Agosto de 2014

Si una tarde de verano sales de paseo por el campo y llevas bajo el brazo un pequeño cuaderno y una caja de lápices, y subes a lo alto de un cerro, y te sientas en una desnuda peña, y contemplas el intenso azul del cielo, la ondulada línea del horizonte, los montes y los sembrados, las choperas, los olivares, las encinas dispersas, y escuchas el canto de las cigarras, y el zumbido de los insectos, y el lejano revuelo de los pájaros, y sientes en todo tu cuerpo la caricia del aire y el olor del romero, y sin saber por qué comienza a invadirte un sentimiento de placidez y de tristeza, de gratitud y de melancolía, de unión íntima con el mundo y de amarga soledad, y unas pocas lágrimas comienzan a deslizarse por tus mejillas, y deseas que una huella de aquel instante perdure de algún modo en tu memoria y en la memoria de aquellos a quienes amas, puede ser que entonces abras el cuaderno y traces en él apresuradas líneas, y acabes por componer un dibujo o un escrito, o tal vez ambas cosas. Sí, puede que tu cuaderno sea como la caja de cartón en la que el niño va guardando los pequeños tesoros de su infancia. Puede que tú vayas guardando en él un montón de garabatos, para no olvidar del todo los momentos de dicha y de dolor, las horas de mágico silencio que en el curso de la edad has ido conociendo. Puede que alguien te pregunte, como al niño, para qué guardar todo eso. Para qué pintar, para qué escribir, para qué tratar de retener en una forma duradera y tangible lo que es tan inefable y fugaz como la brisa. Tal vez sólo consigas, te dirán algunos, una mala copia, una torpe duplicación del mundo. Para eso, te aconsejarán, es preferible contentarse con el mundo tal cual es. Tal vez trates de inventar un mundo menos ajeno y esquivo, un mundo hecho a tu medida, en el que puedas refugiarte y defenderte del otro, del verdadero, del que gira sin cesar y destruye todo lo que engendra, indiferente a la desdicha de sus criaturas. Tal vez no quieras duplicar ni sustituir el mundo que te rodea, sino acrecentarlo y enriquecerlo, entregándole los frutos nacidos de tus manos, aun sabiendo que esos frutos acabarán desvaneciéndose también, como el vuelo de la mariposa en el aire, como la caracola vacía en la arena de la playa, como las hojas secas en el humus de la tierra, como el fulgor de un cometa en la oscuridad del cielo. Tal vez, incluso, el movimiento de tu mano en el papel y el juego de tus dedos con el lápiz, esa danza secreta e imprevisible que va trazando figuras rítmicamente, ese suave roce de la piel con los objetos, ese mudo contacto, esa caricia que va dejando estelas, huellas, cicatrices, no sea sino una forma de celebrar la vida, de hacerla aún más luminosa, aún más intensa, aún más duradera. Tal vez tu arrebatado anhelo de pintar y de escribir no sea sino el mundo mismo que alienta en ti, y se contempla con tus ojos, y se alegra con tu risa, y se duele con tus lágrimas, y desea con todas sus fuerzas perdurar por siempre en ti y en cada una de las criaturas que contigo lo habitan. Sí, tal vez sea el mundo mismo, y no tú, quien escribe y pinta en su propio cuerpo, que es también el tuyo, para que tú guardes memoria de él, pero también para que él guarde memoria de ti, porque el mundo nada sería sin el frágil y efímero pálpito de vida de las mortales criaturas que en él van apareciendo y desapareciendo.

Antonio Campillo

Los Martillos (Santomera), 28 de agosto de 1993

Última actualización: agosto_2014 10/09/2014 19:44


Derechos de reproducción: Todos los documentos publicados por Antonio Campillo Meseguer en esta web pueden ser reproducidos bajo la licencia Creative Commons

  • agosto_2014.txt
  • Última modificación: 2014/09/10 20:38
  • (editor externo)