tiene el censatario para hacer la redención, porque no puede ser privado de su derecho por un acto a que es ajeno y en el que no ha contraído obligación alguna. Pero sería injusto que en tal caso fuera desatendido el derecho del acreedor hipotecario, y que la buena fe de este quedara burlada por el hecho de pagar el censatario al censualista el capital del censo, destruyendo así el derecho hipotecario. Por esto la comisión propone que el acreedor tenga entonces derecho, o bien a que se le pague por completo su crédito con los intereses, o bien a que se le reconozca su misma hipoteca sobre la finca que estuvo gravada con el censo. Así se salva. el derecho del acreedor hipotecario sin perjuicio del censatario antiguo, a quien debe ser indiferente pagar a uno u a otro, y sin daño del censualista, que está siempre obligado, tanto por la acción hipotecaria como por la personal, a pagar en toda su extensión la deuda contraída.
Nada han dicho expresamente nuestras leyes respecto al caso de que una finca acensuada llegue a ser insuficiente para garantir el pago de las pensiones, y esta insuficiencia no sea efecto de caso fortuito, sino de dolo, culpa o mera voluntad del censatario. La aplicación de las reglas generales acerca de la prestación del dolo y de la culpa bastan para que se considere viva la responsabilidad del censatario, si bien no puede menos de considerarse o menguado o extinguido el censo, según sea o no completa la destrucción de la finca, o se haya vuelto infructífera en todo, o en parte. Esta, que es la opinión uniforme de nuestros jurisconsultos, no está bien desenvuelta en la práctica, y dista mucho de satisfacer cumplidamente los intereses del censualista, porque en lugar de un crédito, real suficientemente garantido, sólo le queda un crédito personal que depende única y exclusivamente de la situación del antiguo censatario, que tan mala cuenta ha dado de la finca acensuada. Por esto la comisión, después de proclamar el principio de la responsabilidad del censatario, procura una indemnización mucho más completa al censualista, estableciendo que cuando la finca llegue a ser insuficiente para garantir el pago de las pensiones por las causas antes indicadas, pueda obligar al censatario, o bien a imponer sobre otros bienes inmuebles la parte del capital que deja de estar asegurada por la disminución del valor de la misma finca, o a redimir el censo.
No puede aplicarse la misma regla al caso en que sin acto alguno culpable o espontáneo del censatario, se deteriore o haga menos productiva la finca acensuada. Ninguna decisión hay acerca de esto en nuestras leyes; su silencio ha dado lugar a encontradas opiniones entre los jurisconsultos. Algunos, para suplir el silencio de la ley han acudido al motu proprio de San Pío V, y fundándose en él pretenden que el censo debe reducirse proporcionalmente. La decisión de este motu proprio, por regla general, no sería una razón, porque sobre no ser admisibles en el reino las disposiciones pontificias, en lo que al derecho civil se refiere, hay la circunstancia particular de que a petición de las Cortes de Madrid, celebradas en 1583, declaró D. Felipe II que tal motu proprio no estaba recibido en estos reinos; pero es asimismo indudable que en Navarra tiene toda su fuerza respecto a los censos posteriores a su fecha. La comisión al establecer acerca de este punto una regla general, no ha podido seguir la legislación navarra, porque prescindiendo de la autoridad respetable en que se funda, no ha encontrado razones bastantes para adoptarla. Redúcense las que al efecto se alegan a que lo que se dice del todo respecto al todo, debe entenderse de la parte en cuanto a la parte, y a que el censo está extendido sobre toda la cosa y la parte en la parte; razones a que sus impugnadores oponen otra de la misma naturaleza, a saber: que el censo está constituido sobre toda la comisión estos argumentos, más propios de las sutilezas de la escuela que de la dignidad del legislador. Razones más poderosas expuestas por muchos jurisconsultos la han decidido en sentido contrario, siguiendo en esto la opinión generalmente recibida en el foro, de que ni el censo ni la pensión se reducen mientras quede capital para cubrir aquel y frutos suficientes para satisfacer esta. Fúndase para ello en que el censualista sólo tiene el derecho de exigir la pensión, y que esta debe ser considerada sola y exclusivamente con relación a los frutos, de modo que, mientras estos basten a cubrirla, no puede considerarse extinguido parcialmente, por más que la finca se haya en parte destruido o hecho infructífera. Ni sería justo considerar parcialmente extinguido el censo quedando al censatario la facultad de constituir otro nuevo sobre la misma finca acensuada antes. No ha detenido a nuestros jurisconsultos para opinar así una ley de Partida, según la cual se debe la pensión en el censo enfitéutico cuando queda más de la octava parte de la cosa acensuada, de lo que parece inferirse que el censo se extingue cuando el menoscabo es mayor, aunque la cosa no haya perecido, porque prescindiendo de que la ley sólo se refiere a la enfiteusis, y por lo tanto no comprende los censos que tienen origen diferente, se ha entendido siempre que se refería al caso en que la parte restante de la finca no produzca frutos bastantes para cubrir toda la pensión.
Mas cuando llega el caso de que el valor de la finca acensuada decrezca tanto que no baste su rédito líquido a cubrir las pensiones, injusto sería obligar al censatario a dar más de lo que la finca produjera: por esto el proyecto de ley le autoriza a que opte entre desamparar la finca o exigir que se reduzca la pensión en proporción del valor que aquella, conserve. En este último punto se ha adoptado, el motu proprio de San Pío V, no admitido antes en el caso de que pudiera continuar satisfaciéndose la pensión con lo existente. La razón que para ello ha tenido la comisión es evidente: ni podría obligarse con justicia al censatario a que pagase íntegramente una pensión a que no alcanzaba la finca acensuada, ni por el contrario, dar por extinguido el censo en su totalidad mientras produjera aquella algunos frutos, aunque no los bastantes para pagar la pensión íntegramente. Mas si hecha la reducción, se aumentase el valor de la finca y sus productos, justo es que proporcionalmente vaya creciendo también la pensión hasta que llegue a su importe primitivo. Es verdad que esta opinión no se funda ni en las leyes actuales silenciosas en el particular, ni en la opinión de los jurisconsultos que nunca se refieren a la rehabilitación proporcional de las pensiones sino a la total del censo, y que disputan acerca de si debe limitarse a las fincas que consisten en el suelo o extenderse también a los edificios; pero la comisión ha creído que a las antiguas disputas de los intérpretes y a la incertidumbre de la práctica debía sustituir otras reglas más equitativas, reemplazando así la fijeza de la ley al arbitrio judicial, y evitando en su origen cuestiones que por el distinto modo de ser apreciadas y juzgadas, pueden disminuir el prestigio de los tribunales.
Más dificultad que las materias hasta aquí examinadas, en lo que a las hipotecas convencionales se refiere, presenta la cuestión de cómo deben enajenarse o cederse los créditos hipotecarios. No podía la comisión, al entrar en este punto, desentenderse de una opinión moderna, sostenida con energía y convicción en el terreno de la ciencia, que ha encontrado hábiles y decididos defensores y que ha llegado a ser ley en alguna nación extranjera: la de la transmisión de los créditos hipotecarios por endoso. Sus partidarios, fundándose en la grande facilidad que presenta este modo de trasmitir, en la economía que produce, en los rodeos que evita, en la circunstancia de no necesitar agentes intermediarios, y en que el endoso hace que la obligación sea un valor en circulación que participa a la vez de las ventajas del crédito territorial y de las del crédito personal, creen que es una mejora palpable que da grande ensanche a la propiedad, que introduce en ella la vida y animación mercantil, y que destruyendo trabas y ahorrando gastos inútiles, proporciona al acreedor hipotecario medios expeditos para obtener su reembolso. Esto, añaden, viene a convertirse en beneficio del dueño de bienes inmuebles, porque cuanta más facilidad encuentren los prestamistas para ser reintegrados en un momento para ellos angustioso, tanto menor será la dificultad que tendrán para prestar sobre el crédito territorial y tanto menores los intereses que lleven por el capital. Agrégase a esto, que el objeto de las leyes hipotecarias, no es sólo dar mayor seguridad a las hipotecas, sino también aumentar la extensión del crédito territorial y comunicarle una facilidad en la circulación parecida a la activa del crédito mercantil, facilidad de que hasta ahora ha carecido y que debe ser su principal elemento de vida.
No participa de estas ideas la comisión; cree por el contrario que está erizada de dificultades la asimilación de un contrato hipotecario al contrato de cambio. Nada hace el legislador con dar a una obligación civil el carácter y los efectos de una obligación mercantil, cuando la naturaleza de ellas es esencialmente diferente; la esencia de las cosas prevalece y se sobrepone a la voluntad del legislador, que sólo producirá complicaciones sin conseguir su objeto. La ley civil, como la mercantil, tiene sus condiciones indeclinables de que no es lícito separarse sin gravísimos peligros; y como las diferencias, profundas muchas veces, que hay entre ellas no son caprichosas, sino que se fundan en razones incontestables, el legislador no alcanza a borrarlas: por esto, tienen hasta cierto punto una vida independiente. Si se quiere confundirlas, si se quiere llevar a las transacciones civiles los principios y formas de las comerciales, se desnaturaliza el derecho, porque se hace general lo que sólo como excepción tiene su razón de existir.
Los créditos hipotecarios, como representación del territorial, no admiten por su misma naturaleza la movilidad de las letras de cambio y de los pagarés a la orden. Para convencerse de ello basta observar que en las obligaciones civiles la solidaridad no se presume; por el contrario, en las comerciales la solidaridad es la regla general, prueba de que una y otra legislación parten de principios diferentes. Y esta diferencia se funda en la diversa índole de unos y otros negocios; las obligaciones mercantiles son de poca duración, rápidas en sus formas, rigurosas en su cumplimiento y de prescripción corta: en ellas la solidaridad es fácil y natural, porque el que firma una letra de cambio, el que la acepta y los que la endosan, todos se hallan en iguales condiciones, todos se obligan por la confianza que les inspira el crédito de los que antes firmaron; y como los créditos son para tiempo limitado, pueden obligarse sin temeridad y aun con escaso peligro, porque les es fácil calcular, si no con seguridad, con gran probabilidad al menos, la garantía que al vencimiento del crédito ofrecerán los nombres de los que aparecen ya obligados.
No puede decirse otro tanto respecto al crédito hipotecario: los que toman préstamos sobre su propiedad no suelen hacerlo para empresas mercantiles o industriales sino, o para salir de una situación apremiante, o para mejorar la misma propiedad con capitales que sólo lentamente y en una larga serie de años, y con grandes esfuerzos produce la finca mejorada, la cual entre tanto tiene que sostener los gastos de la conservación o del cultivo, y el pago de los intereses del capital anticipado. De aquí es que los propietarios, al tomar dinero a préstamo hipotecario para mejorar sus fincas, lo hacen a los plazos más largos posibles: de aquí que la razón aconseje la amortización lenta y sucesiva de los capitales tomados a préstamo para empresas agrícolas de alguna importancia, y que este sea el sistema seguido en los países en que más se ha extendido y favorecido el crédito territorial. Por esto la transmisión por medio de endoso, si ha de conservar su condición general de obligar a todos los endosantes, no se acomoda bien a los contratos hipotecarios; porque no es de presumir que personas que por su prudencia y previsión en los negocios hayan adquirido un crédito sólido, quieran ser endosatarios, constituyéndose obligados solidariamente y a muy largo término, atendidas las vicisitudes a que está sujeto el crédito por los cambios sucesivos del valor de la propiedad, las dificultades que para el cobro oponen las sucesiones o divisiones de bienes, y otras causas que más fácilmente se comprenden que se enumeran, pues que podrían encontrarse en el caso de pagar el capital prestado y los intereses en el momento en que más desapercibidos se encontraran y más ajenos a satisfacer una obligación que hacía muchos años hubiera pasado, y tal vez sólo momentáneamente, por sus manos.
Mas si se dijera que podría hacerse el endoso sin responsabilidad del endosante, entonces quedarían anuladas en su principal parte las ventajas que el sistema del endoso produce en sentir de sus defensores, a saber, que el crédito personal de los endosantes venga a fortalecer el crédito real. Hay más: puede decirse sin inconveniente, que lejos de fortificarlo lo minoraría; cuanto más circula una letra de cambio, más confianza inspira, porque cada firma de un endosante es nueva garantía para los que después la reciban; pero si al endoso de los créditos hipotecarios se quita la responsabilidad de los endosantes, cada firma vendrá, a ser una prueba de que la persona que poseía el crédito y se ha deshecho de él, ha preferido a los intereses que producía otra especulación o más segura o más lucrativa, y quitada así la responsabilidad de los endosantes, ya desaparece esa facilidad de la transmisión por endoso, porque nadie que tome el crédito dejará de hacer antes serias y detenidas investigaciones respecto al valor y circunstancias de la hipoteca. Queda así por única ventaja el menor coste de la transmisión, ventaja bien mezquina al lado de los inconvenientes que lleva consigo el sistema de endoso. No es el menor lo que se presta a falsificaciones de descubrimiento difícil y a veces hasta imposible. No sirve decir que este temor no es probable, como se demuestra con las letras de cambio y pagarés a la orden: basta tener en cuenta que estas obligaciones son de corta vida, que pasan por muchas manos, que intervienen en las transacciones a que dan origen personas que frecuentemente se conocen y se ocupan en negocios mercantiles, y que tienen activas relaciones, para que se conozca que la facilidad de descubrirse el fraude es grande e inmediata, y que esto mismo retrae a los falsificadores; pero no es de creer que esto suceda en los créditos hipotecarios, cuya duración es infinitamente mayor, cuya circulación será lenta, y que tal vez pasarán muchos años, no sólo sin descubrirse, pero aun sin sospecharse la falsificación.
No desconoce la comisión que es conveniente y aun necesario buscar el modo de dar a los capitales prestados sobre bienes inmuebles una actividad en la circulación de que hoy carecen. Pero esto no se consigue con disposiciones legales de la naturaleza de la que acaba de ser examinada, ni por medios que quepan dentro de la Ley de Hipotecas: para ello es necesario que los títulos hipotecarios tengan un valor conocido y notorio, que pueda este ser apreciado a primera vista y sin necesidad de investigaciones; que todos comprendan que la garantía es eficaz y legítima, y que los adquirentes no serán defraudados en las negociaciones que respecto a ellos hagan; en una palabra, que entre los capitalistas y los propietarios que buscan recursos en el crédito territorial, haya instituciones intermediarias que, emitiendo obligaciones territoriales de valor auténtico, uniformes, fáciles de ser apreciadas por todos en cambio de las garantías hipotecarlas que, previo el debido examen, reciban, trasformen en inscripciones territoriales negociables como los efectos al portador los títulos hipotecarios, que ellas se encarguen de realizar por su cuenta y riesgo. Esta indicación basta al propósito de la comisión.
Desechado el sistema del endoso, la comisión sólo tenia que aplicar para la enajenación o cesión de los créditos hipotecarios las mismas reglas que dominan en todo el proyecto: que la trasferencia del crédito hipotecario se haga por escritura pública para evitar los fraudes a que puedan dar lugar los documentos privados poco adecuados siempre para la adquisición de derechos en las cosas inmuebles; que se dé conocimiento al deudor para que sepa que en lo sucesivo ya no debe satisfacer el capital y los intereses al acreedor antiguo, sino al cesionario; que se inscriba el contrato en el registro, porque en él debe constar todo lo que modifica el crédito hipotecario y las obligaciones que produce; que el cedente descuidado de poner en conocimiento del deudor la enajenación o cesión, responda al cesionario de los perjuicios que esta falta le ocasione, lo cual es consecuencia de la regla de que cada uno debe responder de los daños que a otro origine por no hacer lo que la ley le preceptúa.
