Marzo de 2013

Cuando nacemos, los humanos nos encontramos con tres condiciones naturales que constituyen las bases ineludibles de nuestra existencia: nuestro propio cuerpo, la compañía de nuestros semejantes y el mundo que compartimos con ellos y con los demás vivientes. Pero estas tres condiciones no determinan completamente el modo en que se desarrollará nuestra vida, puesto que los humanos disponemos de un cierto margen de libertad para modelarlas y transformarlas. Esta interacción entre lo heredado naturalmente y lo creado culturalmente ha dado lugar a una gran diversidad de variaciones a lo largo de la historia de las sociedades humanas.

Hemos de alimentar y cuidar nuestro cuerpo para no perecer, pero podemos hacerlo de muchas maneras, y de hecho hemos inventado para ello regímenes económicos muy diversos. El historiador de la economía Karl Polanyi distinguió tres grandes tipos: la reciprocidad, la redistribución y el mercado. Hemos de reproducirnos sexuadamente para transmitir la vida a otros, pero también aquí caben muchas posibilidades, y para ello hemos regulado las relaciones entre los sexos y las generaciones mediante diversos sistemas de parentesco, que han sido inventariados por Claude Lévi-Strauss y otros muchos antropólogos. Hemos de convivir en un mismo territorio, lo que nos exige evitar los conflictos violentos y llegar a acuerdos colectivos, pero también hay muchas maneras de conseguirlo, y prueba de ello es la gran diversidad de regímenes de convivencia territorial que se han ido formando y transformando a lo largo de la historia, desde las pequeñas comunidades tribales hasta la actual sociedad globalizada.

Pues bien, si los humanos no estamos predeterminados por las condiciones naturales de nuestra vida, si tenemos cierta libertad para modelar nuestro cuerpo, la convivencia con nuestros semejantes y la relación con el mundo en el que habitamos, y si debido a esa capacidad creativa hemos sido capaces de inventar los más diversos regímenes económicos, parentales y territoriales, eso quiere decir que la humanidad no está dada y definida de una vez por todas, sino que nuestro destino es reinventarla y repensarla siempre de nuevo. En resumen, que la condición humana es una condición constitutivamente histórico-política.

En el libro I de la Política, el filósofo griego Aristóteles definió al ser humano como “animal político”. Pero, para distinguirlo de los demás animales sociales, añadió una segunda definición, inseparable de la primera: “animal dotado de logos”. Y atribuyó a este término griego un triple significado: el logos es el lenguaje con el que reflexionamos sobre nuestra experiencia vivida y nos comunicamos unos con otros; es el conjunto de leyes y criterios valorativos con los que juzgamos nuestras acciones y discriminamos entre lo justo y lo injusto; y es, en fin, el medio de conocimiento con el que codificamos y transmitimos nuestros saberes acerca del mundo.

En efecto, el logos (la ratio de los latinos) nos permite pensar libremente, convivir con los otros y conocer el mundo. Gracias a él, podemos dialogar con nosotros mismos, someter a examen nuestra vida, modelar el propio ethos para que sea a un tiempo libre y responsable. Podemos comunicarnos con los demás, manifestarles nuestras opiniones y preferencias, debatir con ellos y llegar a acuerdos sobre las leyes que deben regir la polis. Podemos poner nombre a los seres y sucesos del kosmos, dar expresión simbólica a nuestra experiencia, crear toda clase de saberes científicos, humanísticos y artísticos, y transmitirlos a través de la educación. Como señaló Michel Foucault en su último curso El coraje de la verdad (1984), para los filósofos de la antigua Grecia había un vínculo inseparable entre ethos, polis y kosmos, es decir, entre la subjetividad ética, la convivencia política y el conocimiento del mundo. Y el koinon logon del que hablaba Heráclito (la “razón común”, según la traducción del recientemente fallecido Agustín García Calvo) es el hilo sagrado que permite tejer entre sí esos tres grandes ámbitos de la experiencia humana.

Esta es la herencia y la tarea que los filósofos griegos legaron a la tradición cultural de Occidente. Los romanos la expandieron por todo el Mediterráneo. Durante la Edad Media, la cultura greco-latina se hibridó con las tres religiones abrahámicas: judía, cristiana y musulmana. Esta tradición híbrida fue profundamente renovada por el Renacimiento, la Reforma y la revolución científica, y convertida en un proyecto civilizatorio con vocación universalista por los filósofos de la Ilustración y los padres fundadores de las primeras revoluciones políticas modernas. Como ha escrito el historiador estadounidense Jonathan Israel (A Revolution of the Mind: Radical Enlightenment and the Intellectual Origins of Modern Democracy, Princeton University Press, 2009), en los siglos XVII y XVIII se produjo en toda Europa una “revolución de la mente” que dio origen a las democracias del Occidente moderno.

