Marzo de 2023

La primera vez que tuve noticia de la existencia del pueblo yanomami fue en el curso 1977-1978, cuando estudiaba la especialidad de Antropología Social en la Licenciatura de Sociología, en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.

Me interesé por los yanomami gracias a los estudios del antropólogo francés Jacques Lizot, que convivió con ellos durante veinticuatro años (1968-1992) y publicó varios estudios sobre sus costumbres, colecciones de relatos y un Diccionario enciclopédico de la lengua yanomami. Llegué a Lizot a través de otro colega y compatriota suyo, Pierre Clastres, ambos discípulos de Claude Lévi-Strauss.

De los tres -y, por supuesto, de muchos otros antropólogos e historiadores- aprendí a cuestionar la concepción evolutiva y eurocéntrica de la historia humana, elaborada por las élites intelectuales europeas para justificar la expansión imperialista de las potencias euro-atlánticas, la «gran mortandad» que causaron en las poblaciones americanas y la brutal depredación de sus tierras y recursos naturales (proseguidas luego en África, Asia y Oceanía).

Y, sobre todo, aprendí a valorar la admirable dignidad de los llamados pueblos «primitivos», «salvajes» o «prehistóricos», por tres grandes razones: en primer lugar, porque han protagonizado el 98% de la historia humana, desde que aparecieron en África, hace más de 230.000 años, hasta el presente, a pesar de que los pueblos «civilizados» han hecho todo lo posible por exterminarlos; en segundo lugar, porque comenzaron a migrar desde el continente africano hace unos 70.000 años, se extendieron por toda la Tierra (a pie o en canoa), se adaptaron a todos los ecosistemas y dieron origen a la gran diversidad biológica, lingüística y cultural de la especie humana, de modo que hace 10.000 años, al comienzo del Neolítico, toda la Tierra estaba poblada ya por esas pequeñas comunidades tribales; y, por último, porque crearon las instituciones, conocimientos y prácticas sociales que todavía hoy nos constituyen como humanos: las reglas del parentesco y de la ayuda mutua, la democracia directa y la resolución pacífica de conflictos, el sustento material y el respeto hacia el entorno natural que nos lo proporciona, el lenguaje articulado, los relatos, la música, la danza, la risa, la fiesta, la pintura, la arquitectura, la cerámica, el tejido, la recolección y el cultivo de plantas, la caza y la domesticación de animales, etc.

Basta leer Una trenza de hierba sagrada, de Robin Wall Kimmerer, profesora de botánica en Estados Unidos y miembro activo del pueblo potawatomi, para comprender lo mucho que debemos a todas esas comunidades tribales menospreciadas, humilladas, desposeídas y exterminadas por los colonos europeos. Por todo ello, hace años que me hice socio de Survival International y desde entonces apoyo sus valerosas campañas en defensa de los pueblos indígenas.

Actualmente hay 476 millones de personas indígenas en todo el mundo. Ocupan una cuarta parte de la superficie terrestre, pero contribuyen a proteger el 80% de la biodiversidad que aún queda en nuestro planeta. Hay una relación muy estrecha entre la supervivencia cultural de estas comunidades, la protección de los ecosistemas terrestres y, consiguientemente, el bienestar de los seres vivos y del conjunto de la humanidad.

Los pueblos indígenas tienen conocimientos ancestrales sobre su entorno y saben cómo habitarlo, cómo servirse de él sin degradarlo ni destruirlo. Sin embargo, muchos de ellos han perdido ya sus lenguas y costumbres nativas o están a punto de perderlas al haber sido expulsados de sus tierras y desplazados a otros territorios o a barriadas suburbiales. Todavía se hablan unas 4.000 lenguas indígenas en todo el mundo, pero más de la mitad corren el riesgo de extinguirse en las próximas décadas.

Los pueblos indígenas son sólo el 6% de la población mundial y sin embargo representan el 19% de las personas que sufren una pobreza extrema. Su esperanza de vida es hasta 20 años inferior a la de las personas no indígenas. En general, no tienen reconocido el derecho a disfrutar de sus tierras ancestrales, son los últimos en recibir ayudas públicas y se enfrentan a numerosos obstáculos para participar en la vida política, económica, social y cultural del país al que pertenecen. Eso los hace más vulnerables a los abusos de gobiernos y empresas, a las enfermedades infecciosas y a los impactos del cambio climático.

Por todo ello, los pueblos indígenas han aprendido a organizarse, a federarse entre sí, a tejer vínculos con asociaciones e instituciones que los apoyan, y a reclamar ante los gobiernos y organismos internacionales el derecho a preservar su forma de vida. Tras más de dos décadas de negociaciones, la ONU aprobó el 13 de septiembre de 2007 la Declaración sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas. Se han adoptado otros acuerdos internacionales similares y se han creado organismos como el Foro Permanente de las Naciones Unidas para las Cuestiones Indígenas (UNPFII), pero todo esto no ha impedido que los pueblos indígenas y sus codiciadas tierras sigan sufriendo toda clase de agresiones por parte de un capitalismo cada vez más ecocida y humanicida.