Mas la facultad de enajenar o de ceder las hipotecas que cuando se trata de las voluntarias, no puede ser objeto de impugnaciones, no sería sostenible respecto a las legales. Constituidas estas frecuentemente en favor de personas que necesitan una protección directa y especial por parte del legislador, si fueran transmisibles por aquellos para cuya garantía se han establecido, quedaría la ley burlada, y desatendidos los intereses y derechos, que no la voluntad de los otorgantes, sino la ley misma quiso proteger. Por esto en el proyecto se dice que sólo podrán cederse los derechos y créditos asegurados con hipoteca legal cuando haya llegado el caso de exigir su importe, y teniendo capacidad para enajenarlos las personas a cuyo favor están constituidos. Entonces ya ha cesado el peligro; la viuda que cede el crédito hipotecario que tiene contra los herederos de su marido, el mayor que enajena un crédito de la misma clase contra el que fue su curador, están ya fuera de las condiciones de la protección especial que las leyes antes les dispensaron; la hipoteca que enajenan ya no tiene por objeto asegurar sus bienes, sino realizar el pago del menoscabo que hayan experimentado.
De las hipotecas legales
Queda ya expuesto al tratar de las bases capitales de la ley, que la comisión no propone la extinción de las hipotecas legales, sino la reducción de su número, y que, dando nueva forma a las que deja subsistentes, las convierte en expresas y especiales, quitándoles su actual carácter de tácitas y generales, medio de proteger con más eficacia y extensión los derechos para cuya garantía fueron establecidas.
Respecto a algunas hipotecas no se ofrecen graves dificultades. La ley no debe ser más solícita en proteger los derechos individuales, que aquellos a quienes más inmediata y directamente corresponden. Si estos renuncian a la garantía que para la seguridad de sus derechos pueden exigir y lo demuestran por el hecho de no reclamarla, semejante descuido no es imputable al legislador, que no debe considerar como incapaces de mirar por sí mismos a todos los que componen el cuerpo social, ni ejercer sobre ellos una tutela perpetua. Este es el fundamento de la supresión de algunas hipotecas legales: el proyecto se limita aquí a declarar que los particulares son árbitros en pedir y estipular las hipotecas que quieren, pero que la ley no viene por un acto soberano a suplir su silencio o interpretar su voluntad: estipule cada uno lo que mejor estime respecto a garantías, el legislador respeta y da fuerza coactiva a la expresión de la voluntad de los contrayentes, pero no la suple ni la completa; no supone que quieren garantía cuando no la conciertan; no induce una presunción juris et de jure para dar a su silencio una interpretación equívoca muchas veces, y forzada otras. Así desaparecen varias hipotecas legales hoy existentes, y entrando en las condiciones de las leyes generales de los contratos, cuando expresamente se estipulen, darán resuelta en parte la complicación que acerca de este punto se encuentra en nuestro derecho.
Pero el legislador no debe, no puede desentenderse de que hay personas e intereses que requieren una protección más inmediata y una vigilancia más continua. Las mujeres casadas, los menores, los incapacitados, los hijos de familia constituidos en potestad, son los que en primer término necesitan que la ley venga en su auxilio, que los defienda, ya de su propia debilidad e inexperiencia, ya de los peligros que, cuando nada pueden por sí mismos y tienen que sujetar al arbitrio ajeno su conducta, pueden sobrevenirles por parte de aquellos a quienes la ley confía su defensa.
¿Y cuáles serán estos medios de protección? No podría subsistir la hipoteca tácita y general que hoy reconocen nuestras leyes: su indeterminación, su eventualidad y su falta de inscripción la hacen incompatible con las dos bases que como fundamentales del sistema hipotecario ha adoptado la comisión, la especialidad y la publicidad, al paso que de hecho dan frecuentemente a la garantía una ineficacia ajena a la voluntad del legislador como todos los días se demuestra en la práctica. Estas hipotecas ocultas son el vicio más radical del sistema hoy vigente, y de tal modo es necesario que desaparezcan, que si subsistieran, aunque fuera sólo como excepción para proteger a las personas a que con ellas quiso favorecerse, las hipotecas tácitas no inscritas serían mayores en número que las inscritas. La excepción anularía la regla general y quedaría completamente destruida la obra proyectada.
Tampoco podía establecerse una ley como la que por algún tiempo rigió en Francia antes del Código Napoleón, sometiendo a la necesidad de la inscripción estas hipotecas, pero sí adoptar las medidas necesarias para que la inscripción se verificara. Esto equivaldría a cortar el nudo de la dificultad en lugar de desatarlo dejando abandonados los derechos que la ley quiere garantir, porque ni el menor ni el incapacitado pueden mirar por sí mismos, y por lo tanto, tampoco obtener la inscripción; y aunque la mujer casada y el hijo de familia tienen frecuentemente toda la capacidad intelectual necesaria para procurar la garantía de sus derechos legítimos, hay intereses de un orden superior ligados íntimamente con la constitución de la familia, con la armonía de los que la componen, con los respetos debidos a la potestad marital y paterna, que impelen al legislador a obrar con toda circunspección cuando se trata de la facultad de las mujeres y de los hijos para tomar precauciones y exigir seguridades que pueden parecer injuriosas al jefe de la familia. La comisión, que lejos de querer debilitar los lazos de la familia ha procurado estrecharlos, no trata de introducir elementos de perturbación en los sentimientos de cariño, confianza y obediencia de la mujer y del hijo; así no ha podido establecer la regla aislada de la necesidad de la inscripción sin acompañarla de medidas que la redujeran a la práctica sin daño de los intereses de la sociedad doméstica. Por estas mismas consideraciones no ha aceptado la regla adoptada en Holanda y en algunos Estados alemanes, que equiparando la mujer a las personas extrañas, únicamente le conceden la hipoteca cuando está estipulada e inscrita.
Sólo, pues, restaba a la comisión el medio de establecer la hipoteca legal en favor de los menores, de los incapacitados, de las mujeres casadas y de los hijos de familia, adoptando al mismo tiempo las medidas conducentes a que la hipoteca que había de ser especial y pública fuera inscrita y tomando precauciones para que no quedara eludido el precepto de la ley. Si la comisión ha atinado a dar solución satisfactoria a problema tan difícil, de seguro que habrá mejorado mucho la condición de estos hipotecarios legales. La experiencia acredita, que si bien la hipoteca general y tácita que hoy tienen, les aprovecha cuando sobreviene una desgracia repentina e imprevista que quebranta la fortuna del marido, del padre o del guardador, apenas les es de utilidad alguna cuando la disminución de los bienes es lenta y sucesiva, porque entonces paulatinamente se enajenan las fincas, y si se dirigen contra los que las han adquirido, se ven envueltos en multiplicados y difíciles pleitos en que la fuerza de la opinión pronunciada contra las hipotecas no inscritas los hace a veces sucumbir, quedando, por consiguiente, perjudicados en sus derechos e intereses. Impedir pues, que esto suceda, sujetar las hipotecas en su favor constituidas a inscripción, es un beneficio conocido que se hace a las mujeres casadas, a los hijos de familia, a los menores y a los incapacitados.
Al sistema de la comisión, se oponen argumentos cuya gravedad no puede desconocerse. Cuando se trata de dar ensanche al crédito territorial, ha dicho alguno de los que impugnan el sistema de la comisión, debe huirse de cuanto le perjudique, y la publicidad dada a las hipotecas de que aquí se trata, es funesta para él. Apóyanse para decir esto, en que el patrimonio de aquellos a cuyo favor se hallen constituidas las hipotecas legales viene a figurar en la riqueza general del país por una suma proporcional a lo que dichas personas representan en la cifra general de la población, de lo que infieren que si esta riqueza está inscrita, se aumentará en una grande proporción el pasivo con que figure recargada la propiedad inmueble, y por una especie de ilusión óptica aparecerá más gravada de lo que realmente lo esté. Esto, añaden, por más que sea un beneficio exorbitante para los hipotecarios, es fatal para el crédito, a que debe consultarse ante todo en una ley de hipotecas.
No tienen fuerza estos argumentos: la inscripción, la sustitución de la hipoteca especial a la general, de la expresa a tácita, de la definida y determinada a la indeterminada y eventual, no hará más que poner de manifiesto la verdad: la falta de inscripción no quita el mal ni el gravamen; lo que hace es solamente ocultarlo, y esta ocultación es muy dañosa al crédito territorial, porque no da la medida de seguridad que merece el de cada uno. Es necesario ser lógicos: si se admite la hipoteca legal para asegurar derechos de personas que necesitan la protección especial del legislador, sólo se adelanta con ocultarla hacer peor la condición del que con sobrado desahogo puede cubrir las obligaciones a que están afectas sus propiedades, en beneficio del que no tiene lo necesario para satisfacerlas, o que si lo tiene carece de sobrantes que sirvan de garantía a nuevos créditos. Esta ocultación de las obligaciones a que está afecta la propiedad, sacrifica el crédito real al crédito aparente, introduce la desconfianza en la propiedad, y hace presumir que todas las fincas están sujetas a iguales cargas y obligaciones.
Adoptado por la comisión el sistema que queda expuesto, la frase hipoteca legal no tendrá ya la acepción antigua, sino que significará el derecho o la obligación de pedir y obtener una hipoteca especial sobre bienes raíces ó derechos reales que sean hipotecables y de que pueda disponer el hipotecante.
Aunque por regla general la hipoteca legal surta los efectos mismos que la voluntaria, el proyecto establece, sin embargo, entre ellas algunas diferencias que son resultado de su diversa naturaleza. Ya quedan indicadas algunas, y se expondrán otras en adelante. Desde luego debe tenerse en cuenta que como aquí la hipoteca es necesaria, como dimana de la ley y no de la voluntad de los contrayentes, no puede menos de establecerse una regla para el caso en que no haya conformidad entre los interesados acerca de la suficiencia de los bienes ofrecidos para hipotecar o de la parte de responsabilidad que ha de pesar sobre cada uno de ellos en el caso de que sean varios los que especialmente hayan de hipotecarse. La comisión deja a la decisión de la autoridad judicial estas diferencias, pero exigiendo como requisito previo que oiga antes a peritos que den prendas de acierto al fallo que ha de pronunciarse.
La misma razón que hay para la constitución de las hipotecas legales existe para reclamar y obtener su ampliación en el caso de que las constituidas lleguen por cualquier causa a ser insuficientes: sin esta ampliación la protección que dispensa la ley sería incompleta: puede decirse más; que aun omitida se sobreentendería, porque la interpretación, fundándose en el espíritu del legislador, supliría su silencio.
La tramitación que debe seguirse para la constitución de la hipoteca legal en los casos en que el juez debe exigirla de oficio o a instancia de parte legítima y para declarar su suficiencia, se ha determinado procurando conciliar la brevedad con el respeto a los derechos de los interesados.
Establecidas estas reglas generales respecto a la hipoteca legal la comisión expresa los casos únicos en que ha de tener lugar en lo sucesivo, y fija en cada uno de ellos las reglas que ha creído más adecuadas para que realmente sea una verdad lo que en el proyecto, propone. Esto requiere algunas observaciones.
Aseguración de los bienes de las mujeres casadas
La comisión no ha hecho ningún cambio respecto a los casos en que la mujer ha de tener hipoteca legal sobre los bienes de su marido; este punto está íntimamente enlazado con la constitución de la familia y con los derechos respectivos de los cónyuges. Hacer incidentalmente alteraciones sería una perturbación ajena a esta ley: esto será en su día el resultado de los detenidos y concienzudos estudios a que ha de dar lugar el Código civil. La hipoteca legal, por lo tanto, se constituye por las dotes, por los parafernales y demás bienes que las mujeres hayan aportado al matrimonio, si bien con algunas limitaciones, conforme a nuestra actual jurisprudencia.
Para que la dote dé lugar a la hipoteca legal es necesario que haya sido entregada solemnemente, al marido bajo fe de escribano. La mera confesión de dote no produce hoy hipoteca tácita, y no debe por lo tanto ser garantida en lo sucesivo con hipoteca especial: la que no se otorga por escritura pública, constando en ella la entrega, puede ser fácilmente simulada. Si la confesión se hace en última disposición valedera, según nuestro derecho actual, la dote confesada sólo tiene la consideración de legado, y no puede ser por lo tanto invocada ni contra los herederos forzosos, en cuanto puede perjudicar sus legítimas, ni contra los acreedores. Mas cuando la confesión es por acto entre vivos, a falta de una declaración expresa en nuestras leyes, muchos jurisconsultos notables buscan en el Derecho romano la fuerza de esta dote, llegando al extremo de negar toda excepción al marido cuando ha pasado el término de diez años después de la confesión. Esto equivale a introducir una presunción juris et de jure de haberse verificado entrega, a lo que parece consiguiente que después de trascurrido el término, se dé a la dote confesada, por lo que se refiere a la hipoteca, los mismos efectos que a la dote entregada. Esta opinión, que se presta a fundadísimas y fáciles impugnaciones, no podía ser adoptada. Mas al mismo tiempo no parecía justo privar del beneficio de la hipoteca, si bien con prudentes precauciones que evitaran el abuso, a la mujer que realmente hubiera llevado al matrimonio una dote cuyos bienes existieran aún, o estuviesen sustituidos por otros, pero de que por negligencia o por cualquiera otra causa no se hubiera otorgado escritura, o en la otorgada no se hubiese hecho mención de la entrega. El medio elegido al efecto consiste en dar el carácter y los efectos de dote entregada a la confesada por el marido antes de la celebración del matrimonio, o dentro del primer año de él, siempre que se haga constar judicialmente la existencia de los bienes dotales, o la de otros semejantes o equivalentes que los hayan sustituido.
Mas la obligación del marido respecto a la restitución de la dote, que es lo que afianza, no es igual según nuestro derecho, pues al paso que en la dote estimada el marido se constituye deudor de género, en la inestimada. debe devolver las cosas mismas que recibió. Así es que aunque las leyes de Partida digan que el marido siempre es el dueño de los bienes dotales, ha habido que acudir a ingeniosas distinciones para salvar la antinomia que resulta entre este principio y los diferentes efectos que establecen en cuanto a una y a otra: distinciones escolásticas de dominio que prueban sutileza e ingenio, pero que están lejos de satisfacer cumplidamente a las objeciones a que dan lugar. La comisión, dejando aparte estas cuestiones, ha considerado que el marido es el dueño de la dote estimada, sin más obligación que la de devolver su importe a la disolución del matrimonio: pero que en la inestimada sólo tiene el derecho de aprovecharse de ella para las necesidades de la familia, como lo hace el usufructuario, conservarla en buen estado y restituirla en las mismas cosas que recibió.
Consecuencia de esto es proponer que los bienes raíces de la dote estimada se inscriban a nombre del marido como cualquiera otra adquisición de dominio, y que sobre ellos mismos se constituya la hipoteca para la restitución; y por el contrario, que cuando la dote es inestimada, consistente también en bienes inmuebles, si estos se hallan inscritos ya antes como propios de la mujer, se haga constar solamente en el registro por nota marginal su calidad de dotales, y en otro caso, se inscriban a favor de la mujer con igual nota; pero sin que por esto se entiendan alteradas las reglas que establecen los casos y las limitaciones en que debe efectuarse la restitución; a esto no alcanza el proyecto. Como la obligación hipotecaria es subsidiaria de la personal, no puede extenderse a más de lo que esta comprende; de aquí se infiere que la cantidad que en la dote estimada se asegura, nunca puede exceder de la apreciación de los bienes dotales, y que cuando la dote se reduce porque en su constitución se han traspasado los límites señalados por las leyes, se reduzca también la hipoteca, cancelándose parcialmente.
Cuando la dote es inestimada y consiste en bienes inmuebles que se entregan al marido obligado a conservarlos y a restituirlos, hay que adoptar una regla para fijar la cantidad a que debe extenderse la hipoteca para el caso de que no subsistan a la disolución del matrimonio. Poca dificultad presenta esto cuando la tasación ha tenido lugar, aunque sea, como comúnmente se dice, sin causar venta, porque ya hay un tipo a que atenerse; pero cuando no hay valuación alguna, tendrá que hacerse esta, no para cambiar la índole de la dote, sino sólo para asegurar el reintegro de su importe, si llegasen a desaparecer los muebles dados en dote.
