Enero de 2011

He dedicado los primeros días de enero a leer algunos de los libros del historiador británico Tony Judt (1948-2010), un brillante y polémico intelectual de origen judío, fallecido prematuramente el pasado año.

Judt es uno de los más conocidos especialistas en la historia del siglo XX, sobre todo en la historia de Europa, y más concretamente en la historia de los intelectuales europeos de la segunda mitad del siglo XX.

Estudió en el King's College de Londres y en la École Normale Supérieure de Paris, dió clases en las universidades de Cambridge, Oxford, Berkeley y Nueva York. En esta última universidad, ocupó la cátedra de Estudios Europeos y dirigió el Erich Maria Remarque Institute, dedicado al estudio de Europa y fundado por él mismo en 1995.

Fue autor o editor de trece libros, entre ellos Sobre el olvidado siglo XX (Taurus, Madrid, 2008), Pasado imperfecto. Los intelectuales franceses, 1944-1956 (Taurus, Madrid, 2007) y Postguerra. Una historia de Europa desde 1945 (Taurus, Madrid, 2006). Este último libro fue considerado uno de los diez mejores de 2005 por The New York Review of Books, galardonado con el Premio Council on Foreing Relations Arthur Ross y finalista del Premio Pulitzer.

Tras su muerte, ha aparecido un nuevo libro, aunque no había sido preparado como tal por el autor: El refugio de la memoria (Taurus, Madrid, 2011), un texto autobiográfico escrito en sus últimos meses de vida, mientras la enfermedad iba minando poco a poco su salud.

Fue colaborador habitual de The New York Review of Books, London Review of Books y The New York Time. En 2007 recibió el Premio Hannah Arendt, y en 2009 el Orwell Prize for Lifetime Achievement.

Comenzaré comentando su último libro, Ill Fares the Land, traducido por Belén Urrutia con el título Algo va mal (Taurus, Madrid, 2010). Judt escribió este libro con un claro sentimiento de urgencia, mientras luchaba contra una enfermedad degenerativa, y lo firmó en febrero de 2010, poco antes de su muerte. Se trata, pues, de un verdadero testamento intelectual. Y de hecho está dedicado a sus dos hijos adolescentes, Daniel y Nicholas. A través de ellos, el autor quiere dirigirse también a la juventud de hoy, a la que “le preocupa el mundo que le hemos legado -y los medios tan inadecuados que les hemos proporcionado para mejorarlo”. Tal vez por eso, está escrito en lenguaje claro, sencillo y directo.

El libro es un ensayo histórico, pero también un manifiesto político. Es un balance del siglo XX, pero también una llamada a la acción para quienes hemos de vivir en el siglo XXI. El autor nos ofrece un diagnóstico crítico de los treinta años de hegemonía del neoliberalismo, pero al mismo tiempo reivindica los “treinta años gloriosos” del Estado de bienestar europeo y del New Deal norteamericano, y defiende la necesidad de recuperar y renovar lo mejor de la tradición socialdemócrata a ambos lados del Atlántico.

A pesar de que formula algunas críticas contra las limitaciones y los errores de la socialdemocracia clásica, creo que el autor sigue siendo excesivamente clásico, y eso se percibe sobre todo en el capítulo 3 (La insoportable levedad de la política), en el que analiza los cambios de los años sesenta y setenta, simbolizados por el mayo del 68 francés: según Judt, en los Estados de bienestar europeos y norteamericanos, se produjo el paso de la vieja izquierda obrerista y colectivista a la nueva izquierda universitaria e individualista.

Su análisis del cambio histórico y generacional que se produjo en esos años es excesivamente maniqueo, pues lo describe como un lamentable tránsito de las viejas luchas por la “redistribución” y por la justicia social a las nuevas luchas por la “identidad” y por la libertad personal. En efecto, un historiador tan lúcido como Judt comete el grave error de describir este cambio en términos claramente simplistas y negativos, como un triunfo del individualismo, el relativismo, el posmodernismo y el neoliberalismo.

Sorprendentemente, Judt olvida que los nuevos movimientos sociales de los años sesenta y setenta tenían una importante dimensión colectiva, que renovaron profundamente las formas de la participación política, y que introdujeron en la agenda política nuevas luchas emancipatorias ignoradas por la socialdemocracia clásica, como el feminismo, el ecologismo, el antimilitarismo, el anticolonialismo, etc. De hecho, han sido esos movimientos los que más activamente han denunciado las insuficiencias del liberalismo, del comunismo y de la propia socialdemocracia.

Por eso, la recuperación de la tradición del socialismo democrático no tendrá ningún porvenir si no incorpora con todas sus consecuencias las aportaciones de esos nuevos movimientos sociales surgidos en los años sesenta y setenta, y cuya relevancia histórica es menospreciada por Judt.