Las «grandes civilizaciones», es decir, las sociedades estamentales que surgieron hace poco más de 5.000 años (primero en Mesopotamia y luego en otras regiones del mundo), fueron las que crearon el dominio estructural entre diferentes categorías de seres humanos (ricos/pobres, hombres/mujeres, sacerdotes/creyentes, civilizados/bárbaros) y las que comenzaron a denigrar, expoliar y esclavizar a los llamados pueblos «bárbaros« o «salvajes». Este proceso de dominación se intensificó y se globalizó a partir de 1492, con el nacimiento del capitalismo moderno y la gran expansión del Occidente euro-atlántico.

En un famoso capítulo de El capital (Lib. I, Sec. VII, cap. XXIV), Marx habla de la «acumulación originaria» del capitalismo para referirse a la brutal desposesión sufrida por los campesinos europeos, los indígenas americanos y los negros africanos deportados a América y esclavizados en las plantaciones de los colonos blancos, pero hoy sabemos que ese proceso de violenta desposesión de las condiciones materiales de vida es la lógica estructural del capitalismo moderno y sigue practicándose día tras día en el Norte y en el Sur, en las ciudades y en los campos, con los obreros precarizados, las mujeres prostituidas, los campesinos expulsados y los indígenas exterminados. Eso es lo que han estado sufriendo en estos últimos años las comunidades yanomami del Amazonas, cuyo territorio se encuentra dividido entre las jurisdicciones de Venezuela y de Brasil. Afortunadamente, la derrota de Bolsonaro y la vuelta de Lula al gobierno de Brasil ha abierto una puerta de esperanza para los yanomami.

Según Survival International, los yanomami son el pueblo indígena relativamente aislado (de hecho, algunas de sus tribus todavía no han sido contactadas) más numeroso de América del Sur. Viven en las selvas y montañas amazónicas del norte de Brasil y del sur de Venezuela. Su población actual se estima en unas 38.000 personas. Su territorio es de 9,6 millones de hectáreas en Brasil y 8,2 millones en Venezuela. En conjunto, es el mayor territorio indígena selvático del mundo. Desde la llegada de los europeos en el siglo XVII hasta los actuales buscadores de oro, los yanomami han sufrido toda clase de agresiones, epidemias y genocidios. En la década de 1980, en apenas siete años, fue exterminada el 20% de la población. Todavía hoy, no tienen reconocido el derecho a habitar su territorio de manera libre y autónoma.

Es admirable el modo en que los yanomami construyen sus casas comunales, a las que llaman «yanos» o «shabonos». Suelen tener una forma ovalada o circular y pueden alojar desde unas pocas decenas hasta varias centenas de personas. Están hechas de manera muy sencilla pero habilidosa, con palos, palmas y cuerdas, y suelen quemarlas y reconstruirlas de nuevo cada dos años, más o menos. La zona central es el «heha», el espacio público o común, y se usa para todo tipo de actividades colectivas como rituales, fiestas y juegos. En la periferia techada, cada familia tiene una hoguera propia donde cocina durante el día y en torno a la cual cuelgan las hamacas para dormir durante la noche.

Aviso para quienes siguen repitiendo el mito eurocéntrico de que la democracia la inventaron los griegos: los yanomami creen firmemente en la igualdad entre todos los miembros de la comunidad. Cada grupo es independiente de los otros y no reconocen a nadie como «jefe». Las decisiones las toman por consenso, normalmente después de largos debates en los que todos pueden opinar.

Como en la mayoría de los pueblos indígenas, las tareas se dividen según el sexo, pero no hay dominación patriarcal de los hombres sobre las mujeres. Los hombres suelen cazar y las mujeres suelen recolectar y cultivar pequeños huertos, pero nadie se come lo que ha cazado, recolectado o cultivado, sino que todos lo comparten con los demás. Y como sucede en otras muchas sociedades de cazadores, recolectores y horticultores nómadas, los yanomami trabajan una media de menos de cuatro horas al día para satisfacer todas sus necesidades materiales, así que tienen mucho tiempo libre para el ocio y las actividades sociales. Son muy frecuentes las visitas entre comunidades y las ceremonias comunes, sea para celebrar la recolección o para compartir un ritual funerario.

Es fácil entender por qué Jacques Lizot llegó a convivir con los yanomami durante veinticuatro años. Esto me ha hecho recordar una novela del escritor cubano Alejo Carpentier que leí hace muchos años, precisamente cuando estudiaba Antropología Social: Los pasos perdidos (1953). Es la historia de un investigador que busca el origen de la música en unas comunidades de la selva venezolana. Queda tan fascinado por lo que va descubriendo que decide regresar a su ciudad para arreglar sus asuntos, despedirse de su pasado y volver a la selva para instalarse en ella, pero entonces ya no encuentra el camino de vuelta. Es toda una metáfora de nuestro destino como criaturas cada vez más urbanizadas y desconectadas de nuestra condición terrestre.


Última actualización: marzo_2023 2023/03/04 22:38

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