Aunque nuestro derecho escrito, como queda dicho, establece el principio de que el marido es el dueño de la dote, no le permite enajenar la inestimada por estar obligado a restituir lo mismo que recibió: por esto, bajo cierto aspecto, puede decirse que esta dote corresponde a los bienes de la mujer. Resulta de aquí que en rigor de derecho, la dote inestimada es inalienable y que los bienes que la constituyen no están en el comercio. En esto adoptaron las Partidas la innovación que el emperador Justiniano introdujo para libertar a las mujeres casadas de los peligros que su propia debilidad podía ocasionarles, reformando el derecho antiguo, en virtud del cual el marido, con consentimiento de la mujer, estaba autorizado par enajenar la dote, pero no para hipotecarla; diferencia que se fundaba en la menor resistencia que es de presumir que tendría la mujer para hipotecar que para vender. No está conforme la legislación aragonesa con la general, pues que desentendiéndose de la cuestión teórica respecto al dominio de la dote, establece que la mujer puede enajenarla y obligar sus bienes para el pago de las deudas contraídas por el marido. La legislación que actualmente rige en la mayor parte de la Monarquía es insostenible, porque deja fuera de circulación la gran masa de bienes que corresponden a la clase de dotables, y hace más triste la condición de la propiedad dotal, puesto que no viene en auxilio de las necesidades del propietario, que en medio de riquezas considerables puede encontrarse reducido a la indigencia. Para obviar estas dificultades, algunos escritores dicen que cuando las enajenaciones no llegan a la mitad de los bienes y la mujer las hace en unión con su marido, o cuando hechas por este, tiene ella intervención y promete con juramento no reclamar contra las mismas, suelen sostenerse, si bien a la mujer le queda el derecho de ser indemnizada en los bienes del marido. En la práctica actual vemos que, desentendiéndose de la prohibición legal, la mujer enajena la dote inestimada con licencia del marido. De esta divergencia entre la ley y la práctica ha dimanado que crean algunos que esta no quita a la mujer el derecho, si el marido carece de bienes, para reclamar contra el poseedor de la finca vendida, si no satisface su importe. Semejante estado de contradicción entre la ley y la conveniencia pública, y entre lo prescrito y lo que se observa, crea una incertidumbre que el legislador debe apresurarse a resolver, dando a la ley la flexibilidad necesaria para que pueda cumplirse sin inconvenientes. Atendiendo a esto los redactores del proyecto del Código Civil propusieron la reforma del derecho antiguo en el sentido de que el dominio de los bienes dotales fuera de la mujer, pero sin declarar que eran siempre enajenables, antes por el contrario, fijando los casos y la forma en que el marido y la mujer habían de poder enajenarlos y obligarlos. Siguiendo este mismo espíritu la comisión, propone que los bienes dotales hipotecados o inscritos con la calidad expresada, no se puedan enajenar, gravar ni hipotecar, sino en nombre y con el consentimiento expreso de ambos cónyuges; pero añade que en este caso quede a salvo a la mujer el derecho de exigir que su marido le hipoteque otros bienes en sustitución de los enajenados, o si no los tiene, los primeros que adquiera. Adopta al propio tiempo las medidas de precaución que ha creído conducentes para alejar los peligros de la inexperiencia cuando uno de los cónyuges es menor de edad, y resolviendo de paso respecto a este punto una antigua cuestión agitada entre los intérpretes y en el foro, ordena que siempre que sea menor uno de ellos, se observen en la enajenación de los bienes dotales las reglas establecidas al efecto en la Ley de Enjuiciamiento civil, y que si la mujer fuese la menor, el juez que autorice la enajenación haga que se constituya la hipoteca para la seguridad de la dote. Los bienes propios del marido que se hipotequen a la seguridad de la dote, seguirán la condición de los demás hipotecados. Podrá enajenarlos su dueño, si bien siempre irá adherida a ellos la hipoteca. Pero si llega el caso de extinguirse o reducirse la hipoteca porque desaparezca en todo o en parte la obligación de restituir, o de que la conveniencia de la sociedad conyugal, y tal vez la de la misma mujer exija que se subrogue o posponga, no podrá hacerse esto sin su consentimiento y sin que se observen en el caso de la menor edad de uno de los cónyuges o de ambos, los mismos requisitos que para la enajenación del fundo dotal.
Para evitar toda cuestión que pudiera suscitarse respecto a si ciertas disposiciones del Código de Comercio acerca de los bienes dotales están modificadas por esta ley, ha creído la comisión conveniente, aunque no lo reputa absolutamente necesario, expresar que quedan en toda su fuerza y vigor. Por una ley especial no deben considerarse derogadas las anteriores que tienen un carácter más general, cuando son compatibles con ella y caben dentro de su espíritu. Así se propone que no se reputen alteradas ni modificadas algunas disposiciones del Código de Comercio, cuya simple lectura justifica lo que se prescribe. Por la misma razón declara subsistente para el caso en que el marido no constituya la hipoteca o no inscriba los bienes de la mujer, y sin embargo los dilapide, el derecho que conceden a estas las leyes para exigir que los que subsistan de la dote, o se le entreguen, o se depositen en lugar seguro, o se pongan en administración.
Mas no son los bienes dotales los únicos que necesitan ser atendidos por el legislador, sino también los parafernales o cualesquiera otros aportados por la mujer al matrimonio. La legislación aragonesa no admite bienes parafernales, pues los que así se denominan en otras provincias de la Monarquía, tienen en las de aquel antiguo reino el carácter de dotales: no puede, por lo tanto, a ellos referirse lo que se dice en el proyecto, aplicable en la generalidad de la nación, donde existe esa diferencia de dotales y parafernales para los efectos jurídicos.
La misma protección que tiene la mujer respecto a los bienes dotales, se le otorga para los parafernales. El proyecto no innova en esto el derecho actual, porque hoy respecto a ellos existe la misma hipoteca tácita que en las dotales cuando el marido los administra, si bien no gozan de igual prelación según la opinión más probable y la más común de nuestros jurisconsultos. Cuando la mujer se reserva la administración de los parafernales, o estos no se entregan al marido por escritura pública, tampoco debe tener lugar la hipoteca, porque nadie tiene obligación de garantir la restitución de lo que no recibe, o de lo que no le ha sido entregado con las formalidades que establecen las leyes: si se permitiera lo contrario, se daría lugar a fraudes perjudiciales a un tercero.
Respecto a los demás bienes aportados por la mujer al matrimonio, la legislación foral es muy diferente en España. Por esto la comisión, después de proponer las reglas que ha estimado convenientes en lo que toca a los pueblos sujetos a las leyes de Castilla, por ser las vigentes en la mayor parte de nuestro territorio, ha establecido la regla general de que se entiendan bienes aportados al matrimonio, por lo que a la constitución de la hipoteca legal se refiere, los que bajo cualquier concepto, con arreglo a fueros o costumbres locales, traiga la mujer a la sociedad conyugal. Mas para ello exige que se entreguen al marido por escritura pública y con fe de escribano, bien sea con estimación que cause venta, o bien con obligación de conservarlos y devolverlos a la disolución del matrimonio, y que cuando la entrega sólo conste por confesión del marido se siga la misma regla que en igual caso queda expuesta respecto a la dote. No es menester demostrar la justicia de esta disposición, de aplicación fácil y segura, porque para ello concurren en los bienes a que se refiere las mismas razones que en los dotales.
La hipoteca legal no se extiende hoy a las arras y donaciones esponsalicias, a no ser que se hayan ofrecido como parte de la dote. Esto mismo se propone ahora. Pero como ni el marido ni sus herederos, cuando en la celebración del matrimonio hubo arras y donaciones esponsalicias, están obligados a devolver unas y otras, sino que su obligación es alternativa, teniendo la mujer o sus herederos la facultad de elegir en el término de veinte días contados desde el requerimiento, y pasando por su silencio este derecho al marido o a sus herederos, la comisión no ha podido menos de tomar e cuenta esta importante circunstancia. Establécese al efecto que la mujer dentro del plazo legal tenga que elegir por qué bienes quiere que se constituya la hipoteca, si por las arras o por las donaciones, y que se cuente el término desde el día en que se hizo la promesa, pasando después la facultad de elegir al marido y a sus sucesores. El precepto en el fondo es el mismo; sólo se cambia el tiempo en que debe elegirse, para hacer posible y oportuna la constitución de la hipoteca.
Delicada es la cuestión de las personas a quienes debe otorgarse el derecho de exigir que preste el marido la hipoteca legal establecida a favor de su mujer, porque en ello se interesan, además de las consideraciones generales, las de orden y buena armonía en el matrimonio.
Cuando el matrimonio ha sido ya contraído, y la mujer es de mayor edad, ha reputado la comisión como peligroso que cualquiera persona, por allegada que sea, venga a interponerse entre ella y el marido; ha temido por la felicidad doméstica de los cónyuges, y ha preferido que padezcan los intereses a que se perturbe la paz de la familia. Si la mujer calla, teniendo capacidad para reclamar y franca la puerta para hacerlo, debe respetarse su silencio; la intervención de otras personas será generalmente más fecunda en males que en beneficios.
Mas cuando aun no se ha contraído el matrimonio, cesan estos temores y sobre todo si la mujer es menor de edad, no puede la ley disminuir la vigilancia especial y la protección que dispensa siempre a los que no considera con la aptitud y medios bastantes para protegerse a sí mismos.
Por eso, no sólo se permite, sino que se excita a las personas que más naturalmente se interesan por la mujer, a ejercitar el derecho de exigir la hipoteca y calificar su suficiencia. Entre ellas no podrá dudarse que el padre, la madre y el que dio la dote, deben ser los primeros autorizados para reclamar la seguridad de los bienes de la mujer; el amor que a unos inspira la naturaleza, el deseo que debe tener el donante de que no se malogre el sacrificio que hace, y que no perezca su donativo a manos de un marido disipador, son una prenda de que la hipoteca se exigirá y quedará constituida.
Pero si la mujer estuviere bajo curaduría, ya hay persona obligada a exigir la hipoteca al celebrarse el matrimonio: el curador que lo omite, debe quedar sujeto a responsabilidad, y el promotor fiscal, en representación del Estado, tutor supremo de los menores, denunciará al juez la conducta del curador, bien de oficio, o bien a instancia de cualquier persona, que compadecida de la desgracia ajena, quiera contribuir a su alivio, y solicitará que se compela al marido a otorgar la hipoteca. Para aumentar la seguridad de que no será eludido este deber, los jueces de paz tienen el de excitar a los promotores fiscales a su cumplimiento.
Como las personas llamadas a calificar las hipotecas pueden creer que los bienes ofrecidos para constituirlas no son hipotecables, o que no corresponden al marido, o que no son suficientes, o que por cualquiera otra circunstancia no deben ser admitidos para seguridad de los correspondientes a la mujer, y en estas apreciaciones puede haber error y alguna vez falta de buena fe, queda abierta la puerta al marido para hacer valer sus pretensiones ante la autoridad judicial.
¿Quedará así bastantemente asegurado el otorgamiento de la hipoteca? La comisión sólo dirá que cree haber buscado todos los medios posibles para que sea una verdad práctica la hipoteca legal a favor de la mujer casada, y que tiene la convicción íntima de que lo que propone le da mucho mayores garantías que cuanto hasta aquí se ha establecido.
Hipoteca por los bienes reservables
Aunque es generalmente conocida por todos la poca expresión de nuestras leves en lo que concierne a los bienes reservables, no se nota sin embargo en ellas la omisión de consignar que los hijos de primer matrimonio tienen una hipoteca tácita para su restitución en los bienes del consorte que sobrevivió y pasó a segundas nupcias. Pero como la hipoteca es general sobre todos los bienes del cónyuge obligado a restituir, puede conocerse su frecuente ineficacia y la necesidad de armonizarla con los principios que dominan en todo el proyecto. Hay en este caso una razón más: no definido de un modo terminante en la ley el derecho que después del segundo matrimonio tiene el cónyuge superviviente en los bienes reservables, pareciendo por una parte dueño de ellos y por otra un mero usufructuario, se ha suscitado la duda de si las enajenaciones que hace deben considerarse y declararse en su caso nulas desde luego, o si ha de esperarse a su fallecimiento para que la declaración de nulidad pueda tener efecto. Esta última opinión es generalmente la seguida, porque se obliga a anular la enajenación cuando aun no puede saberse si ha de llegar el caso de la restitución, puesto que es incierto si los hijos del primer matrimonio han de sobrevivir a su padre o madre. Mas, cualquiera que sea la opinión que se adopte, nadie desconocerá que en ninguna de ellas se hallan bien definidos los derechos del padre o madre; que el dominio del adquirente de los bienes de esta clase se halla en incierto, porque pende más que de la ley de las opiniones de los jueces; que la propiedad pierde en tal estado de vacilación e incertidumbre, y que los hijos pueden encontrarse despojados de sus derechos legítimos a la reserva por falta de hipoteca eficaz o de inscripción que los asegure. Para salir de semejante estado la comisión ha establecido reglas análogas a las que deja expuestas para garantir los derechos de la mujer casada. Estas son hacer constar la cualidad de bienes reservables en las inscripciones respectivas de dominio, para que, apercibidos los adquirentes, sepan la reserva a que están afectos los inmuebles, o constituir una hipoteca por su valor y por el de los demás bienes sujetos reserva sobre los mismos inmuebles y los de la propiedad absoluta del padre o madre que se ofrezcan en garantía. Así la carga hipotecaria pesará constantemente sobre las fincas hasta que llegue el caso del fallecimiento del que debe reservar, o hayan los bienes vuelto a adquirir su condición de libres.
Para que el precepto sea eficaz había también que establecer una serie de personas que pudieran reclamar la inscripción o la constitución de la hipoteca. Cuando los hijos son mayores de edad, lo natural es que ellos sean los únicos que puedan pedirla: si ellos no lo hacen, implícitamente renuncian a su derecho y no debe el legislador protegerlos innecesariamente: las excepciones que se hacen del derecho común en atención a la menor edad, no deben ser extensivas a los que ya tienen toda la capacidad intelectual que supone la ley en los que han salido de ella.
Pero cuando los hijos de familia son menores, entonces la ley debe ser solícita por sus intereses, y garantirlos contra la malversación de los padres y contra la imposibilidad que ellos tienen de mirar por sí mismos. Al efecto se impone al padre o a la madre la obligación de presentar al juzgado un expediente suficientemente instruido, en el que se comprendan todos los particulares que puedan conducir a asegurar los derechos de los hijos; se les señala para su presentación el término de noventa días, contados desde que por la celebración del segundo o ulterior matrimonio hayan adquirido los bienes el carácter de reservables; se fijan los procedimientos que han de seguirse para obtener la inscripción o la hipoteca, y se impone al juez de la obligación de cuidar bajo su responsabilidad de que se hagan las inscripciones y asientos en los registros de la propiedad y de las hipotecas. Mas si el que debe reservar deja de cumplir a su tiempo con el precepto de la ley, entonces estarán en el caso de reclamar su cumplimiento los tutores o curadores de los hijos si tuvieren, y en su defecto los parientes de cualquier grado y línea y los albaceas del cónyuge premuerto.
Cuando el padre no tiene bienes para asegurar en todo o en parte la obligación de restituir, no por eso se omitirá la formación del expediente, que tendrá por objeto hacer contar la reserva, su cuantía y la obligación de constituir la hipoteca en los primeros inmuebles que el padre adquiera. Mas si los bienes reservables fueren raíces, la garantía será hacerlo constar en el registro de la propiedad. Lo que se dice del padre comprende también a la madre; pero entonces la obligación de hipotecar será extensiva respecto a los bienes presentes o futuros de aquel con quien se enlace en segundas nupcias.
