Agosto de 2019

Esta mañana, caminando por un frondoso sendero que sigue el curso del río Ara, he podido admirar una vez más la milenaria sabiduría de las hayas.

Para empezar, suelen crecer juntas, formando unas comunidades más o menos extensas a las que nosotros llamamos bosques de hayas o hayedos, lo que les permite protegerse mutuamente para asegurar su crecimiento y reproducción.

Al crecer en estrecha convivencia y al extender sus ramas horizontalmente, logran crear una tupida bóveda que alcanza los treinta o cuarenta metros de altura, y con ello consiguen absorber la luz del sol y al mismo tiempo impedir que penetre en el interior del bosque, formando así una atmósfera umbría, húmeda y refrescante.

Por último, las hayas pierden las hojas en otoño y las renuevan en primavera, y de ese modo van cubriendo el suelo con un grueso manto de hojas secas que mantiene la humedad y los nutrientes de la tierra, y que al mismo tiempo impide el crecimiento de otras plantas, a excepción de los altos y austeros abetos.

No he podido dejar de acordarme de mi colega Paco Calvo, que ha creado en la Facultad de Filosofía de la UMU un Laboratorio de Inteligencia Mínima (Minimal Intelligence Lab o MINT Lab), en el que se dedica a estudiar la inteligencia de las plantas.

Cuando leo la prensa diaria y compruebo cómo los humanos nos maltratamos unos a otros y degradamos cada vez más la biosfera terrestre de la que depende nuestra propia supervivencia, me pregunto si efectivamente somos más inteligentes que las plantas y los demás animales que pueblan la Tierra o si simplemente somos los depredadores más insaciables, crueles y estúpidos.

Torla, 10 de agosto de 2019.


Última actualización: agosto_2019 12/08/2019 12:17

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