Marzo de 2011

Acabo de leer el voluminoso y enjundioso libro de la italiana Laura Bossi: Historia natural del alma (Antonio Machado Libros, colección La balsa de la Medusa, traducción de Eric Jalain, Madrid, 2008, 522 páginas). La edición original francesa se publicó con el título Histoire naturelle de l’âme (PUF, París, 2003).

La autora es una neuróloga milanesa residente en París, que ha realizado importantes estudios científicos sobre la epilepsia y las enfermedades neurodegenerativas. Además, ha comisariado numerosas exposiciones, como “Los siglos de oro de la medicina”, “La fábrica del pensamiento” y “El alma en el cuerpo” (las tres en París), y “Los años treinta: la fábrica del hombre nuevo” (en Ottawa).

El objetivo de Laura Bossi en la Historia natural del alma es triple y se corresponde con la estructura misma del libro. En la introducción, la autora comienza denunciando “el eclipse del alma”, una noción que ha sido fundamental en la historia del pensamiento filosófico, teológico y científico de Occidente, y también en su tradición artística y literaria, y que sin embargo comenzó a ser paulatinamente abandonada y olvidada a partir del siglo XIX, coincidiendo con el proceso de secularización de las costumbres, el desarrollo de las ciencias biomédicas y la irrupción de la teoría darwinista de la evolución.

La autora trata de mostrar que este olvido del alma (la psyché de los griegos, el ánima de los romanos) nos impide comprender adecuadamente el significado de esos otros conceptos que han venido a sustituirla: cuerpo, organismo, animal, vida, muerte, cerebro, mente, conciencia, persona, etc. Aparentemente, los científicos han reemplazado a los filósofos y a los teólogos, pero en las controversias científicas reaparecen los viejos debates entre materialistas y espiritualistas, monistas y dualistas, defensores de un alma mortal o inmortal, única o compuesta de diversas facultades, localizada en un nidus anatomicus concreto (generalmente, el cerebro) o dispersa por todo el organismo y escalonada en varios niveles (vegetativo, sensitivo y racional).

Además, añade Bossi, los disjecta membra de la Innominata se los han repartido las más diversas disciplinas y profesiones: los biólogos se ocupan de la vida, los neurocientíficos analizan la relación mente-cuerpo, los médicos dedicados a la reanimación y al trasplante de órganos tratan de fijar el instante preciso de la muerte, las comadronas y ginecólogos se preguntan sobre el alma del embrión, los ingenieros tratan de construir en el laboratorio criaturas dotadas de vida y de inteligencia artificial, los juristas y filósofos debaten sobre el concepto de persona y sobre las difíciles cuestiones bioéticas suscitadas por los nuevos desarrollos de la medicina y de la biotecnología (manipulaciones genéticas, técnicas de procreación y clonación, eugenesia trasplantes de órganos, etc).

Esta fragmentación de las disciplinas ha hecho todavía más difícil pensar eso que nuestros antepasados llamaban alma. Y no sólo tenemos dificultades para pensar el alma humana, sino también el alma animal, valga la redundancia. De hecho, animal viene de ánima. Y esta etimología revela dos cosas: por un lado, el parentesco imborrable del ser humano con el resto de los seres vivos; por otro lado, la irreductibilidad de lo vivo o lo animado a los diversos tipos de dualismo: filosófico (entre res cogitans y res extensa), teológico (entre espíritu y materia), jurídico (entre persona y cosa) y científico (entre cerebro y cuerpo).

Por todo ello, el segundo objetivo de Laura Bossi, que constituye el grueso de su obra, consiste en llevar a cabo una ambiciosa reconstrucción histórica, pero no solo de la historia “natural” del alma (es decir, de sus bases biológicas y evolutivas), sino también de su historia “cultural” (es decir, del modo en que la filosofía, la teología, la ciencia, la literatura y las artes de Occidente han pensado y representado el alma durante más de dos milenios). La autora se apoya en una amplia documentación (como lo prueban las 43 páginas de bibliografía y las abundantes notas que jalonan el texto) y expone con admirable claridad las ideas de filósofos, teólogos y científicos, desde los clásicos Platón, Aristóteles, Galeno, Agustín de Hipona, Tomás de Aquino, Descartes, Leibniz, Linneo, Buffon, Lamarck, Darwin, Haeckel y Bergson, hasta los más recientes desarrollos de la biología, la medicina, las ciencias cognitivas, el derecho y la bioética.

Este enorme despliegue de erudición histórica se distribuye en siete grandes capítulos temáticos: 1) Los animales, los animados; 2) La gran escala de los seres; 3) El árbol de la evolución; 4) El animal interior; 5) Historias de monos; 6) Principium individuationis; y 7) El futuro de la muerte.

El tercer objetivo de Laura Bossi es el que ella misma expone en la conclusión del libro: “repensar el alma”, para realizar una más eficaz “defensa del ser humano”. Pero este tercer objetivo, que es el que ha llevado a la autora a escribir su Historia natural del alma, es también el más problemático. Porque Bossi hace coincidir la recuperación del concepto de alma con la reivindicación de una determinada concepción religiosa de la misma, que es la que ha sido dominante en Occidente durante casi dos milenios: la concepción cristiana de un alma creada por Dios y por ello mismo divina e inmortal, es decir, un alma capaz de trascender su condición animal, vinculada a un cuerpo singular y efímero, y transfigurarse en un alma incorpórea, resucitada e imperecedera.

