Agosto de 2013
Citas
Hay muchas maneras de citar la palabra ajena, la palabra escrita o pronunciada por otros, y en cada una de ellas se pone en juego una cierta disposición moral del sujeto que cita. La acción de citar a los demás es ya un modo de relacionarse con ellos, y la manera de citarlos revela por sí misma cuál es la modalidad o la tonalidad moral de esa relación.
1. La cita sagrada. También podríamos llamarla “cita de autoridad”, pues el sujeto apela a ella como quien apela a una ley suprema, a una verdad última e indiscutible. Puede tratarse de una fórmula religiosa, jurídica, filosófica, científica o de cualquier otro tipo. Lo importante es que el sujeto la repite de forma ritual, como si comulgase íntimamente con cada uno de sus vocablos, como si éstos manaran de lo más profundo de su propia conciencia. Cuando la cita sagrada no es anónima, el autor de la misma es invocado como un oráculo divino, como un profeta carismático, como un maestro incontestable, y el sujeto que recita sus palabras lo hace como el niño crédulo que confía ciegamente en la enseñanza de sus mayores.
2. La cita testimonio. También podríamos llamarla “cita documental”. Aquí, lo importante no es el valor de verdad de la palabra citada, sino su condición de acontecimiento. Al citarla, el sujeto sólo pretende atestiguar que ha sido efectivamente enunciada, que lo ha sido en tales términos, en tal lengua, en tal fecha, ante tales destinatarios, por parte de tal autor. El testigo que la cita no tiene por qué reconocerle autoridad alguna. La autoridad está en el propio testimonio, en el propio compromiso de repetir fielmente lo que ha sido dicho por otros en tal o cual situación determinada. Lo importante es atestiguar, verificar que tal palabra ha sido efectivamente dicha por tal o cual autor. El propósito de la cita consiste en atribuir verazmente a otros la responsabilidad de las palabras que han proferido en un momento dado. Sea para elogiarlos o para denigrarlos. En cualquier caso, se trata de proporcionar pruebas, testimonios, documentos que permitan validar un juicio acerca de los otros. La palabra de los otros es citada para que comparezca ante el tribunal que ha de juzgarla. Pero la autoridad de juzgar ya no está en el autor citado sino en el testigo que lo cita. Este tipo de cita es propia de los procesos judiciales y de las investigaciones históricas. Tanto el juez como el historiador reúnen todo tipo de citas testificales para juzgar acerca de lo dicho por otros. Por supuesto, uno puede citarse a sí mismo, puede dar testimonio de lo que él mismo ha dicho en el pasado, puede confesar ante otros, sea ante un tribunal, ante algún amigo o ante anónimos lectores, a quienes puede dirigirse en forma de relato autobiográfico, carta confidencial o diario íntimo. Lo importante, en todo caso, es que la “cita documental” pretende dar cuenta del suceso de la enunciación y del sujeto del enunciado, pretende determinar el vínculo entre la una y el otro.
3. La cita oculta. También podríamos llamarla “cita plagio”. Lo peculiar de esta cita es que trata de ocultar su condición de tal. Se cita lo dicho por otros, pero sin mencionar que ha sido dicho por ellos, de modo que en realidad parece como si lo dijera uno mismo por vez primera. El sujeto pretende atribuirse de forma fraudulenta, como si se tratase de una invención propia, lo que es una mera repetición y apropiación de lo dicho por otros. En este sentido, la “cita plagio” es el reverso de la “cita documento”. Si la “cita documento” pretende dar testimonio de lo dicho por otros, y, de ese modo, hacerles justicia, atribuirles -para bien o para mal- lo que les es propio, la “cita plagio” oculta ese testimonio, y, al hacerlo, se convierte en un acto de apropiación en sí mismo injusto. Ahora bien, puede ocurrir que la cita oculta se haga con la expresa intención de proteger a otros, en cuyo caso ya no se trata de una injusta apropiación sino de una cómplice, generosa y, a veces, heroica autoinculpación. Puede ocurrir también que la cita oculta no se haga de forma consciente y deliberada, sino de forma inconsciente y mimética, en cuyo caso tampoco se trata de un plagio culpable, sino que nos encontramos ante el mecanismo más elemental y más habitual de aprendizaje y transmisión de la palabra: el mero acto de hablar o de escribir es ya un acto de repetición, una cita oculta que excede a toda intención y se sustrae a toda expresa voluntad de testimonio.
