Noviembre de 2013
En memoria de Agustín García Calvo
El 1 de noviembre de 2012 falleció Agustín García Calvo, a la edad de 86 años. Yo acababa de llegar a Santiago de Chile, para participar en el IV Congreso Iberoamericano de Filosofía, celebrado del 5 al 9 de noviembre. Así que en esos días no tuve la ocasión ni el ánimo para escribirle unas palabras de despedida.
(Por cierto, Agustín nunca fue a América porque se negaba a volar en avión, prefería viajar por tierra, sin despegarse del suelo, y su medio de transporte preferido era el tren, en el que escribió y al que dedicó muchos de sus poemas).
Ahora que se cumple un año de su muerte, quiero dedicarle este pequeño homenaje.
Conocí a Agustín García Calvo en otoño de 1977. Lo recuerdo porque unos meses antes había muerto mi madre. Yo estaba cursando en la Universidad Complutense de Madrid las licenciaturas de Filosofía (en turno de mañana) y de Sociología (en turno de tarde). Eran los agitados años de la transición democrática, en los que abundaban las huelgas, las manifestaciones, las disputas ideológicas entre los numerosos grupos de la izquierda (socialistas, comunistas y anarquistas), las grandes expectativas de cambio político y social… Franco había muerto en 1975, pero la dictadura se resistía a morir y el porvenir del país era muy incierto, porque unos defendían una ruptura revolucionaria y otros una reforma pactada. Ahora sabemos que esta segunda opción fue la que triunfó, pero en aquellos años esperábamos que se produjera una transformación mucho más profunda.
En mi tercer año de carrera, comencé a comprender que la vocación filosófica era algo más que un título universitario, y que exigía de mí un compromiso existencial. Lo que me inquietaba es que ese compromiso lo estaba manteniendo a solas conmigo mismo, pues no había encontrado todavía maestros y compañeros con los que compartirlo.
O, mejor dicho, había encontrado muchos maestros y compañeros, pero sólo a través de los libros. Leía todo lo que caía en mis manos: poesía, novela, sociología, antropología, historia, psicología, biología, etc. Pero, sobre todo, leía a los grandes filósofos del pasado y del presente, incluidos los filósofos españoles vivos, que durante aquellos años polemizaban apasionadamente en los “congresos de filósofos jóvenes” y en otros encuentros similares. Sin embargo, más allá de los libros, los congresos y las conferencias, yo intuía que mi vocación filosófica sólo podía consolidarse si encontraba maestros y compañeros de carne y hueso con los que compartirla y, por así decirlo, ponerla a prueba.
Por eso, decidí escribir a Fernando Savater, a quien había tenido ocasión de escuchar en varias ocasiones, y le expuse mis inquietudes. Él me respondió muy amablemente y me animó a asistir a la tertulia que Agustín García Calvo mantenía todos los miércoles por la tarde en la cafetería Arranz de Madrid, tras haber regresado de su exilio parisino y recuperado su cátedra en 1976. En 1965, el régimen franquista lo había expulsado de la universidad, junto con López Aranguren, Tierno Galván y Montero Díaz, por participar en una manifestación estudiantil.
Yo había leído ya algunos textos de García Calvo, sobre todo sus breves folletos de agitación política, editados por la pequeña editorial alternativa Banda de Moebius: los Apotegmas sobre el Marxismo, el Manifiesto de la Comuna Antinacionalista Zamorana, el Comunicado urgente contra el despilfarro y De los modos de integración del pronunciamiento estudiantil. Excepto el primero, todos los demás folletos habían sido publicados anónimamente, o, más bien, firmados por la Comuna Antinacionalista Zamorana (CAZ), pero se sabía que García Calvo era el autor de todos ellos.
En la tertulia de la cafetería Arranz conocí al Agustín socrático, capaz de coordinar semana tras semana un debate público y abierto, pero al mismo tiempo continuado y riguroso, al que asistían varias decenas de personas. Era un debate filosófico muy libre, en el que cualquiera podía intervenir y en el que no tenía cabida la jerga de los especialistas, sino que más bien había que dejarse guiar exclusivamente por la lógica misma del logos anónimo, es decir, por la heraclitana “razón común”.