Hipotecas por razón de peculio
La hipoteca legal que tienen los hijos sobre los bienes del padre por los del peculio que administra, esto es, por los del peculio adventicio, se halla expresamente establecida en las Leyes de Partida, las cuales sin embargo van más adelante, declarando que si el padre no puede restituirlos por haberse deshecho de ellos, y no tiene lo bastante para satisfacer al hijo, corresponde a este una acción real contra cualquier poseedor de los bienes que constituyen el peculio. Esta regla no es extensiva a los bienes profecticios, tanto porque en ellos la propiedad es del padre, como porque no es este, sino el hijo el que los administra, ni a los peculios castrenses ni casi castrenses, en cuya propiedad, usufructo y administración el hijo es considerado como padre de familia. La comisión ha aceptado lo dispuesto en las Leyes de Partida, sin dar a la hipoteca legal más extensión que la en ellas establecida.
Cuando los hijos son mayores de edad, no hay más que aplicar los mismos principios adoptados respecto a los bienes reservables. Cuando son menores, ha parecido que sería conveniente establecer otro orden de personas que puedan pedir la inscripción o la hipoteca, facultando al efecto a aquellos de quienes proceden los bienes e que consiste el peculio, a sus herederos y albaceas, a los ascendientes del menor y a la madre cuando estuviere separada legalmente del marido. Pero en todo caso tendrá el tutor o curador del hijo dueño del peculio, la obligación de pedir la constitución de la hipoteca, y si algún otro de los antes indicados se anticipare a solicitarlo, siempre se dará al tutor conocimiento del expediente, y será oído en él. La diferencia que hay entre las personas autorizadas para pedir la hipoteca en este caso y en el de los bienes reservables, se funda en la distinta procedencia de unos y otros bienes, y en que no concurren por regla general respecto al padre los motivos de desconfianza que inspiran las segundas nupcias.
Hipoteca por razón de tutela y curaduría
La Ley de Enjuiciamiento civil, que tan solícita se mostró en favor de los menores fijando reglas no siempre conformes con el antiguo derecho, sustituyó la garantía hipotecaria a la de fiadores, que era la que según las Leyes de Partida debían dar los guardadores para asegurar el exacto cumplimiento de su cargo. La comisión, aceptando las reformas de la nueva ley, asegura más y más su cumplimiento. La obra estaba, no sólo comenzada, sino casi terminada: la comisión se limita a completarla en lo que se refiere a hacer efectiva la hipoteca con que debe afianzarse el buen desempeño de la tutoría o curaduría de los hijos, cuya madre pasando a segundas nupcias ha obtenido dispensa de ley para continuar en la dirección de los que hubo en su primer enlace.
El remedio más radical consiste en que no se expida la Real cédula de habilitaciones antes de haber prestado la hipoteca correspondiente, y es el adoptado por la comisión. Pero como es necesario que la guarda del huérfano, del menor o del incapacitado no esté abandonada indefinidamente, se señala el término de sesenta días desde la celebración del nuevo matrimonio, para que si dentro de él la hipoteca no se constituye, nombre el juez, bien de oficio, bien a instancia de cualquiera de los parientes, otro tutor o curador que dé la seguridad hipotecaria, ordenando que además de las solemnidades que esta previene, antes de aprobar la fianza, oiga en su caso al pariente, que pidió el nombramiento, porque es el que parece más interesado en que no se dilapide la fortuna del hijo.
Otro medio no menos eficaz establece el proyecto para que no deje la madre que se case por segunda vez de afianzar la gestión de su cargo, continuando sin embargo en su desempeño. Este medio es obligar al marido a imponer sobre sus propios bienes una hipoteca especial bastante para que queden garantidos los intereses del constituido en tutela o curaduría. La misma disposición se ha hecho extensiva al caso en que la madre que está desempeñando, o ha desempeñado el cargo de tutora o curadora, pase a segundas nupcias antes de obtener la aprobación de las cuentas de su cargo, porque no había motivo alguno para establecer diferencias.
Pero, sí se ha de evitar que el precepto de la ley sea ilusorio, es indispensable señalar las personas a quienes se impone la obligación de reclamar la prestación de la hipoteca, cuando el hijo sea menor de edad. Al efecto ha impuesto este deber por orden sucesivo al tutor ad bona del hijo, al curador ad litem si lo tuviere, a todos sus parientes por línea paterna, y después a los de la materna.
Por último, se declara expresamente que en el caso de que la hipoteca constituida llegare a ser insuficiente, pueda el juez, o exigir que se amplíe, o adoptar las medidas que conceptúe más eficaces para asegurar los bienes del menor y del incapacitado. Se le ha dejado en esto una prudente latitud, porque establecer una regla general a que tuviera que sujetarse inflexiblemente, podría ceder en daño de aquellos a quienes se quiere proteger. En todas las disposiciones que comprende esta parte del proyecto ha cuidado la comisión de ponerlo en estrecha armonía con la Ley de Enjuiciamiento civil, en la que se encuentran otras medidas saludables respecto a la garantía de los que están en tutela y curaduría, que si hubieran sido omitidas en ella, no dejarían de figurar en el trabajo que la comisión presenta. Reunidas, pues, las prescripciones de la Ley de Enjuiciamiento civil y las que ahora se proponen en lo que se refiere a la garantía de los huérfanos, de los menores y de los incapacitados, cree la comisión que quedan más asegurados sus intereses que por el antiguo sistema de las hipotecas tácitas, por los medios más eficaces determinados y prácticos que el derecho nuevo les otorga.
Hipotecas a favor de la Administración
En todos tiempos se ha equiparado al Estado, a las provincias y a los pueblos, con los menores, y se les han dispensado iguales o mayores consideraciones, hasta el de concederles el beneficio de la restitución in integrum, para que pudieran obtener reparación de los perjuicios que les sobreviniesen por culpa de los que debían mirar por sus intereses, o por fraude de otras personas. No está llamada la comisión en este proyecto a examinar si son o no justos y convenientes a la Administración estos beneficios; pero limitándose al estado actual de nuestro derecho, cree que no puede negárseles la hipoteca legal, si bien con el carácter de especial y pública, para ponerla en armonía con el nuevo sistema. La hipoteca legal se establece sobre los bienes de los que contratan con la Administración y manejan sus intereses por la responsabilidad en que pueden incurrir, y sobre los bienes de los contribuyentes por el importe de una anualidad vencida y no pagada de los impuestos que gravitan sobre ellos. No puede ser más reducido el beneficio. Aun el primero de estos dos casos, más que como beneficio singular, puede considerarse como una disposición común del derecho, porque siguiendo el sistema de la comisión, se ha sustituido la hipoteca especial y expresa a la general y tácita, y ha habido por lo tanto necesidad de ordenar que las direcciones generales del Estado, los gobernadores de las provincias, y los alcaldes exijan la constitución de hipotecas especiales sobre los bienes de los que manejan fondos públicos o contratan con el Estado, con las provincias o los pueblos en la forma que prescriban los reglamentos administrativos. Es decir, que en lo que se refiere a la hipoteca cesa el antiguo privilegio; porque del mismo modo que un particular exige las garantías que estima convenientes a sus administradores y a las personas que con él contratan, la administración, exigiéndolas, no hace más que aplicar a la gestión de los negocios públicos lo que los particulares a veces hacen en los suyos. Libre es la administración para aumentar los casos en que han de exigirse estas garantías: en sus reglamentos, en sus contratos, no dejará de asegurar por medio de hipotecas expresas y convencionales los intereses cuya dirección le está encomendada; en ellos está el medio de evitar perjuicios a los pueblos, a las provincias y al Estado. Este es el sistema que tiene ya adoptado en todos sus contratos y en todas las administraciones de fondos públicos, dando una prueba evidente de que está convencida del poco valor de la hipoteca legal, general y tácita, que más que para su garantía sirve para que figure entre sus privilegios uno que siendo frecuentemente ineficaz, da a veces ocasión a que se miren con descuido las precauciones convenientes para evitar que sean perjudicados los intereses públicos, y excita justos clamores por su exorbitancia. Más previsora la administración en nuestros días que en los tiempos que pasaron, se cuida de atajar el mal en su origen más que de buscar después de sucedido remedios extraordinarios, de utilidad problemática y de dudoso éxito. La comisión sigue el impulso de la administración al proponer la reforma.
La hipoteca de los bienes de los contribuyentes para el pago de las contribuciones se ha limitado a un año, porque no es de presumir que dentro de él deje la administración de hacer que se satisfaga lo que en este concepto se adeude. El que compra una finca debe suponer que está al corriente en el pago de contribuciones, porque nadie ignora las vías de apremio que tan ejecutivas son contra los morosos. Si los agentes de recaudación han sido omisos, esta falta no debe recaer sobre un tercero, que no puede menos de considerarlos como diligentes. Así sabe el adquirente hasta dónde puede llegar la responsabilidad de una finca, y tendrá buen cuidado, si la adquisición es por título oneroso, de que le acredite el enajenante que no tiene descubiertos, o sabrá por lo menos de un modo fijo los que tenga.
Hipoteca a favor del asegurador
El premio del seguro es deuda que debe afectar con hipoteca a la finca asegurada: no hay ley que terminantemente lo ordene, pero no puede dudarse de su justicia, tanto por los riesgos que corre el asegurador, mayores que en los demás contratos, como porque si bien no puede decirse, atendido el tecnicismo riguroso, que es una carga real que grava la propiedad, tiene mucha semejanza con ella y suele estipularse en los contratos de seguros de bienes inmuebles.
Por esto el proyecto, siguiendo el ejemplo de otras naciones, y atendiendo más a lo que debe ser que a lo que derecho existe, comprende entre las hipotecas legales la de los bienes asegurados por los premios del seguro de dos años, y cuando el seguro es mutuo, por los dos últimos dividendos que se hubieren hecho. Los premios devengados anteriormente no deben exigirse en perjuicio de tercero: la ley presume que estaban satisfechos. Si no lo están, es por culpa de los aseguradores, los cuales pueden perpetuar su derecho exigiendo y obteniendo una hipoteca especial por las cantidades que se adeuden, cualquiera que sea la fecha en que debieron satisfacerse, pero sin que esto perjudique al tercer adquirente, que obtuvo el dominio de la finca u otro derecho real sobre ella antes de que la inscripción llegara a efectuarse.
Del modo de llevar los registros
No ha tenido la comisión que luchar con dificultades tan graves en esta parte del proyecto como en todas las hasta aquí mencionadas. No hay que consultar en ella los derechos existentes, ni tratar de conciliarlos, ni establecer el dificilísimo tránsito de un sistema a otro basado sobre principios diferentes. Sin inconveniente alguno se puede adoptar un nuevo método de llevar los registros y aceptarlo con todas sus consecuencias. No podrán perder en ello los derechos civiles; al contrario, ganarán mucho, porque la experiencia ha señalado las reformas que pueden y deben hacerse, y esto, además de convenir al orden, a la facilidad del manejo de libros, es beneficioso a la propiedad y a los demás derechos en la cosa, pues que cuanto mejor constituidos estén los registros, mayor es su garantía. No debe la comisión exponer aquí todas las medidas que propone sobre el modo de llevarlos para asegurar su legalidad y su autenticidad: la mayor parte de ellas no necesitan ni explicarse ni justificarse. Por esto la comisión sólo hará mención de muy escasos puntos. Entre ellos ocupa el primer lugar la necesidad de que todos los libros de registro sean iguales y se formen bajo la dirección del Ministerio de Gracia y Justicia con cuantas precauciones sean convenientes para impedir fraudes y falsedades. No teme la comisión que ni aun los partidarios más decididos de la descentralización absoluta encuentren poco atinada esta prescripción. Los registros de la propiedad los registros de las hipotecas encierran en sus páginas el depósito de intereses permanentes del Estado; lo que en ellos se escriba, si bien algunas veces tiene limitados sus efectos a la generación que vive, ha de afectar aún más profundamente a los intereses de las generaciones venideras, que allí verán escritos los derechos de la propiedad, la serie de las sucesiones, las alianzas de las familias, la garantía del crédito y la seguridad de las transacciones verificadas en los siglos que pasaron. La dirección del Gobierno es la única capaz de dar a estos registros la uniformidad, sin la cual, abandonada la ley al arbitrio de los registradores, pronto perdería su carácter, se desfiguraría en las localidades, y muy luego caería en un descrédito completo. El papel de los libros, el modo de fabricarlo, las marcas y señales que debe llevar, la forma de hacer las encuadernaciones, y hasta la tinta y la pluma que se usen para escribir en ellos, puede influir grandemente en su larga conservación, en hacer imposibles o difíciles al menos las falsificaciones y fácil su descubrimiento: esto por sí sólo basta a veces para detener la mano de los falsificadores. La dirección del Gobierno será, cada vez que se renueven los registros, una nueva advertencia a los registradores de que tienen rigurosamente que ajustarse a las formalidades establecidas por la ley y reglamentos, llenar las casillas, y hacerlo todo con entera sujeción a lo que se halle prevenido: así no nacerán prácticas abusivas que, fundadas aparentemente en la conveniencia de simplificar, pero aconsejadas en realidad por la desidia, concluirían por dejar sin efecto las precauciones más bien meditadas.
Nunca deben salir de las oficinas los libros del registro: nada hay que pueda justificar esta traslación; si se necesitan para diligencias judiciales, medios tienen los juzgados para obtener de un modo fehaciente todo cuanto conduzca a la aclaración de los hechos que se quieran averiguar, ya sean en el orden civil, ya en el criminal. Desde el momento en que se sacan los libros de un archivo, pueden correr peligro cuantiosos intereses, y no es justo que para la comodidad de un litigante o para la decisión de un solo negocio, se cause perjuicio a todos los que tengan derechos reales en la demarcación de un partido judicial. Este mismo principio ha prevalecido en el proyecto de Ley de Notariado, y merecido la aprobación de uno de los Cuerpos colegisladores. Desde el momento en que los libros salen de la oficina en que se hallan y pasan a manos diferentes de aquellas que en todo tiempo tienen obligaciones de responder de su autenticidad, desde que pasan de unas a otras oficinas, por esmeradas y escrupulosas que sean las diligencias que se adopten para salvar su integridad, desde que la responsabilidad no es una, sino que se divide y subdivide entre muchos, natural es que pierdan en el orden moral algún tanto de confianza y la seguridad que deben inspirar a todos por completo.
La división del registro en dos secciones, la de la propiedad y la de hipotecas; los diferentes libros que deben llevarse por los registradores; la manera de llevarlos; las circunstancias de los asientos; las diligencias que diariamente han de practicarse para alejar todo peligro de que aparezca hecho en tiempo o fuera de tiempo un asiento; las notas en los títulos inscritos; las precauciones convenientes para que no queden perjudicados los derechos fiscales; la conservación de los documentos que han de quedar en las oficinas, y el modo de que no sea ilusoria la facultad de los interesados para cerciorarse de que las inscripciones, anotaciones o cancelaciones están inscritas con toda exactitud y que no tienen omisiones indebidas, se describen a juicio de la comisión con precisión y claridad, no desdeñando descender a pormenores que no son ociosos en punto de tanta gravedad, y en que tan irreparables perjuicios puede ocasionar el más pequeño descuido. Se lisonjea la comisión de no haber omitido nada de cuanto ha encontrado en nuestro derecho propio o en el derecho extranjero, que sea aplicable a estos tiempo y a España, y pueda contribuir a la perfección de los registros.