4. La cita trofeo. También podríamos llamarla “cita pedante”. Con ella, el sujeto no pretende testimoniar la palabra ajena como un suceso singular, ni tampoco invocarla como una ley universal, sino más bien confundir la diferencia entre lo uno y lo otro: lo importante es demostrar que uno conoce lo dicho por otros, sin que sea relevante ni el valor sagrado de lo dicho ni el acto mismo de su enunciación. Lo único relevante es la capacidad del sujeto para repetir indiscriminadamente e hilvanar caprichosamente la mayor cantidad y variedad posible de citas. Con esta profusión de palabras ajenas, el sujeto pretende dirigir la atención no hacia la cita en cuanto tal, no a su valor de autoridad ni a su valor documental, sino hacia sí mismo en cuanto máximo acaparador y ostentador de todo tipo de valores -o, más bien, de abalorios- verbales. La cita como tal se devalúa, se convierte en una ruina, un despojo, un trofeo, una curiosidad, un adorno. El sujeto las engarza una tras otra para envolverse y exhibirse con ellas, para deslumbrar a los demás con el brillo de su variopinto abigarramiento, sin preocuparle que entre tales alhajas se mezclen las joyas mejor labradas y la más pretenciosa bisutería.
5. La cita solitaria. También podríamos llamarla “cita secreta”. Aquí, ocurre lo contrario que en la cita trofeo: lo que importa no es la deslumbrante profusión de citas, sino la cita aislada, el fragmento solitario, la frase desnuda, indigente, casi insignificante en su mismo aislamiento. Pero, es precisamente ese aislamiento el que obliga a centrar toda la atención sobre ella y no sobre el sujeto que la enuncia. Éste, más bien, se oculta a sí mismo, para que aparezca la cita en toda su turbadora desnudez. El sujeto calla, para que sea la cita la que hable por sí sola. Pero no apela a ella para ampararse en una autoridad indiscutible, ni para atribuir a algún otro la responsabilidad de lo dicho. El sujeto la invoca como quien invoca a un aliado personal, a un daímon invisible, a un ángel secreto. La lleva consigo como si se tratase de un amuleto protector. Mantiene con ella un vínculo que sólo a él afecta y que él mismo no llega a comprender del todo. Ha sido él quien la ha aislado y despojado de todo adorno superfluo, pero también puede decirse que ha sido ella la que se ha dirigido a él, lo ha tocado en lo más íntimo y lo ha dejado desnudo y a la intemperie. Por eso, el sujeto no suele repetir la cita ante otros, sino más bien recitarla para sí mismo, como quien musita una oración. Y cuando la formula públicamente, siente un extraño pudor al hacerlo, como si estuviera desvelando su mayor secreto, como si estuviera poniendo al descubierto lo más oculto de sí mismo.
6. La cita amorosa. También podríamos llamarla “cita dialogante”, porque se la invoca para conversar con la persona amada que la ha enunciado, para traerla de algún modo a la presencia, para resucitarla a través de sus palabras. Ahora bien, para que las palabras de esa otra persona sigan vivas, y ella en ellas, no basta repetirlas ritualmente: es preciso amarlas y juzgarlas a un tiempo, hablar con ellas y contra ellas, descomponerlas y recomponerlas hasta hacerlas de algún modo propias y hasta hacer que las propias se vuelvan de algún modo suyas, esto es, hasta entretejerlas y anudarlas de tal manera que ya no se sepa muy bien -ni importe siquiera- cuáles son las de uno y cuáles las de otra. Lo importante es que con las palabras de ambos se va construyendo una lengua común, un espacio compartido en el que los dos pueden vivir juntos y conversar sin fin. Pero conviene no olvidar que este diálogo tiene lugar en ausencia del amado o amada. Es un diálogo imaginario que el sujeto mantiene a solas. Pero no lo mantiene consigo mismo, o al menos no de forma especular y narcisista, pues la otra persona es convocada una y otra vez, y su palabra se deja oír a través de las citas amorosas que el sujeto rememora. En realidad, es este diálogo imaginario con el otro ausente el que preserva toda relación de amistad y de amor, y la hace perdurar en el tiempo. Hasta tal punto que incluso puede suscitar en el sujeto un sentimiento de afecto y de lealtad incondicional hacia alguien a quien nunca ha conocido y del que sólo conserva unas cuantas palabras dialogantes, una incitante cita.
Última actualización: agosto_2013 15/08/2013 13:45
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- Última modificación: 2013/10/06 22:54
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