La misma sensación agridulce he tenido al leer Sobre el olvidado siglo XX. Se trata de una recopilación de comentarios críticos a una o varias obras de otros autores, publicados previamente en diversas revistas y en los suplementos culturales de algunos periódicos. Todos los comentarios se centran en intelectuales, políticos y otras personalidades relevantes de la segunda mitad del siglo XX, o bien en acontecimientos y períodos concretos de esa época.

El libro consta de cuatro bloques: el primero lo dedica a cuatro intelectuales judíos que reflexionaron sobre el fenómeno totalitario: Arthur Koestler, Primo Levi, Manès Sperber y Hannah Arendt; en el segundo, se ocupa del compromiso político de algunos intelectuales (Albert Camus, Louis Althusser, Eric Hobsbawn, Leszek Kolakowski, Juan Pablo II (¿un intelectual comprometido?) y Edward Said); en el tercero, aborda diversos momentos y episodios de la historia reciente de algunos países (Francia, Reino Unido, Bélgica, Rumanía e Israel); y en el cuarto se ocupa de algunos políticos y episodios de Estados Unidos en el último medio siglo.

En esta recopilación de textos tan variados, uno puede encontrar excelentes análisis históricos, como los dos que dedica a Israel, y también excelentes retratos, como el de su querido amigo Edward Said. Pero, al mismo tiempo, uno se sorprende al comprobar que Judt considera a Koestler como “un intelectual ejemplar”, a pesar de reconocer que era un machista y un acosador de mujeres, o al leer el capítulo dedicado a Hannah Arendt, en donde el autor demuestra no haber entendido la noción de “banalidad del mal” y en donde llega a afirmar que “el legado teórico y propiamente filosófico de Arendt es liviano”.

He vuelto a experimentar sentimientos contradictorios al leer Pasado imperfecto. Los intelectuales franceses, 1944-1956. La obra se centra en las posiciones políticas de unos cuantos intelectuales franceses de la inmediata posguerra (Sartre, De Beauvoir, Mounier, Merleau-Ponty, Camus, Aron, Mauriac, etc.), en la primera década de la Guerra Fría, es decir, entre 1944, el año de la Liberación de Francia, y 1956, el año del informe que Nikita Jrushchov, secretario del Comité Central del Partido Comunista de la Unión Soviética, hizo público con motivo del XX Congreso del PCUS, denunciando los excesos del período estalinista (1924-1953), y también el año de la revolución húngara, violentamente reprimida por el Ejército Rojo soviético, conforme a las órdenes dictadas por el propio Jrushchov.

El objetivo principal del libro consiste en denunciar las ideas pro-comunistas y pro-soviéticas que en esos años mantuvieron algunos de los más prominentes intelectuales franceses (como los ya citados Sartre, De Beauvoir, Mounier y Merleau-Ponty), la enorme y perniciosa influencia que ejercieron sobre el conjunto de la intelectualidad francesa, y, sobre todo, el vergonzoso desarme moral que se produjo con todo ello. Fueron muy pocos los que mantuvieron la integridad ética (como el liberal Aron, el católico Mauriac o el rebelde Camus) para afirmar la defensa de la vida, la libertad y la dignidad humanas por encima de cualquier concepción totalizadora de la Historia, la Revolución y el Partido, como era el caso de la ideología marxista-leninista que administraban a su antojo los diversos partidos y regímenes comunistas, con la Unión Soviética a la cabeza.

El problema es que el libro excede con mucho ese objetivo limitado y plenamente justificado, y a menudo incurre en generalizaciones y tópicos bastante burdos, no solo sobre el supuesto pro-sovietismo de la mayoría de los intelectuales franceses de izquierdas (aunque el propio autor reconoce contradictoriamente que muchos intelectuales de izquierdas denunciaron a la URSS ya desde los años treinta, como es el caso de Bataille), sino también sobre las peculiaridades idiosincrásicas del “intelectual francés” en general, e incluso sobre la “identidad nacional” de Francia. Judt llega a remontarse hasta los orígenes medievales de la monarquía francesa y de la Universidad de París para explicar esa supuesta identidad nacional de los franceses en general y de sus intelectuales en particular.

El resultado es una extraña mezcla de juicios muy atinados -y muy bien documentados- sobre el pro-sovietismo de Sartre y compañía, y de excesos verbales completamente infundados, en los que el autor no vacila en dar rienda suelta a sus fobias y filias no solo personales sino también nacionales. Basta leer las páginas 336 y 337, dedicadas a intelectuales franceses “postestructuralistas” como Foucault y Derrida, para comprender la facilidad con que Judt mezcla el buen juicio con la simple boutade y la lucidez con el desvarío.

No he podido leer todavía Posguerra. Una historia de Europa desde 1945, su libro más premiado, pero imagino que será tan estimulante y tan irritante, tan documentado y tan desigual en sus juicios como los tres libros que acabo de comentar.

Última actualización: enero_2011 02/04/2011 21:12


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