Dos observaciones añadirá aquí respecto a dos disposiciones que ha escrito en el proyecto. Es la primera, que las inscripciones hechas en días feriados sean nulas. Parecerá tal vez a algunas excesivo el rigor de esta prescripción, y creerán que la comisión por una falta disculpable, o de poca importancia al menos, ha impuesto la gravísima pena de pérdida de derechos. Pero a poco que mediten, no podrán menos de reconocer la justicia y la necesidad de este artículo; de otro modo, el que en un día festivo no llevase al registro una escritura para que se tomase de ella razón, en la seguridad de que tampoco otro podía hacerlo, y acudiera a la primera hora del siguiente día hábil, quedaría perjudicado por el que, sólo a la sombra de la infracción de la ley, hubiera ganado la preferencia. La otra observación se refiere a la facultad que se da a los interesados para exigir que antes de hacerse un asiento en el libro, se les dé conocimiento de la minuta, con objeto de que puedan pedir y obtener que se subsanen los errores u omisiones que adviertan. Ni el registrador contra su opinión debe acceder a lo que el interesado reclame, ni al interesado tampoco ha de privársele de todo recurso para obtener su deseo en el caso de que se hubiere desestimado. Pero en estas cuestiones de fácil apreciación no debían seguirse las largas y solemnes formas de los juicios; son más bien actos de jurisdicción voluntaria que pueden resolverse con acierto, sin necesidad de contención. Por esto la comisión ha dejado la decisión a los regentes de las audiencias o a sus delegados, creyendo que así quedan bastantemente garantidos los derechos de todos los interesados.
De la rectificación de los asientos del Registro
Si imprudentemente se abriera la mano para facilitar las rectificaciones en los registros, se daría lugar a falsificaciones y a abusos escandalosos. No debe por otra parte impedirse que los errores cometidos y que puedan ser perjudiciales a alguno de los interesados se corrijan oportunamente, porque a la sombra de una equivocación no es justo se creen o se quiten derechos legítimos.
Los errores que puedan cometerse, o han de ser materiales o de concepto. Como esta simple enunciación, por lo vaga e indeterminada, podría dar lugar a dudas, ha creído la comisión que debía fijar la significación de las palabras, si no por definiciones poco propias de una ley, por regla general, con su descripción, procurará la mayor exactitud en materia tan delicada.
Propone, pues, que se entienda por error material el que consiste en poner sin intención conocida unas palabras por otras, en omitir la expresión de algunas circunstancias cuya falta no sea causa de nulidad, o en equivocar los nombres propios o las cantidades al copiarlas del título, sin cambiar el sentido general de la inscripción ni el de ninguno de sus conceptos. Al contrario; por error de concepto entiende el que se comete alterando o variando el sentido del título al expresar en la inscripción alguno de los puntos que contiene, pero sin que esta falta produzca necesariamente la nulidad, pues entonces la inscripción no es rectificable, quedando a salvo a quien la nulidad cause perjuicio, el derecho de reclamarla. No sabe la comisión si habrá llegado a formular estas declaraciones con la claridad que desea y apetece.
Respecto a los errores materiales hizo la comisión diferencia entre aquellos que pueden ser rectificados en vista de los títulos que obran en los registros o de las inscripciones principales, y aquellos de que no existan allí estos medios de examen, comparación y comprobación. En el primer caso, ha creído que sin inconvenientes dignos de tomarse en cuenta, podría dejarse a los registradores la facultad de hacer las rectificaciones; no así en el segundo, en que para la rectificación le pareció necesaria la conformidad del interesado que tenga en su poder el título inscrito, o en su defecto una providencia judicial, dando de este modo en todo caso una garantía de que no ha de procederse con ligereza.
Con mayor circunspección se deberá proceder respecto a los errores de concepto, cuando estos no aparezcan claramente de las mismas inscripciones, anotaciones, cancelaciones o asientos: la comisión exige que la rectificación no se pueda hacer sin consentimiento unánime de todos los interesados y del registrador, o sin una providencia judicial, la cual siempre que haya oposición, sea resultado de un juicio ordinario, con todas las fórmulas y solemnidades que esta clase de pleitos requiere para el acierto de los fallos. Mas cuando el error está sólo en los asientos de presentación, en las notas marginales, en las indicaciones de referencia y en los asientos del registro de las hipotecas por orden alfabético, y la inscripción basta para hacerlos conocer, entonces se da facultad al registrador para que por sí los rectifique.
Se ve, pues, por lo que queda expuesto, que la comisión ha adoptado un orden gradual, atendida la diferencia de casos, para impedir que en los registros se hagan variaciones que no estén motivadas, y evitar, cuando esto suceda, perjuicios a los interesados.
Pero no se ha contentado la comisión con estas prescripciones que por sí mismas parecen suficientes a alejar fraudes y peligros a tercero. Ha querido que nunca se vean en los registros, con motivo de errores, bien materiales o bien de concepto, enmiendas, tachas ni raspaduras: estas hacen desmerecer los libros en que se hallan y les dan un carácter, aunque sea exterior, de poca autenticidad, desfavorable al crédito territorial, que es uno de los intereses que en primer término deben consultarse en las leyes hipotecarias. El error debe quedar siempre escrito para que en todo tiempo puedan conocerse y justificarse el motivo y la exactitud de la rectificación. Así, cuando se trata de errores materiales, un asiento nuevo en el cual se exprese y rectifique con claridad el error cometido, será el modo de corregirlos.
Los errores de concepto pueden reconocer dos causas diferentes: o la equivocada inteligencia que den los registradores a alguna cláusula clara y precisa del título, o la redacción vaga, ambigua o inexacta de este. Cuando los errores son de esta última clase, sólo en virtud de un título nuevo podrá hacerse la inscripción, debiendo ser todos los gastos que se ocasionen de cuenta de los interesados, que por su descuido, falta de previsión o impericia, dieron lugar a ello.
Pero cuando el error dimane del registrador, la nueva inscripción se hará teniendo a la vista el título ya inscrito, siendo de cargo del registrador los daños y perjuicios que su falta de inteligencia exclusivamente ocasionó. Sólo a la autoridad judicial corresponderá resolver las diferencias a que den lugar las rectificaciones: la comisión así lo consigna expresamente.
Pero de todos modos las rectificaciones de concepto no pueden retrotraerse a la fecha de la inscripción rectificada; por pequeña que sea la equivocación, los interesados tienen en el proyecto medios suficientes para evitar el error, reclamándolo oportunamente: el que ignorante de ella acude al registro y contrata en la seguridad de que no hay una inscripción o anotación que pueda perjudicar a la adquisición de un derecho real, no debe experimentar daño por la omisión del que no cuidó oportunamente de que la inscripción fuera rectificada. Este es el único que debe sufrir las consecuencias de su conducta, como se declara en el proyecto.
De la dirección e inspección de los registros
Al exponer las bases generales de la ley, queda consignada la de que los registros dependan del Ministerio de Gracia y Justicia, y los motivos poderosos y decisivos que así lo aconsejan; punto que por otra parte está ya resuelto por el Gobierno. Pero allí sólo quedó consignado el principio general, cuyo desenvolvimiento exige otras medidas que, en concepto de la comisión, deben tener el carácter legislativo.
Estas medidas son las de establecer un sistema de dirección, de inspección y de vigilancia que, al mismo tiempo que sea una prenda de que la ley se cumplirá religiosamente, dé impulso y uniformidad a su ejecución, impida que nazcan abusos o malas prácticas y castigue en su origen las que comienzan a aparecer. Sin un sistema de dirección y vigilancia organizada del modo que propone la comisión o de otro equivalente, la obra del legislador, falta de centro especial, que es una condición necesaria para su buena ejecución, abandonada a la interpretación local, y por lo tanto a la diversidad de prácticas y abusos que de ella se derivan, aislada, y mirada, no con la predilección y cuidado que de suyo exige, sino como un negocio subalterno, quedará imperfecta y no producirá los bienes que de la ley debe esperar el país, que con tanta ansia pide y desea la reforma hipotecaria. Estas consideraciones han movido a la comisión a proponer que bajo la dependencia inmediata del Ministerio de Gracia y Justicia se establezca una Dirección general del registro de la propiedad, fijando las atribuciones necesarias para que se llene cumplidamente el objeto de su creación. Así se formará prontamente y conservará una jurisprudencia tan general como ajustada al espíritu de la ley, que será el complemento necesario del precepto escrito por el legislador, y habrá un depósito de tradiciones y doctrinas de que aún más que la generación actual se aprovecharán las venideras.
Pero esta dirección necesita ser secundada en sus esfuerzos por agentes entendidos y prácticos en los negocios. No ha pensado la comisión en el establecimiento de funcionarios especiales que inspecciones y vigilen el cumplimiento de la ley y la ejecución de los reglamentos y disposiciones del Gobierno. Los graves inconvenientes a que esto daría lugar no necesitan encarecerse: la comisión por esto propone que los regentes de las audiencias sean los inspectores de los registros de su territorio, y que ejerzan inmediatamente las facultades que en este concepto les corresponden por medio de los jueces de primera instancia de los respectivos partidos, que para este objeto serán sus delegados, y que en los partidos en que haya más de un juez de primera instancia, ejerza la delegación el que designe el regente. Así se enlazan también los registros estrechamente con los funcionarios del orden judicial, que son los que tienen más ocasiones y más medios de conocer los defectos y la conducta de los registradores.
La inspección deberá ejercerse por medio de visitas ordinarias y extraordinarias, para las cuales se autoriza a los regentes a delegar sus facultades en un magistrado de la audiencia; por comunicaciones y estados periódicos que deben dirigírseles, y por la jurisdicción disciplinal que se les confiere y que comprende hasta la atribución de suspender a los registradores, nombrando al que, mientras resuelva el Gobierno, haya de suplirlos.
A su vez los registradores pueden consultar con el regente o con el juez delegado las dudas que se ofrezcan sobre la inteligencia y ejecución de la ley y de sus reglamentos, los delegados con los regentes, y estos con el Gobierno, quedando así establecido un sistema completo de dependencia y de unidad en esta parte interesante de la administración pública.
Mas como no es justo que mientras no se resuelven las dudas, puedan causar perjuicio a los derechos de los que llevan sus títulos para la inscripción, anotación o cancelación, ni que causen mayores gastos a los interesados, se adoptan en el proyecto medidas conducentes para evitarlos.
De la publicidad de los registros
La publicidad de los registros, cuya inteligencia y extensión quedan manifestadas al principio de esta exposición, es una de las bases fundamentales de la ley. A su desenvolvimiento ha destinado la comisión un título del proyecto.
La publicidad puede darse o por medio de la exhibición de los registros en la parte necesaria a las personas que tengan interés en consultarlos, o por certificación de los registradores, únicos documentos con que puede acreditarse en perjuicio de tercero, la libertad o gravamen de los bienes inmuebles o de los derechos reales. Esto es consecuencia necesaria del principio de que a los terceros sólo pueden perjudicar los derechos inscritos, no los que dejen de estarlo, por más que realmente existan y tengan fuerza entre los contrayentes.
Los que pueden certificar los registradores, el modo de pedir y obtener las certificaciones, la forma de expedirlas, el término dentro del cual deben darse, los asientos a que sólo pueden referirse, y las autoridades a que se ha de acudir por los interesados contra las injustas denegaciones de los registradores, todo se prefija con la posible concisión, pero sin sacrificar la claridad. No necesitan explicarse los motivos de las disposiciones de este título: las que podrían exigirlo están íntimamente enlazadas, y aun puede decirse que dependen otras prescripciones del proyecto, y por lo tanto quedan ya consignados sus motivos en esta exposición.
De los registradores
Del nombramiento, cualidades y deberes de los registradores
Como son tan extensos los deberes que el proyecto impone a los registradores y tan grave la responsabilidad que hace pesar sobre ellos, natural es que exija que los que han de serlo, reúnan circunstancias que prometan el buen desempeño de su cargo, precaviendo así los males que no siempre se remedian fácilmente por completo cuando suceden, por más que la ley, en su previsión, con medidas preventivas y reparadoras procure la completa indemnización de los perjudicados.
Tres requisitos ha exigido la ley en los registradores, a saber: la mayor edad, que sean abogados y que hayan desempeñado funciones judiciales o fiscales, o ejercido la abogacía cuatro años por lo menos.
Nada debe decir la comisión del primer requisito: no cree que habrá quien sostenga que el que en concepto de la ley necesita la dirección ajena en todos sus intereses hasta los más pequeños, pueda tener a su cuidado en tan grande escala y con tanta responsabilidad, los ajenos. Pero sí necesita fundar el cambio que hace en la legislación hoy existente, al proponer que en adelante se confíe a letrados lo que hasta aquí ha correspondido a los escribanos.
Todos los que lean la ley con detención, se convencerán de que necesita tener muchos conocimientos jurídicos el registrador, puesto que está llamado a resolver graves y complicadas cuestiones de derecho. No basta que tenga una instrucción práctica; es menester que esta sea también científica: en materias técnicas y facultativas debe buscarse al que por su profesión tiene la obligación de saber, y por presunción de la ley sabe el tecnicismo y la facultad. No es esto disminuir el justo aprecio que merece la clase a cuyo cargo están hoy los registros de hipotecas: complácese por el contrario la comisión en declarar que especialmente en los últimos tiempos y desde que se abrieron las escuelas especiales de escribanos, ha ganado mucho esta clase de funcionarios, adquiriendo conocimientos científicos que no tenía la generalidad de sus individuos cuando la profesión estaba entregada al empirismo y a la práctica. Pero la instrucción del que sigue sólo los estudios de la carrera del notariado dista mucho de ser tan completa como la del abogado: los estudios de unos y otros, si bien todos jurídicos, se diferencian considerablemente por su extensión, por el carácter que tienen y por el fin a que se dirigen: lo que para unos es instrucción completa, para los otros no sería ni aun elemental. La comisión, pues, no podía dudar en exigir como condición esencial en los registradores, que fueran abogados, como ya lo hizo antes el proyecto de Código civil.
Pero no se ha contentado con esto: ha tratado de evitar que los alumnos cuando salen de las aulas, entren desde luego en el cargo de registradores. Su instrucción teórica es sin duda suficiente, pero por regla general les faltan aun conocimientos prácticos que sólo en las diferentes funciones del foro pueden adquirirse. Por esto propone el tercer requisito de los antes mencionados.
Las incapacidades que se establecen en el proyecto son las que inhabilitan para cargos, que como el de registrador, necesitan tener prestigio e inspirar a todos confianza.
La incompatibilidad del cargo de registrador con los de juez de paz, alcalde, notario y con todos los empleos dotados con fondos del Estado, de las provincias o de los pueblos, tiene por objeto que no se distraigan de sus tareas, que han de ser diarias, a horas determinadas y de asistencia precisa. Respecto al cargo de notario se agrega la importantísima circunstancia de entrar en las miras de la comisión que los registradores de la propiedad e hipotecas y los protocolos sean una comprobación, una fiscalización recíproca, que no podría siempre esperarse si unos y otros archivos estuvieran encomendados a las mismas personas.
No podía la comisión adoptar un sistema análogo al actual para el nombramiento de registradores. Hoy lo es por regla general el escribano numerario más antiguo de la cabeza del partido. Atender sólo a la antigüedad es cerrar los ojos ante la idoneidad, que es lo principal que debe buscarse para el acierto. Por esto propone la comisión que los registradores sean de elección del Gobierno, lo que dará a su nombramiento prestigio e importancia. Con objeto de que la elección reúna más prendas de acierto, establece que se publiquen las vacantes en la Gaceta de Madrid y en los Boletines oficiales de las provincias respectivas, para que puedan presentar sus solicitudes documentales dentro de un término perentorio todos los que se crean con las cualidades necesarias para obtenerlas. Sólo el nombramiento de los registradores es del Gobierno; los auxiliares necesarios en cada registro no tienen ni el carácter ni la consideración de los empleados públicos, sino la de meros dependientes de los registradores, que los nombran en el número que los necesiten, los separan cuando quieren, y les dan la remuneración que estiman. Para el Estado no hay ni más empleados ni más responsables que los registradores.
Sólo se ha exigido la aprobación del regente de la audiencia en el nombramiento del sustituto que debe tener cada registrador para que lo supla en ausencias y enfermedades. Este sustituto desempeñará sus funciones bajo la responsabilidad del registrador, y será removido siempre que este lo solicite, porque de otro modo no se podría con justicia hacerle responsable por las faltas de una persona que había ya desmerecido su confianza.