Laura Bossi mantiene a lo largo del libro un mesurado tono descriptivo en su exposición de las distintas teorías filosóficas, teológicas y científicas que han ido sucediéndose en la historia de Occidente. En cambio, en el último capítulo, que no por casualidad se ocupa de la muerte y de la inmortalidad, la autora cambia de tono y se compromete expresamente con una argumentación en favor de la inmortalidad del alma individual, lo que le lleva a discutir algunas de las ideas actualmente dominantes: la tesis schopenhaueriana (retomada por muchos divulgadores actuales del darwinismo) de que el individuo es un mero instrumento al servicio de la reproducción de la especie; el encefalocentrismo en la concepción actual del ser humano, que identifica el alma con la actividad neuronal del cerebro y reduce el resto del cuerpo a un conjunto de órganos cosificados y manipulables, prescindiendo así de la vieja noción tripartita del alma (vegetativa, sensitiva y racional); y, por último, la doctrina médica y jurídica sobre la muerte cerebral, que se ha impuesto en las últimas décadas para facilitar el trasplante de órganos.

Creo que merece la pena leer el libro de Laura Bossi, no solo por su erudición histórica y por su capacidad para interrelacionar las más diversas disciplinas, sino también porque aborda con mucha valentía algunos de los dilemas más complejos del pensamiento contemporáneo a la hora de definir los confines de la condición humana.

Pero también creo que la autora se equivoca al creer que la solución de tales dilemas se encuentra en una nueva versión de la vieja concepción cristiana del alma. Por el contrario, me parece que hemos de comenzar a pensar la identidad humana más allá de la milenaria disyuntiva entre el monismo materialista y el dualismo espiritualista. Y para ello me parece que el mejor camino consiste en rescatar, repensar y reelaborar la definición aristotélica del ser humano como un “animal político”. Porque los antiguos griegos ya sabían que no hay psyché sin polis, y viceversa.

Puede consultarse la breve reseña de este libro realizada por el filósofo español Eugenio Trías, con el título "El alma que somos", en el suplemento cultural del diario ABC (09/08/2008, p. 13).

También puede consultarse un debate de la autora con el astrofísico budista Trinh Xuan Thuan, titulado “Dan mon cosmic tripo”, celebrado durante los Rencontres de Fès (Marruecos), y publicado por Philosophie Mag, nº 33. Recojo aquí un extracto de ese debate, en el que Laura Bossi expone lo esencial de su libro:

“Je m'interroge quant à moi sur ce qu'il y a de plus subjectif, personnel, unique, bien que commun à nous tous: la vie, la mort, la conscience, ces différents aspects qui autrefois étaient réunis dans l'idée d'«âme». Et c'est précisément ce concept d'âme que j'ai voulu réhabiliter. Cette notion a en effet été oubliée, autant par les scientifiques, bien sûr -qu'ils soient biologistes, neurologues ou psychologues -, que par les théologiens. Or l'âme a été un concept directeur pour la pensée et la science occidentale, de Platon jusqu'au XIXe  siècle. Je me suis longtemps interrogée sur cette éclipse de l'âme, qui cache quelque chose. Et je me suis rendu compte qu'en abandonnant cette notion, ce sont celles de corps, d'animal, de vie, de mort et de personne que nous nous sommes mis hors d'état de comprendre.

Platon, Aristote, suivis par Galien et toute une tradition médicale, ont proposé le modèle d'une âme tripartite: une âme végétative commune aux plantes et aux animaux, située dans le foie et responsable de la nutrition, une âme sensitive et désirante, localisée dans le coeur, que nous partageons avec les animaux, et une âme pensante et rationnelle, logée dans le cerveau. Sur la base de ces trois âmes (ou trois puissances de l'âme) qui s'emboîtent comme des poupées russes, on a imaginé toute une harmonie de l'Univers, schématisée par l'échelle des êtres, allant de la pierre à l'homme par gradations imperceptibles. Ce modèle des trois âmes, moins naïf qu'il n'y paraît, imprègne encore largement nos manières de penser. Nous parlons bien de personnes « dans un état végétatif », auxquelles on reconnaît seulement une âme inférieure. Lorsqu'on a initié les premières techniques de réanimation -action de réinsuffler de l'âme -, on a commencé par agir sur le coeur. Enfin, le schéma des trois âmes est confirmé dans l'embryologie contemporaine, qui distingue trois feuillets germinatifs, donnant lieu à l'appareil digestif (endoderme), au système cardio-circulatoire et à l'appareil locomoteur (mésoderme), au système nerveux et à la peau (ectoderme).

Je suis mal à l'aise devant la négation des « âmes inférieures » pratiquée aujourd'hui, lorsque nous localisons toute l'âme, toute la vie dans le cerveau, comme nous le faisons, par exemple, lorsque nous employons les critères de mort cérébrale. Ce modèle encéphalocentrique de l'âme, de plus en plus répandu depuis les années cinquante à la suite de l'émergence des greffes d'organes, est très dualiste et met en scène un homme-machine dont le seul souffle d'âme se situe dans le cerveau. Une fois le cerveau «éteint», on peut rapidement se servir des autres organes du corps comme de pièces détachées afin de les greffer sur un patient doté d'un cerveau encore en état de marche. Au contraire, la vieille notion d'âme tripartite nous permet de ne pas nier notre animalité, d'élargir la notion de personne humaine à tout son corps vivant, au lieu de la réduire à son seul cerveau, ou même à son seul cortex.”

Última actualización: marzo_2011 25/04/2011 12:34


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  • Última modificación: 2011/04/28 00:09
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