Pero era también un debate muy exigente, pues Agustín procuraba evitar que las intervenciones se dispersaran en cualquier dirección y las reconducía sabiamente al asunto que se estaba tratando. Además, al inicio de cada sesión resumía lo tratado en la semana anterior y apuntaba algunas ideas para incitar al diálogo y proseguir así el hilo del razonamiento colectivo. Además, Agustín grababa todas las sesiones, porque creía firmemente que la verdad más valiosa era la que brotaba de forma anónima en los diálogos de la “razón común”. De hecho, de esas grabaciones acabarían naciendo algunos de sus libros posteriores.
Agustín no era el único que hablaba, ni el único al que merecía la pena escuchar. En la tertulia participaban también Rafael Sánchez Ferlosio, Fernando Savater, Tomás Pollán, Isabel Escudero y otras personas a las que yo no conocía. Los debates entre ellos eran como el choque de pedernales: hacían saltar chispas de humor, de afecto, de rivalidad y de sabiduría.
Yo era un tímido jovencito con poco más de veinte años, pero los debates eran tan libres de prejuicios, tan desprovistos de la pedantería académica, que a veces me animaba a intervenir y a exponer mi punto de vista sobre el asunto que se estaba debatiendo. Y, para asombro mío, era escuchado con el mismo respeto con que se escuchaba la palabra de los demás contertulios.
Me pareció un gran regalo, un inesperado milagro, el poder asistir todas las semanas a la tertulia de Agustín. Era como si de pronto hubiera ingresado en una de esas escuelas filosóficas que tanto abundaban en la Grecia y la Roma antiguas. Así que me convertí en uno de los asiduos. Estuve asistiendo durante los dos últimos cursos de mi estancia en Madrid: 1977-78 y 1978-79.
Durante el primer año, discutimos sobre el lenguaje, sobre el modo en que se construye y sobre su doble relación con el mundo: “el mundo en el que se habla” y del que nada sabemos a ciencia cierta, y “el mundo del que se habla” y que convertimos en objeto de saber bajo el nombre de Realidad. Más tarde, pude reconocer algunos de nuestros debates e incluso alguna de mis intervenciones en el diálogo Del lenguaje (Zamora, Lucina, 1979, 2ª ed. 1991).
Durante el segundo año, nos dedicamos a debatir sobre los fragmentos del libro de Heráclito, a partir de la traducción que Agustín nos ofrecía, y de esas sesiones nació la edición crítica de los fragmentos heraclitanos, titulada precisamente Razón común (Lecturas presocráticas II), Edición, ordenación, traducción y comentario de los restos del libro de Heráclito (Zamora, Lucina, 1985).
A partir de 1979, comencé a trabajar como profesor en la Universidad de Murcia, y en ella conocí a dos colegas que valoraban mucho la obra de Agustín: Patricio Peñalver Gómez y José López Martí. (De nosotros tres, fue mi buen amigo Pepe quien mantuvo una relación más estrecha y más continuada con Agustín). Siempre que nos era posible, lo invitábamos a Murcia, para que diera charlas, presentara sus libros y recitara sus poemas. Casi siempre solía venir acompañado de su fiel compañera Isabel Escudero, que discutía constantemente con él (en público y en privado) y recitaba su propia poesía, compuesta con mucha gracia, al modo de las coplas populares. En una ocasión, mi compañera Alicia y yo los invitamos a comer a casa, tras haber dado una charla y un recital en el instituto de bachillerato de Santomera. Más tarde, en su libro de relatos Locura. 17 casos (Zamora, Lucina, 1997, pp. 93-101), Agustín nos convirtió a Alicia y a mí en personajes imaginarios de un relato titulado, precisamente, “Alicias”.