Impone también el proyecto a los registradores la obligación de prestar una fianza, cuyo importe se ha de fijar en la forma que prevengan los reglamentos. Su objeto es cubrir las responsabilidades en que puedan incurrir por razón de sus cargos, con preferencia a cualesquiera otras obligaciones contraídas por ellos. Por lo mismo que los registradores pueden causar graves perjuicios a los particulares, debe el Estado, en justa protección de estos, prevenir el modo de que pronta y seguramente sean reintegrados sin sujetarlos a las contingencias del estado de fortuna del registrador, a las dilaciones y molestias de un juicio ejecutivo, y a las inciertas vicisitudes de un concurso de acreedores. Esto mismo se ha votado respecto a los depositarios de la fe pública por uno de los Cuerpos colegisladores en el proyecto de Ley del Notariado. No conviene señalar en la ley la cuota de la fianza; esta medida es de suyo más variable que las demás que aquella contiene, y tal vez después de fijada habrá que aumentarla o reducirla, lo cual basta para dejar al Gobierno su señalamiento.
Puede ocurrir, sin embargo, que en algún partido no haya quien solicite ser registrador dando fianza; para este caso propone la comisión que el Gobierno pueda nombrar sin ese requisito, pero que entonces el nombrado deposite en la caja general de depósitos, en algún banco autorizado por la ley o en sus comisionados, la cuarta parte de honorarios que devengue, hasta completar la suma en que deba consistir la fianza.
Para mayor garantía de los perjudicados, se propone que el depósito o la fianza no se devuelvan hasta después de tres años (término que empezará a correr desde el día en que el registrador deje de ejercer su cargo, y no desde que cesó en un registro para pasar a otro), y se establecen amplios medios de publicidad para que llegue a noticia de todos los que tengan acciones que deducir contra el registrador. En el caso de que este sea trasladado de un registro de mayor fianza a otro que la exija menor, no se le devolverá la diferencia sino después que queden satisfechas las responsabilidades en que pueda haber incurrido mientras ha tenido a su cargo el primer registro.
Si la condición de los registradores fuera tan eventual e incierta como la de la mayor parte de los empleados de la administración, no apetecerían cargos que tanta responsabilidad, garantías y obligaciones llevan consigo, aquellos que conviene más que los obtengan. Esta consideración, muy atendible siempre, toma mayor importancia cuando se trata de la seguridad de los derechos civiles, por esto la comisión propone que sólo puedan ser removidos los registradores, o por sentencia judicial o por el Gobierno, en virtud de expediente instruido por el regente con audiencia del interesado y previo informe del juez del partido, si se acredita alguna falta cometida en el ejercicio de sus funciones, o que le haga desmerecer en el concepto público.
Entre las obligaciones generales de los registradores se les impone la de formar estados anuales duplicados y expresivos de los derechos inscritos, con destino a los Ministerios de Gracia y Justicia y de Hacienda, para los efectos que pueda convenir en sus dependencias. Estos datos podrán ser de muy conveniente uso para la reforma de las leyes, para conocer el estado de movimiento y condición de la riqueza inmueble, la dirección de muchos capitales, y para tener datos estadísticos exactos, tan importantes en el orden administrativo y económico de los pueblos. Los registradores no gozarán sueldo del Estado; por el contrario, percibirán como hasta aquí en pago de sus servicios los honorarios de arancel, y, con ello satisfarán los gastos necesarios para conservar y llevar los registros. Justo es que esta carga gravite sobre los que más inmediatamente reciben el beneficio, y en proporción al provecho que sacan.
De la responsabilidad de los registradores
La responsabilidad civil de los registradores no se limita a la fianza ni al depósito, por más que una y otro queden afectos en primer lugar al resarcimiento de los perjuicios que indebidamente causen los mismos registradores en el ejercicio de sus cargos. Se extiende además a todos los otros bienes que tengan los registradores, porque con arreglo a los principios generales del derecho están obligados a resarcir todos los daños y perjuicios que provengan de su omisión, descuido o negligencia nunca disculpables en ellos. Las faltas que puedan dar lugar a esta responsabilidad están expresa y exclusivamente escritas en el proyecto; no ha creído la comisión que debía dejar abierta la puerta al libre arbitrio judicial, como sucedería en el caso de que se hubiera limitado a hablar en general de ellas; estudiándolas todas, comprendiéndolas individualmente, ha fijado el derecho, y cortado malas interpretaciones. Pero para que proceda la responsabilidad es necesario que el defecto no nazca del mismo título inscrito, porque este sólo puede ser imputable a los que en él intervinieron.
Consecuencia de lo que queda expuesto es que los perjudicados estén en el derecho de pedir directa e inmediatamente la responsabilidad civil de los registradores, sin que esto obste a la acción criminal que ellos mismos o el ministerio público en su caso, puedan promover. Así el que pierde por causa de un registrador algún derecho real, tiene desde luego derecho a pedir y obtener su importe, y al que pierde solamente el derecho de hipoteca se le da el de exigir, o que el registrador constituya otra igual a la perdida, o que deposite la cantidad asegurada para responder en su día de la obligación.
Pero la falta del registrador, cualquiera que sea la causa de que dimane, se convierte casi siempre en beneficio de alguna persona que apareciere libre de la obligación inscrita. No sería justo que el así favorecido, aun suponiendo que sea sin fraude por su parte, quede beneficiado por un acto ajeno más o menos indiscreto, más o menos culpable. Por esto la comisión propone que sea responsable solidariamente con el registrador del pago de la indemnización y que este, si hubiere indemnizado ya, pueda repetir de aquel la cantidad pagada. De aquí resulta que si el perjudicado dirige su acción contra el favorecido por la falta del registrador, solamente pueda reclamar contra este cuando no pudo obtener del demandado toda la indemnización reclamada. Estas reglas se fundan en los principios generales de que nadie debe lucrarse con el delito o falta de otro, ni pedir a dos la misma cosa por la misma causa, ni obtener a título de perjuicios una indemnización doble por los que ha sufrido.
La forma de exigirse la responsabilidad por los perjudicados no podía ser gubernativa. La naturaleza de los derechos reclamados aconseja que se discutan en juicio contradictorio y con pleno conocimiento de causa. Si derecho tiene el perjudicado a la indemnización, también lo tiene el registrador a no ser atropellado y a que no se establezca por la ley la presunción de que siempre es suya la culpa. Así el proyecto considera estos negocios como ordinarios, los deja al conocimiento de los juzgados del partido en que la falta se comete, y señala para los pueblos en que haya más de un juez de primera instancia, como competente, al más antiguo.
La responsabilidad civil de los registradores no es obstáculo a las facultades disciplinarias que aún en los casos en que no resulte perjuicio a tercero, ni haya un hecho criminal que dé lugar a formación de causa, corresponden a los regentes para corregir las infracciones de ley o reglamentos, cometidas por los registradores. No ha parecido conveniente dar estas facultades a los jueces de partido, aunque en el proyecto tienen el carácter de autoridades delegadas, sino a los regentes de las audiencias, de quienes es de creer que obrarán con circunspección y prudencia al usar de ellas, evitando así la desigualdad que puede haber entre los registradores que corresponden al territorio de una misma audiencia. No es de temer por otra parte que haya mucha diferencia entre los regentes en el modo de considerar las faltas y en el de reprimirlas correccionalmente. La comisión, estableciendo una multa de 20 a 200 duros, ha dejado latitud suficiente para que, atendidas las circunstancias, tanto de la falta del registrador como de la importancia y condiciones del registro, y de las ventajas que proporcione, pueda el regente castigar con prudencia las faltas que no merezcan la calificación de delitos.
Cuando se dicte una ejecutoria condenando a un registrador a la indemnización de daños y perjuicios, deben tomarse algunas precauciones para que el que primero se quejó no sea el único indemnizado, sino que lo sean también proporcionalmente los demás que, en la seguridad de que la fianza constituida respondía en todo tiempo de los daños ocasionados por el registrador, no hayan aún deducido sus acciones. El derecho de todos es igual; son acreedores de una misma clase, y no hay razón alguna para establecer entre ellos prelaciones ni privilegios.
Si el registrador condenado a satisfacer la indemnización, lo hace sin necesidad de que se proceda contra la fianza, nada hay que decir, porque queda esta garantizando como antes a los demás perjudicados. Mas cuando hay que hacer efectiva la condena con la fianza, se ha procurado que sean atendidos los derechos de todos por igual, dando con la publicidad de la sentencia en los periódicos oficiales, lugar a que cuantos se estimen perjudicados por actos del mismo registrador puedan deducir sus demandas respectivas dentro del término perentorio que se señala, sin que entre tanto se lleve a efecto la ejecutoria. No es esto faltar al respeto que se debe a la cosa juzgada: la sentencia queda siempre firme, y la obligación de indemnizar irrevocable: lo que se trata es sólo de establecer el modo de concurrir a participar de la fianza los que tienen un derecho igual a ser reintegrados con ella de las pérdidas que han experimentado. Si nadie acude, entonces habrá lugar a la ejecución del fallo; pero debe continuar en suspenso su cumplimiento si alguno reclama, hasta que sobre esta reclamación recaiga ejecutoria, a no ser que conocidamente baste la fianza para cubrir el importe de todo lo reclamado y de lo sentenciado antes.
No alcanzando la fianza a satisfacer a todos los perjudicados con arreglo a los fallos, se prorrateará entre todos la cantidad de la fianza, quedando por el descubierto que reste derecho a los que obtuvieron sentencia favorable para ser indemnizados en la parte que les falte con los demás bienes del registrador. El que, dentro del término señalado para presentarse no lo haga, no debe perjudicar a los que oportunamente acuden a participar del beneficio de la ley: sean en buena hora indemnizados hasta donde alcance la fianza, pero después de satisfechos los que fueron puntuales al llamamiento: si con esto queda alguno perjudicado, impútese a sí mismo las consecuencias de su negligencia. Mas en todo caso, cuando no sea suficiente la fianza, quedará a los interesados expedito su derecho para reclamar contra los demás bienes del registrador.
Desde el momento en que es condenado el registrador por ejecutoria a una indemnización, puede decirse que la fianza deja de estar íntegra mientras no se cumpla la sentencia o se asegure su cumplimiento: es necesario, por lo tanto, que vuelva el registrador a entrar dentro de las condiciones normales de su cargo: por esto se propone en el proyecto, que si en el breve término de diez días no completa o no repone la fianza, o no asegura a los reclamantes las resultas de los juicios respectivos, sea suspenso desde luego en el ejercicio de su cargo.
Como los derechos que han de inscribirse en los registros son a veces cuantiosísimos, y puede, por lo tato, suceder que no baste la fianza a satisfacerlos, se establece que si no parece esta bastante después de admitida la demanda de indemnización para asegurar el importe de lo que deba resarcirse, tenga derecho el actor de exigir una anotación preventiva sobre otros bienes del registrador; prescripción que tiene por objeto salir al encuentro de las cuestiones que en el silencio de la ley podrían suscitar si era o no procedente esta precaución para garantir el cumplimiento de lo que en su día se sentenciase.
El Código penal, al establecer el orden según el cual deben satisfacerse las diferentes responsabilidades pecuniarias en que un delincuente ha incurrido por ejecutoria, pone ante todo la reparación del daño causado y la indemnización de perjuicios, y en último lugar la multa: esto es lo mismo que decretó el Código de 1822, y lo que prescriben también algunos códigos extranjeros. La comisión, siguiendo estos ejemplos y completando por su parte lo que ya se halla establecido, propone también que la indemnización de daños y perjuicios tenga preferencia sobre el pago de las multas. Nadie habrá que desapruebe esta diferencia, porque ya no tienen séquito las opiniones exageradas que a favor del interés fiscal en otros tiempos se agitaban.
Sólo resta exponer en este lugar los motivos que han guiado a la comisión al fijar los términos para la prescripción de las acciones que tienen por objeto la indemnización de daños y perjuicios por los actos de los registradores.
Cuando el perjuicio es reconocido por el que puede reclamarlo, el término debe ser muy corto: la comisión señala el de un año. El que no usa de este derecho, implícitamente la renuncia por presunción de la ley, que no debe dejar indefinidamente abierta la puerta a reclamaciones contra funcionarios públicos, mucho más cuando con el largo trascurso del tiempo puede darse lugar al olvido de los hechos y a que sea más difícil la justificación de los registradores.
En el caso de que no pueda acreditarse que el perjudicado ha tenido conocimiento del acto que le daña, se ha señalado como término de la prescripción el que por regla general se halla establecido para las acciones personales; este es el de veinte años, fijado por las leyes de Toro, término que se arreglará siempre a lo que las leyes ordenen respecto a la prescripción de las acciones personales en el caso de que en adelante lo reduzcan o lo amplíen. La comisión ha creído que no había motivo para introducir una excepción en este caso, lo cual se aviene perfectamente con sus ideas de dar en lo posible unidad a las diversas partes del derecho escrito.
Otra clase de prescripciones se establece en el proyecto: esta es la de noventa días cuando el demandante por indemnización no agite la continuación del litigio. Supónese en este caso una renuncia de derechos. No conviene que estén en duda la diligencia y la probidad de los registradores; no es sólo el interés de estos lo que con tal inacción se compromete, lo es también el interés público. Dividida la opinión entre los que creen responsable al registrador y los que opinan que no lo es, y siguiendo este en el desempeño de sus funciones, de que sin injusticia no podría separársele a suspendérsele, la fe y la exactitud del registro se debilitan, y de aquí nace la desconfianza que tantos perjuicios puede acarrear al crédito territorial. El que demanda, no lo debe hacer con pretextos livianos; tiempo tiene para preparar su acción y los medios de prueba antes de comenzar el juicio; si se lanza impremeditadamente a un pleito, recaiga sobre él exclusivamente la responsabilidad de su ligereza, no sobre todos los que tienen inscripciones en el registro.
De los honorarios de los registradores
No es fácil, aun después de tener a la vista el arancel de los honorarios que devengan actualmente los registradores, y conocerse por experiencia algunos de los defectos de que adolecen, establecer otro que esté al abrigo de impugnaciones, ni aun evitar que muchas de ellas tengan sólido fundamento. Cuando se trata de un sistema nuevo, sólo la experiencia, después de ensayada por algunos años la ley, ha de enseñar hasta qué punto pueden disminuirse o aumentarse los derechos de los registradores, para que al mismo tiempo que su idoneidad y su trabajo sean recompensados como corresponde a la larga carrera que se les exige, a la asiduidad de sus funciones, a las fianzas que tienen que dar y a la severa responsabilidad a que, se los sujeta, no sean gravados en más de lo absolutamente necesario los que tengan que acudir a los registros.
La comisión, sin embargo, comprendiendo que la fijación del arancel corresponde a la ley, propone el que ha creído que podía llenar mejor las condiciones apetecidas. Presenta, a pesar de todo, con desconfianza su trabajo, y no como parte integrante de la ley, sino como una adición que la completa. Así, dejando íntegro todo el texto de la ley, y sin temor de desfigurarla o de destruir su armonía, podrá el arancel ser fácilmente corregido, si en la piedra de toque de la práctica aparece algún vicio que deba reformarse. En prueba de la desconfianza que la comisión tiene en este punto y que confiesa ingenuamente, propone que se faculte al Gobierno para que dentro de los cinco años siguientes a la publicación de la ley pueda hacer en el arancel las alteraciones que la experiencia aconseje, pero exigiendo que esto lo haga con audiencia del Consejo de Estado, para que así aparezcan más meditadas las reformas y lleven más prendas de acierto, bien favorezcan, bien perjudiquen a los registradores. Pero esta sólo debe tener el carácter de transitoria: pasadas las circunstancias que pueden hacer urgente un cambio, hechas las reformas que la práctica de cinco años aconseje, no podrán en adelante considerarse otras tan apremiantes que deban libertarse de pasar por los trámites ordinarios que para la formación de las leyes requiere la Constitución. Propónese, por lo tanto, la autorización que se estima necesaria; pero sin extenderla más allá de lo que aconseja la necesidad que la recomienda.