Sin embargo, la civilización occidental tenía un lado muy sombrío: de la “razón común” estaban excluidas las mujeres, los esclavos, los siervos, los asalariados y los “bárbaros” no helenos, no romanos, no cristianos y, por último, no europeos. Por eso, a partir del siglo XIX, surgieron tres grandes movimientos emancipatorios: el feminismo, el socialismo y el movimiento antiesclavista y anticolonialista. Todos ellos se rebelaron contra unas democracias muy restringidas, que jerarquizaban a los seres humanos en razón de su sexo, clase social, etnia, etc.

Estos movimientos emancipatorios pusieron en cuestión las jerarquías sociales heredadas y los saberes de todo tipo que las legitimaban. Pero la autocrítica y renovación de Occidente no ha seguido un camino lineal y ascendente. El siglo XX comenzó con la última “guerra civil europea (1914-1945)”, narrada magistralmente por Enzo Traverso en A sangre y fuego (2007). Luego vinieron los “treinta años gloriosos” (1945-1975) que, a pesar de la amenaza nuclear y la Guerra Fría entre Estados Unidos y la URSS, dieron origen a la ONU, la Declaración Universal de Derechos Humanos, la descolonización de las últimas colonias europeas, los Estados de bienestar, la Unión Europea y los nuevos movimientos sociales (ecologismo, pacifismo, etc.). Pero, en las tres últimas décadas, hemos asistido a la gran ofensiva del capitalismo neoliberal, que pretende desmantelar una a una todas las conquistas civilizatorias conseguidas en Occidente y en el resto del mundo.

En pleno ascenso del nazismo, el filósofo judeo-alemán Edmund Husserl escribió La crisis de las ciencias europeas (1936), para denunciar el divorcio suicida entre la ciencia y el humanismo, entre el progreso tecno-económico y el retroceso ético-político, y para exigir a los filósofos que asumieran no ya el papel de tábanos de la polis, como Sócrates, ni el de profesores del Estado-nación moderno, como Hegel, sino el de “funcionarios de la humanidad”. Hoy, en los inicios del siglo XXI, estamos viviendo un nuevo retorno de la barbarie. Pero la amenaza no viene ahora de tal o cual Estado totalitario, sino de un capitalismo depredador, desregulado y globalizado. No solo estamos ante la más grave crisis económica y social desde la década de 1930, sino también ante una crisis ecológica global, ante una crisis de legitimidad de la democracia parlamentaria y ante una crisis civilizatoria que afecta al conjunto del pensamiento occidental.

La filósofa judeo-estadounidense Martha C. Nussbaum, reciente Premio Príncipe de Asturias de las Ciencias Sociales, en Sin fines de lucro (2010) ha alertado de esta “crisis silenciosa” del pensamiento occidental, una de cuyas manifestaciones es la reducción de los estudios de artes y humanidades en Europa, Estados Unidos y, en general, los países que han adoptado la ideología neoliberal y, con ella, una concepción economicista y tecnocrática del conocimiento y de la educación.

Citaré dos ejemplos cercanos de esta “crisis silenciosa”. Uno: el borrador del VIII Programa Marco de la UE (Horizonte 2020) establecía para el período 2014-2020 cinco áreas estratégicas de investigación y excluía a las Ciencias Sociales y las Humanidades; ante la protesta de 25.000 investigadores europeos, se incluyó una sexta área; en España, el Plan Estatal de Investigación 2013-2016 menosprecia también a las Ciencias Sociales y las Humanidades, y la Filosofía no es siquiera mencionada. Dos: el borrador de la LOMCE concibe la educación como una preparación profesional para competir en el mercado, segrega al alumnado en función de su rendimiento, convierte la formación moral en un sucedáneo de la religión, y coherentemente suprime dos de las tres materias de Filosofía impartidas en el sistema educativo español durante toda la democracia.

La humanidad se enfrenta hoy a retos inmensos que ponen en riesgo la vida, la libertad, la convivencia y la supervivencia misma de millones de seres humanos. Pero carecemos de una “razón común” que nos permita afrontarlos. Vivimos una globalización de facto, pero no de iure. Por eso, hemos de repensar la relación entre ethos, polis y kosmos, para adecuarla a las condiciones de una sociedad global cada vez más compleja, interdependiente e incierta. Necesitamos repensar las nuevas formas de convivencia familiar, generacional e intercultural. Necesitamos repensar nuestro régimen tecno-económico, para que sea a un tiempo justo y sostenible. Necesitamos repensar la democracia en sus diferentes escalas y esferas de interacción social. Necesitamos repensar el papel de los saberes científicos, humanísticos y artísticos, y el modo en que deben contribuir a la modelación de la experiencia humana.

En resumen, necesitamos renovar profundamente el ejercicio del pensamiento. Por eso, lejos de ser un oficio anticuado e inútil, la filosofía tiene ante sí una gran tarea y una gran responsabilidad: ayudar a reconstruir la “razón común”, para que la humanidad viviente, entretejida ya en una sola sociedad planetaria, se haga cargo de su pasado múltiple y se enfrente al porvenir con una actitud reflexiva y cooperativa.

Nota: Una versión abreviada de este texto ha sido publicada como artículo, con el mismo título, en la sección “Tribuna” del diario El País, el día 13/04/2013.

Última publicación: marzo_2013 13/04/2013 09:33


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