Con el paso de los años, su obra como gramático, poeta, dramaturgo, articulista, traductor y pensador no cesó de crecer. Para no depender del mercado editorial, fundó con uno de sus hijos la editorial Lucina, en la que fueron apareciendo todos sus libros. El catálogo provisional de sus publicaciones es impresionante: 12 libros sobre gramática, lógica y teoría del lenguaje, 23 libros de ensayo sobre los más diversos temas filosófico-políticos, 15 libros de poemas, 11 obras de teatro, 4 libros de relatos, 20 traducciones y versiones de autores clásicos y modernos (Homero, Sófocles, Heráclito, Sócrates, Jenofonte, Platón, Aristófanes, Plauto, Platón, Virgilio, Lucrecio, Sem Tob, Shakespeare, Sade, Brassens, Belli, Valéry, etc.), y, por si todo ello no fuera suficiente, el Himno de la Comunidad de Madrid.
Aunque recibió tres premios nacionales (el Premio Nacional de Ensayo en 1990 por Hablando de lo que habla. Estudios de lenguaje, el Premio Nacional de Literatura Dramática en 1999 por Baraja del rey don Pedro, y el Premio Nacional al conjunto de su obra como traductor en 2006), ha sido un autor relativamente ignorado y menospreciado por el mundo académico y cultural español. Al principio, a él no le importaba apenas, porque lo que le interesaba era moverse libremente entre el pueblo llano y anónimo, entre “los de abajo” y los “don nadie”. Basta recordar el entusiasmo con que acogió, en sus últimos años de vida, la irrupción del movimiento 15-M, y la fidelidad con que acudía cada semana para dar sus charlas en la acampada de la Puerta del Sol. Pero, en alguna ocasión, le escuché lamentarse del ninguneo al que había sido sometido por parte de la cultura oficial española, incluido el mundo universitario.
Desde los años setenta, mantuvo siempre su tertulia de los miércoles, que fue pasando por diferentes locales. Últimamente, la celebraba en el Ateneo de Madrid. Allí fue donde lo visité, en compañía de Pepe López Martí, pocos meses antes de su muerte. Allí fue donde lo vi por última vez, conversando con sus amigos.
Tras el entusiasmo con que acogí el pensamiento de Agustín García Calvo en mis años juveniles, poco a poco fui distanciándome de sus posiciones teóricas y políticas, y así se lo manifesté públicamente en un comentario sobre su libro Del lenguaje, publicado primero en Er. Revista de Filosofía, nº 20, Año X, 1996, pp. 175-186, y reeditado luego con el título “La lengua anónima -de Agustín García Calvo”, en mi libro La invención del sujeto (Madrid, Biblioteca Nueva, 2001, pp. 203-217). Le envié un ejemplar del libro y me lo agradeció muy amablemente, pero no respondió a mis críticas.
Ese era precisamente el problema de Agustín y la razón última de su soledad intelectual: en el curso de los años había construido un original sistema de pensamiento, un anarquismo ontológico que él no consideraba suyo, sino común y anónimo, pero lo cierto es que llevaba la marca singularísima de su autor; más que una “razón común”, era un monólogo circular que se reproducía a sí mismo en incesantes variaciones y que no admitía la pluralidad de los puntos de vista, la diversidad de las razones con nombre propio; por eso, no podía debatir con quien no aceptara de entrada los principios básicos de su propio sistema de pensamiento.
En efecto, Agustín García Calvo creó un sistema de pensamiento tan omnicomprensivo y autorreferencial que él mismo quedó atrapado en su interior. Quienes en algún momento fuimos deslumbrados por el atractivo de ese sistema, luego tuvimos que desprendernos de él, para seguir nuestro propio camino.
Sin embargo, mi afecto y mi respeto hacia la persona y la obra de Agustín no han menguado, sino que han aumentado con el paso del tiempo. Siempre admiré su bondad, su sabiduría, su inmensa capacidad de creación. Creo que Agustín García Calvo ha sido uno de los grandes intelectuales españoles de los últimos cincuenta años, y espero que algún día reciba el reconocimiento que merece.
Última actualización: noviembre_2013 05/11/2013 21:48
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