Establecido que los registradores no deben percibir sueldo del Estado, y que sus honorarios deben satisfacerse por aquellos que reporten de los registros inmediato beneficio, no podía la comisión menos de señalar las personas obligadas a hacer el pago. Lo más justo, en su concepto, es que recaiga esta obligación en aquellos a cuyo favor se inscriba o anote el derecho, y que si son varios, no tenga el registrador que entenderse con cada uno individualmente, sin que pueda exigir el pago a cualquiera de ellos, quedando al que lo verifique a salvo el derecho de reclamar contra los otros lo pagado por lo que respectivamente les corresponda. Considera, por lo tanto, solidaria la obligación, y no sin motivo bastante, porque no sería justo obligar al registrador a dirigir su acción contra cada uno, y porque como todos están interesados en la inscripción, todos sacan provecho de ella por completo, sin que nadie pueda intentar que su parte se inscriba y otra u otras dejen de inscribirse.
La comunión de bienes o de intereses de los comuneros o asociados lleva en sí esta necesidad de división de gastos para las cosas que son de interés común, en que todos pueden considerarse como gestores. Cuando no se cumple la obligación de pagar los honorarios, no es justo comprometer al registrador, ni a las solemnidades del juicio ordinario, ni aun a las del ejecutivo para conseguir la satisfacción de lo que ha dejado de pagársele. Negocio de apreciación fácil, no necesita las formas de un juicio, el procedimiento de apremio es bastante: la comisión por esto lo acepta, y con tanta más razón, proponiendo, como lo hace, que por falta de pago nunca se detenga la inscripción. Los asientos por los cuales no deben devengarse honorarios; la necesidad de poner el importe de estos al pie de los asientos, certificaciones o notas por que se devenguen; el eximir de ellos las anotaciones preventivas, notas marginales o cancelaciones a que dé lugar la negativa infundada de los registradores, así como los nuevos asientos que estos deben hacer para rectificar errores que hayan cometido, y las demás disposiciones que comprende esta parte del proyecto, son puntos que no necesitan ser detenidamente examinados en esta exposición, porque son evidentes los motivos en que se fundan.
Sólo debe la comisión hacerlo, aunque brevemente, respecto a lo que propone como rebaja proporcional de honorarios, cuando es escaso el valor de la finca o derecho a que se refiera el asiento o la certificación. Es necesario no alejar del registro a los pequeños intereses con la perspectiva de gastos desproporcionados, sino al servicio que se presta, al valor que los bienes representan. Los registros no son menos provechosos a la propiedad muy fraccionada y subdividida, como lo está en algunas de nuestras provincias, que a la propiedad acumulada: lejos de dificultar el legislador a los que la poseen el acceso a ellos, tiene el deber de estimular por medios indirectos, que no suelen ser los menos eficaces, a que acudan todos a hacer las inscripciones.
De la liberación de las hipotecas legales y otros gravámenes existentes
Difícil es, por regla general, el tránsito de una legislación a otra en materia civil; y lo es más, cuando las reformas encarnan tan profundamente en lo antiguo, como lo hace el proyecto, variando cardinalmente principios y disposiciones que por espacio de tantos siglos están en observancia. Esta dificultad suele ser en su mayor parte efecto del trastorno que el nuevo derecho introduce en el modo de ser de muchas instituciones, en los hábitos envejecidos y en las costumbres civiles que vienen a ser una segunda religión en las naciones. Un principio salvador sale al encuentro de todas las dificultades: este es que cada hecho sea examinado y juzgado a la luz de la ley, de las costumbres y hasta de las opiniones, errores y preocupaciones del tiempo en que se verificó; principio que es la aplicación práctica de la antigua máxima que declara que la ley no tiene efecto retroactivo.
Y ¿podría adoptarse esta regla de un modo absoluto e incondicional, tanto respecto a los mismos derechos creados como a la forma de su existencia? Responder afirmativamente a esta pregunta equivaldría a anular el proyecto, dejando al crédito territorial en sus actuales condiciones, y a renunciar a la reforma. ¿De qué serviría, en efecto, que se prescribiera acertadas disposiciones para lo futuro, si la propiedad había de continuar envuelta en la confusión en que se halla? ¿A qué conduciría que en lo sucesivo con cuidadoso afán todas las hipotecas fueran expresas y especiales, si por una serie indefinida de años habían de continuar las tácitas y generales hoy existentes? ¿Habían de seguir perpetuamente como vivos, derechos desconocidos, cargas extinguidas, pero que por la imperfecta organización de los archivos ó por el descuido de los interesados o por su larga antigüedad aparecen aún como existentes?
La comisión no teme asegurar que a creerse esto y decidirse así, serían escasos los bienes que producirían los nuevos registros, tal vez hasta que pasara medio siglo, y los actuales derechos se extinguieran, dando lugar a los que lenta y pausadamente han de venir a reemplazarlos. La reforma en este caso sería sin duda muy útil a las generaciones venideras, pero de escasa o ninguna importancia para la actual. No es esto lo que el país apetece; no es esto lo que el Gobiernos se propone al intentar la reforma.
Pero como la ley no debe tener fuerza retroactiva, necesario es examinar si dejando subsistente el principio, puede en su aplicación conseguirse el resultado que se desea. Respétense enhorabuena los derechos: la comisión no puede proponer que uno sólo sea violado. Pero no es una violación cambiar la forma de hacerlos efectivos, que es lo más grave que se propone en el proyecto. No deben sacrificarse en verdad los derechos civiles invocando el nombre del interés público; pero tampoco es lícito a los particulares dejar de hacer cuanto salvando sus derechos exija la sociedad para conciliarlos con el bien general. Necesario es no confundir los derechos adquiridos con las formalidades que se establecen para conservarlos. Las leyes nuevas no deben destruir los derechos creados por otras anteriores, porque se dan para lo futuro; mas el legislador, cuando se ve obligado a introducir reformas reclamadas por las necesidades sociales, no puede renunciar una facultad que es inherente esencialmente a su misión, la de poner en armonía el ejercicio de todos los derechos con las disposiciones de interés general que le obligan a cambiar la legislación antigua. Sujetar a ciertas formalidades la declaración y conservación de derechos preexistentes, no es anularlos: es más bien hacer posible que sean eficaces: de otro modo, habría a un mismo tiempo vigentes dos legislaciones distintas, que marchando paralelamente producirían un antagonismo funesto, y serían origen fecundo de litigios. Por esto la comisión ha adoptado la que ha creído que podía armonizar los derechos adquiridos con el nuevo sistema que propone.
La regla general que al efecto establece respecto a las hipotecas, si bien con algunas excepciones, es que las generales y tácitas anteriores a la ley hayan de convertirse en especiales y expresas, dando derecho a los que tengan aquellas constituidas a su favor para exigir de las personas obligadas una inscripción de hipoteca especial suficiente a responder del importe de la obligación asegurada. Ningún perjuicio pueden sufrir en esto los acreedores hipotecarios; muy al contrario, la ley les permite mejorar notoriamente su condición, logrando por la especialidad de la hipoteca y por la inscripción en el registro, que siempre haya una finca sujeta al pago de la deuda, y que no se pueda desvanecer el derecho real que ahora tiene por la voluntad sólo del obligado, el cual por el actual sistema, usando de su derecho y enajenando sus bienes, o tal vez hipotecándolos expresamente, puede constituirse en insolvencia y obligar al acreedor a tener que dirigirse contra terceros poseedores, con las desventajas que antes quedan expuestas.
Tampoco se empeora la condición del deudor, porque la ley supone que el que se obliga con hipoteca teniendo fincas, no lo hace con ánimo de eludir el cumplimiento de la obligación, que es responder con todos y con cada uno de los bienes inmuebles que posee a la satisfacción del crédito: al contrario, limitándose la hipoteca a bienes determinados, adquiere mayor seguridad de no perder la confianza de los acreedores, los cuales naturalmente le molestarán menos, porque cualquier que sea la decadencia de fortuna del deudor, siempre les quedará expedita la acción real para ser pagados de todo su crédito.
Esta trasformación de las antiguas hipotecas legales en expresas debe tener un término perentorio; de otro modo se dilatarían indefinidamente los mejores efectos de la ley: la comisión ha señalado el de un año, que le ha parecido más que suficiente para que todos los derechos antiguos queden protegidos; el que deje pasar el término sin ejercitar su derecho, no debe extrañar que este caduque: la ley cumple con acoger y amparar a los que no renuncian explícita o implícitamente a la protección que les dispensa.
En este caso se hallan las antiguas hipotecas legales, constituidas a favor de la Hacienda pública sobre los bienes de sus deudores, administradores, contadores, tesoreros y los demás agentes y personas que les sean responsables; la que tienen las mujeres sobre los bienes de un tercero que haya ofrecido dotarlas; la del marido sobre los bienes de la mujer que ha prometido aportar dote, o sobre los bienes de un tercero que por ella hubiese hecho igual promesa; la de los menores o incapacitados sobre los bienes de sus guardadores o de los herederos de estos; la de los hijos sobre los bienes de su madre o sobre los bienes de su padrastro por la gestión de la tutela o curaduría; la de los menores sobre los bienes de su propiedad vendidos y cuyo precio no haya sido pagado por completo; la de los legatarios, si el legado no estuviese cumplidamente satisfecho; la de los acreedores refaccionarios sobre las fincas refaccionadas por las cantidades o efectos anticipados y no satisfechos para edificación y reparación; y por último, la de los vendedores sobre las fincas vendidas por precio cuyo pago no se haya aplazado.
Para que este derecho pueda ejercitarse, la comisión ha designado las personas que tienen obligación de promover la inscripción de las hipotecas dentro del plazo señalado. La naturaleza misma de las obligaciones ha indicado quiénes deben ser los autorizados al efecto en cada caso; ya lo son los centros administrativos o los delegados de la administración en la forma que prescriben los reglamentos; ya el marido, ya la mujer, ya los hijos, si son mayores de edad; ya si son menores todos los que en lo futuro han de tener derecho para pedir que se aseguren los bienes de su peculio, ya los ascendientes, ya los parientes trasversales, ya los guardadores, ya los jueces de paz, ya los de primera instancia, y sobre todo los mismos interesados cuando tienen capacidad para hacer por sí las reclamaciones correspondientes. Estas disposiciones tienen muchos puntos de contacto con otras del proyecto anteriormente expuestas: la comisión cree que con ellas quedarán suficientemente protegidos todos los derechos legítimos, creados al amparo del actual sistema hipotecario.
Cuando la obligación que se ha de asegurar es determinada y líquida, ninguna dificultad presenta la constitución de la hipoteca especial en el lugar de la general y tácita; pero como no siempre reúne estas condiciones, necesario es establecer el modo de determinar y reducir a una cifra precisa el importe de la obligación. Lo más sencillo es el acuerdo de los interesados; y si este no pudiera obtenerse, la decisión de la autoridad judicial, que observará las formas prescritas en otros casos de grande analogía con el presente.
Hecha la inscripción, surtirá efecto desde la fecha en que con arreglo a la legislación anterior debía producirlo el derecho asegurado, lo que habrá de expresarse en la inscripción, porque de lo contrario, dándose fuerza retroactiva a la ley, podría resultar perjudicado el antiguo acreedor hipotecario.
Pero si bien la conversión de la hipoteca tácita en expresa es necesaria por regla general para que no se extinga el derecho hipotecario constituido con arreglo a las disposiciones que hoy están en observancia, hay algunos casos en que intereses más altos aconsejan que no se dé derecho para exigir la inscripción en la nueva forma que se propone. En las hipotecas legales hoy existentes a favor de las mujeres casadas sobre los bienes del marido, a favor de los hijos sobre los bienes de los padres, razones de un orden superior, y especialmente la armonía de la familia, que fácilmente se alteraría cambiando los derechos y obligaciones de los que la componen respecto a los bienes que entraron en ella con anterioridad a la publicación de la ley, aconsejan una excepción de la necesidad de convertir en expresas y especiales las hipotecas generales y tácitas que por beneficio de la ley vienen constituidas, y que respecto a ellas quede en observancia en todo su vigor el derecho antiguo. Mas esto se entiende mientras que por voluntad conforme de los interesados, o del obligado al menos, no se sustituyan tales hipotecas con otras especiales, o dejen de tener efecto en cuanto a tercero en virtud de providencia judicial que se dé en juicio de liberación, que es, como expondrá la comisión, el modo de que todo propietario pueda entrar dentro de las condiciones de la ley, aun en el caso de que no sea o no pueda ser compelido a ello.
Los que según la legislación antigua tienen gravados sus bienes con una hipoteca general, lejos de menguar el derecho de aquellos a cuyo favor está constituida, solicitando y obteniendo que se convierta esta hipoteca en especial, aseguran más y más la obligación garantida. Natural es que los antiguos hipotecarios accedan a lo que se les propone cuando la garantía especial sea suficiente; pero si sobre esto se suscitaran diferencias por no avenirse, ya sobre el importe de la obligación que haya de asegurarse, ya sobre la suficiencia de los bienes ofrecidos en hipoteca, o por cualquiera otra causa, a la autoridad judicial puede dejarse solamente la resolución; a este efecto se señalan para la tramitación las mismas solemnidades que para los incidentes se hallan establecidas en la Ley de Enjuiciamiento civil.
Tampoco perjudica el proyecto a los que tienen una acción resolutoria o rescisoria, procedente de derechos que en adelante sin la inscripción no han de sufrir efecto contra tercero. Les concede para que puedan hacerlo el término de un año si no ha prescrito su derecho; pero si el derecho no es exigible por depender del cumplimiento de una condición, entonces podrá aquel en cuyo favor esté constituido pedir y obtener que se lo asegure con una hipoteca el obligado, y en su caso el poseedor de los bienes que lleven consigo la obligación. Sólo el que deja pasar estos términos sin hacer uso de su acción o sin obtener la garantía dentro del término prefijado, no podrá después hacerlo en perjuicio de tercero: medida justa que consulta los derechos existentes, cuando no quiere renunciar a ellos aquel a cuyo favor se hallan constituidos.
Semejante a esta decisión es la que se adopta respecto a las hipotecas legales existentes a favor de los legatarios y refaccionarios. El sistema de la comisión es el mismo: la diferencia está solamente en lo que exige la índole especial de cada caso.
Ya ha hecho antes la comisión una indicación, aunque ligera, del juicio de liberación; necesario es aquí explicar este importantísimo punto del proyecto.
La ley nueva, en lo que se refiere a los derechos existentes antes de su publicación, no debe atender sólo al interés de los que tienen constituido un derecho real en propiedad ajena, sino al de los dueños que, lejos de perjudicar los derechos reales adquiridos y gravados sobre su propiedad, los mejoran, mostrándose dispuestos a entrar en la reforma. A esta necesidad se satisface por medio de la liberación, que es un procedimiento admitido y probado ya en otros países. Por él será lícito a todos los que tienen sus bienes gravados con hipotecas legales existentes al publicarse la nueva ley cuando no hayan hecho uso del derecho de exigir una hipoteca especial aquellos a cuyo favor venía constituida la antigua, o con algún gravamen procedente de acciones rescisorias o resolutorias, poner en claro el verdadero estado de su propiedad, y obtener que se reduzca el gravamen a las fincas que basten a asegurar los derechos constituidos sobre ellas. Al efecto establece el proyecto un orden de procedimientos meditado y minucioso, en que al interesado se impone el deber de manifestar con toda precisión cuanto puede conducir a formar idea de los inmuebles que posee, de las hipotecas o gravámenes ocultos a que pueden estar afectos, y de las personas a quienes corresponden, y se les exige la presentación de los títulos que acrediten la pertenencia de los bienes; se oye a los que tendrían derecho en su caso a pedir la sustitución de la antigua hipoteca con la nueva; se emplaza a los interesados desconocidos o ausentes por edictos fijados en los parajes públicos y en los periódicos oficiales; se admiten las pretensiones que tienen por objeto la constitución de la hipoteca especial en seguridad de derechos existentes, o la renuncia de la hipoteca general en cuanto a lo que especialmente se pretenda liberar; se señala el modo de proceder en cada uno de estos casos; se prescribe que en el mismo juicio sean oídos todos los que acudan en solicitud de hipotecas diferentes; se ordena cuál debe ser la resolución del juez e los diversos casos que pueden presentarse, y se desciende a cuantos pormenores son necesarios para que la ley se entienda por todos, se eviten dificultades al ejecutarla, y sea aplicada de la misma manera por todos los jueces y tribunales.
Pero no ha creído la comisión que debía limitarse a la liberación de las hipotecas ocultas, o que estuvieran constituidas a favor de personas desconocidas: ha fijado también su atención en los bienes que están colectivamente gravados con censos o con hipotecas voluntarias, cuyo capital no se halla dividido entre los mismos, ignorándose, por lo tanto, hasta qué punto está gravada cada finca. La gran facilidad que ha habido en nuestra patria para multiplicar indefinidamente las garantías, es harto sabida por todos. Pueblos hay que tomaron en tiempos más o menos remotos capitales a censo o con hipoteca, no siempre crecidos, constituyendo el común de vecinos el censo o la hipoteca, no sólo sobre los bienes que comunalmente poseían, sino sobre todos y los de cada uno de los que acudían al concejo: así en estos pueblos toda o casi toda su propiedad territorial se halla afecta a una obligación hipotecaria. Dimana de esto la dificultad de enajenar que tienen los vecinos, porque la opinión que tienen los censualistas o los acreedores hipotecarios para pedir directamente contra cualquiera de los poseedores de las fincas acensuadas o hipotecadas, por ser el censo y la hipoteca indivisibles, y subsistir en todas y en cada una de las cosas a que afectan, es causa de que en la incertidumbre de si la finca enajenada será la elegida, se retraigan de adquirir ninguna de ellas los que de otro modo se apresurarían tal vez a comprarlas. Común es también que sobre todos los bienes de una vinculación, cuantiosos a veces, haya censos o hipotecas de poca importancia relativamente al capital que los asegura. De esta desproporción de los bienes hipotecados con las deudas garantidas, ninguna ventaja saca el acreedor, que no puede obtener más que una sola vez lo que le corresponde; al contrario, el deudor se ve gravado extraordinariamente, porque su crédito no aparece tal como en realidad es, por tener afectos a censos o hipotecas muchos más bienes de los que verdaderamente necesita en todo caso para cubrir la obligación o el derecho garantido. No son estas trabas, que coartan la propiedad, menos funestas que las de la amortización, con la que tienen ciertos puntos de contacto, porque si bien no prohíben la enajenación, la dificultan, y restringen mucho la circulación de la riqueza inmueble, disminuyendo innecesariamente el crédito territorial. Movida por estas consideraciones, propone la comisión que quien al publicarse la ley tuviese gravados diferentes bienes de su propiedad con un censo o una hipoteca voluntaria, cuyo capital no se haya dividido entre los mismos bienes, pueda exigir que se reparta entre los que basten para responder de un triplo del mismo capital, que si una de las fincas basta para responder del capital, pueda exigirse que se reduzca a ella el gravamen, y que si dos o más fincas hubieren de quedar gravadas, cada una debe ser suficiente para responder de la parte del capital a que quede afecta. Mas cuando los bienes acensuados o hipotecados no basten a cubrir con su valor el triplo del capital del censo o de la deuda, sólo podrá exigirse la división del capital entre los mismos bienes en proporción a lo que valgan, pero no la liberación de ninguno. No debe parecer estrafalaria fijación del triplo que algunos tal vez reputen excesiva garantía, si se considera que la hipoteca es por regla general de bastante mayor valor que la deuda hipotecaria, y que en cambio de la nueva pierde el acreedor la más amplia, aunque menos eficaz, que tenía antes sobre todos los bienes del deudor. No podrá de seguro, con estas disposiciones, quejarse con justicia el censualista ni el prestamista con hipoteca, los cuales, siempre que a ello alcancen los bienes que tenían en garantía, quedan suficientemente asegurados con un capital triplo al que representa su derecho.
Por las mismas causas propone la comisión la facultad de reducir las hipotecas y los censos impuestos sobre varios bienes, sin determinación de la suma con que cada uno está gravado, a lo necesario para cubrir el triplo del capital para cuya seguridad se constituyeron, fijando la parte con que ha de quedar gravada cada una de las fincas.
Como no sería justo que estos beneficios con que ha creído la comisión consultar, no sólo los intereses de los deudores y censatarios, sino también de los acreedores y censualistas, sólo pudieran ser reclamados por aquellos, hace la declaración expresa de que estos tienen igualmente el derecho de solicitarlos.
La división y reducción de las garantías de que queda hecho mérito, deben hacerse por la libre voluntad de los interesados, que son los que mejor pueden calcular las ventajas e inconvenientes de la operación. Cuando la avenencia no es posible, o bien por no conformarse los interesados, o bien por ser alguno de ellos persona incierta, no queda más medio que el de acudir a la autoridad judicial, siendo representada la persona incierta por el ministerio público, defensor por la naturaleza de su cargo, y en nombre del Estado en los negocios civiles, de todos aquellos que no tienen o no pueden tener otro que los represente con arreglo a las leyes.
De la inscripción de las obligaciones contraidas y no inscritas antes de la publicación de la Ley
Siempre que se hacen cambios profundos en la legislación, se procura estimular y facilitar los medios de que la nueva ley sea pronto ejecutada para que se consigan los beneficiosos resultados que de la innovación se esperan. Respecto a la inscripción de los derechos reales y de las hipotecas en los Registros, no sólo se ha procurado esto siempre que se ha hecho algunas reformas importantes, sino que ha sido frecuente señalar nuevos plazos dentro de los cuales pudieran sin temor a penalidad alguna librarse los interesados de los perjuicios que según el tenor literal de las leyes debieran experimentar por no haber hecho oportunamente la inscripción. No debía ser más severo el proyecto respecto a las omisiones que pueden haberse cometido con arreglo a las leyes anteriores, ni desechar un medio tan eficaz para conseguir que sean registrados los actos y contratos que según la reforma deben estar inscritos en los registros. Los estímulos que la ley establece son la fijación de un plazo dentro del cual deben hacerse las inscripciones para aprovecharse del beneficio de la ley, y la relajación del rigor con que las disposiciones fiscales castigaban a los omisos.
El plazo se ha fijado en un año desde el día en que la nueva ley empiece a regir; término que, si bien no es muy largo, basta para que todos puedan hacer oportunamente y sin grave incomodidad las inscripciones. Los que dentro de un año acudan a inscribir títulos referentes a adquisiciones de inmuebles o derechos reales verificados noventa o más días antes de la publicación de la ley, se eximirán de pagar el derecho de hipotecas y las multas, satisfaciendo sólo al registrador la mitad de los honorarios señalados a la inscripción. La fijación de los noventa días tiene por objeto evitar lo abusos que a la sombra de un indulto, que se da por omisiones pasadas, podrían cometerse, defraudando al Estado de lo que debía percibir en virtud de adquisiciones recientes o de las posteriores a la ley. De igual beneficio gozarán las inscripciones de adquisiciones verificadas dentro de los noventa días expresados, cuando con arreglo las leyes y disposiciones actuales no deben inscribirse, pero no las que debieron registrarse, las cuales quedan enteramente sujetas al rigor antiguo.
Aun después de pasado el año no se cierra la puerta a los interesados para que puedan hacer la inscripción de adquisiciones anteriores a la ley, si bien entonces devengarán derechos y honorarios dobles de los que les estuvieren respectivamente señalados.
La pena de nulidad por defecto de inscripción no podía ser tomada en cuenta atendido el principio del proyecto que no altera las obligaciones y derechos por falta de inscripción entre los que son parte en el acto o contrato en que debe hacerse, limitándose a salvar los derechos del tercero que adquirió el dominio u otro derecho rea sobre bienes inmuebles, en la seguridad de que estaban libres de las cargas o responsabilidades que no aparecían en el registro.
De todos modos, es claro que la inscripción nueva que se haga no debe ser de mejor condición que las hechas oportunamente en adelante, y que no puede, por lo tanto, perjudicar a tercero sino desde el día de la inscripción.
Respecto a los derechos adquiridos antes de la nueva ley, y que según esta dan lugar a anotaciones preventivas, se establecen reglas precisas para que los interesados puedan obtenerlas, siguiendo siempre el espíritu que prevalece en todo el proyecto.
Pero la más firme garantía del cumplimiento de la ley, tanto respecto a los derechos antiguos como a los que de nuevo se constituyan, está en la prohibición que expresamente se establece en admitir en los juzgados, tribunales ordinarios y especiales, en los consejos y en las oficinas del Gobierno ningún documento de que no se haya tomado razón, si por él se constituye, transmite, reconoce, modifica o extingue derecho sujeto a inscripción. De seguro que cuando todos vean que esta prescripción es una verdad, que no queda como hasta aquí en amenaza la ineficacia de los títulos no registrados, que los tribunales aplican con todo rigor la ley, serán más diligentes en apartar de sí las perjudiciales consecuencias que una omisión culpable puede ocasionarles.
La comisión no podía hacer caso omiso de un hecho demasiado general, por desgracia, en nuestra patria. Este es la falta de títulos que tienen muchos para acreditar la propiedad u otros derechos reales que legítimamente les corresponden. Debido es esto, ya a la subdivisión excesiva del suelo en algunas de nuestras provincias, ya a las guerras civiles y extranjeras que han ensangrentado el territorio español, ya a los incendios y ruinas que en la serie de los siglos han tenido lugar, ya al poco esmero en la conservación de los archivos, ya por último a la incuria de los propietarios. Pero, cualesquiera que sean las causas, no puede desconocerse que esta falta de titulación hace desmerecer mucho a la propiedad, la cual aparece sospechosa o insegura, y por consiguiente falta del valor que sin tales circunstancias tendría a los ojos de los que deseando adquirirla creyeran poder hacerlo sin riesgo.
De aquí resulta la necesidad de procurar que a la titulación perdida o nunca formada reemplace una titulación nueva, la cual, si bien no podrá inspirar desde luego tanta confianza ni tener tanta eficacia como los verdaderos títulos de propiedad, acreditará la posesión, y con el trascurso del tiempo y con llegar a ser más antigua que la prescripción más larga, será tan buena y tan segura como la titulación más completa. Este es uno de los puntos más interesantes de la ley.
No puede dudar la comisión cuál debe ser el principio de esta titulación nueva. Por más que las informaciones de testigos sean poco apreciables, tratándose de cuestiones sobre derechos son frecuentemente las únicas pruebas posibles cuando se ha de acreditar la existencia de un hecho. Admítese pues este modo de probar en la imposibilidad de otro mejor, por no existir la titulación antigua y por haber desaparecido las huellas para encontrarla. Con esmerada diligencia ha procurado la comisión fijar la forma y requisitos de estas informaciones, declarando que su objeto es hacer constar la posesión en que está el reclamante del derecho que desea inscribir, señalar los documentos que han de presentarse, la autoridad ante quien debe promoverse el juicio, con audiencia del promotor fiscal, o del síndico del ayuntamiento en su caso si se trata de la inscripción del dominio, y con la del propietario y de los demás partícipes en la propiedad si se quiere justificar la posesión de un derecho real, el numero de testigos, sus cualidades, el modo de probarlas, la extensión de sus declaraciones, la responsabilidad en que incurren por la inexactitud de sus dichos, el modo de salvar los derechos de los partícipes que estén ausentes, la forma de entablar las reclamaciones contra la inscripción, la clase de juicio en que han de ventilarse, la resolución de los expedientes, y las circunstancias que debe tener la inscripción decretada por el juez.
Pero no contenta la comisión con estas precauciones, propone que los registradores, antes de hacer inscripciones en virtud de información, examinen cuidadosamente el registro para asegurarse de las relativas a la finca, que por consecuencia del nuevo asiento puedan quedar total o parcialmente canceladas; que si de esta averiguación resulta algún asiento de adquisición de dominio no cancelada que se halle en contradicción con el hecho justificado, suspendan la inscripción, tomando una anotación preventiva, hasta que, enterado el juez y oída la persona que en el asiento aparezca interesada, confirme o revoque el auto de aprobación; mas si sólo resulta haber un asiento no caducado de censo, de hipoteca o de otro derecho real impuesto sobre la finca que ha de inscribirse, entonces que se haga expresión de él en la inscripción que se extienda.
Cree pues la comisión que ha hecho lo posible para que la nueva titulación no tenga por base la sorpresa o el despojo, y para que los derechos bastardos no se sobrepongan a los legítimos, al satisfacer la necesidad por todos reconocida de establecer los medios para que toda propiedad que carezca de títulos pueda llegar a obtenerlos.
Mas estas informaciones, por más que se haya procurado rodearlas de cuantas precauciones son posibles para que correspondan a su objeto, no pueden favorecer ni perjudicar a terceros sino desde la fecha de su inscripción: por ella no toma la posesión más importancia ni más valor que el que las leyes le atribuyen, ni se perjudica siquiera al verdadero propietario, aunque no tenga inscrito su título: todos los derechos conservan su antigua naturaleza: la cabeza de la nueva titulación sólo podrá de pronto producir efecto contra los que tengan títulos más débiles, y sólo en el trascurso del tiempo, si no aparece alguno que acredite mejor derecho, será un título verdadero de propiedad, porque la posesión continuada, el concepto público de dueño y el lapso de una larga serie de años concluyen por introducir la presunción juris et de jure, de que el poseedor es dueño de la cosa, abriendo la puerta aun sin título ni buena fe a las prescripciones extraordinarias.
A poco que se medite, nadie desconocerá que no puede ser extensivo a la hipoteca este modo supletorio de justificar los demás derechos reales; en todos ellos hay posesión, y el hecho de la posesión es lo que se prueba por la información: en la hipoteca la cuestión no es de hecho, porque el acreedor hipotecario no posee; consiste sólo su derecho en ser reintegrado con el valor de la finca sobre que ha prestado.
De los libros de registro anteriores a la Ley, y de su relación con los nuevos
Ninguna precaución debe parecer excesiva para conservar la integridad de los registros hoy existentes, cerrarlos y hacer el tránsito del antiguo al nuevo sistema ordenadamente y de modo que estén en relación los libros corrientes en la actualidad y los que han de abrirse.
La comisión ha adoptado al efecto las disposiciones que ha creído necesarias, prefiriendo parecer nimiamente escrupulosa, a poder ser tachada de poco previsora. A eso ha destinado el último título del proyecto, cuyas disposiciones son otras tantas garantías de la fidelidad con que se trasmitirán de unas a otras manos los registros.
Ha concluido la comisión de exponer los fundamentos del proyecto. Sin pretensiones de amor propio, sin alarde de las largas tareas en que se ha empeñado para hacer una obra aceptable, los presenta al Gobierno como fruto de sus estudios, de sus discusiones, y de la experiencia de los individuos que la componen. Tiene, sin embargo, la profunda convicción de que si se acepta el proyecto, será un gran progreso en nuestras instituciones civiles, precursor de otros que, dando unidad a nuestros derechos en todas las divisiones territoriales, aproximen la época en que llegue a ser una verdad el principio escrito en la Constitución de que un solo Código civil rija en toda la Monarquía.
Madrid 6 de Junio de 1860.
Manuel Cortina, Presidente.- Pedro Gómez de la Serna.. Manuel García Gallardo.- Francisco de Cárdenas.- Pascual Bayarri.- José de Ibarra.- Juan González Acevedo.
Alejandro Díaz Zafra, secretario.