Diciembre de 2017

Publicado en Laooconte. Revista de Estética y Teoría de las Artes, nº 4, 2017, pp. 25-35. Los apuntes aquí reunidos fueron escritos entre 1993 y 1998, pero han sido revisados para la presente edición. No se publican en orden cronológico, sino agrupados en razón de su afinidad temática. El texto completo en formato pdf puede descargarse aquí.


I. Las palabras

Por más que sea una tarea imposible y condenada de antemano al fracaso, cuando alguien desea entregarse sin reservas al ejercicio del pensamiento, no debe citar a otros como fuentes de autoridad ni utilizar palabras que sólo puedan ser comprendidas por los miembros de algún selecto club. Al contrario, debe expresarse en un idioma anónimo y público, abierto a cualquiera que quiera hablarlo y comprenderlo.

Si las palabras pesaran como las monedas, en proporción a su valor, y si cada uno tuviera que llevar consigo el peso de cada palabra pronunciada, muchos morirían aplastados por su locuacidad, el silencio sería tan imprescindible como el aire que respiramos y cada hablante no pronunciaría más que aquellas palabras que fuese capaz de llevar a sus espaldas.

El que cree saber no hace más que utilizar las palabras como si fuesen etiquetas: a cada cosa, a cada ser viviente, a cada suceso le cuelga un rótulo. Saber es para él disponer de un gran sistema de clasificación, de un completo inventario de etiquetas. Pero basta elegir una sola palabra, escucharla atentamente y mirarla por todos sus lados, para que se vuelva misteriosa. Poco a poco, como si se contagiaran unas a otras, todas las palabras inician una danza que las pone en movimiento, y el entero sistema de clasificación se derrumba como un castillo de naipes. Eso es pensar: descubrir el misterio que da vida a las palabras y las enreda a unas con otras.

Evita que tus palabras brillen como un pulido y compacto mausoleo de mármol. Procura que se deslicen como el agua, que corran como la gacela, que crezcan como la palmera, que vuelen como la golondrina, que se transformen una y otra vez como las nubes en el cielo de la tarde.

A veces, la escritura no es más que una letrina de palabras, en la que el autor vierte sus más hediondos excrementos mentales. Verter en un texto las miserias interiores es tan saludable como defecar diariamente. El estreñimiento es muy pernicioso, tanto el del cuerpo como el del alma. Sin embargo, eso no significa que uno haya de exhibir en público sus excrementos, como si se tratase de una obra maestra. De igual modo, los escritos en los que alguien derrama sus inmundicias morales no son una obra digna de ser difundida, sino más bien un sano ejercicio de autoexamen y de purificación interior, que le permite a uno mantenerse -como decía el poeta Antonio Machado- en paz con los hombres y en guerra con las propias entrañas.

Para estar a solas, te rodeas de palabras, sólo unas pocas palabras. Con ellas te proteges, te ocultas, te alejas. Son tu contraseña. Son la puerta de entrada a tu guarida secreta. Con ellas, acallas todas las otras palabras, y bajo su hechizo puedes respirar el mundo en silencio.

Cuando lees a los pensadores y pensadoras del pasado, sean antiguos o modernos, de Oriente o de Occidente, del Sur o del Norte, comprendes que el pensamiento de las almas libres no envejece ni tiene patria. Sus palabras atraviesan los siglos y las montañas como cometas fulgurantes, te alumbran en medio de la noche y te hacen sentir que no estás solo. Al leerlos, te conviertes en miembro de una secreta hermandad milenaria. Incluso puedes escribir y participar con tu propia voz en una conversación que se extiende a través de los milenios, los continentes y los idiomas.


II. La realidad

La realidad son los otros. No es el canto del jilguero que escucho a través de la ventana, mientras escribo estas líneas sentado en el sillón del estudio de mi casa. No es tampoco el sillón, ni el cuaderno de papel, ni el bolígrafo negro, ni la mano con que escribo. No es, en fin, ese que dice “(yo) escucho” o “(yo) escribo”, como si el “yo” (elíptico) que dice esas frases pudiera separarse de acciones como “escuchar al jilguero” y “escribir en el cuaderno”, que también se dicen.

La realidad está, pues, en el simple decir. Pero ¿qué es ese “simple decir”? Decir es, ante todo, comunicar, poner en común, compartir una experiencia mediante un sistema codificado de signos, sean sonoros, gráficos, gestuales, táctiles u olorosos. El canto del jilguero es escuchado por mí como “el canto del jilguero” y no como cualquier otro canto o sonido, precisamente porque lo digo, porque lo comunico, porque recuerdo haberlo oído en compañía de quienes me enseñaron a reconocerlo, porque espero que otros puedan reconocerlo o recordarlo al leerme, porque doy por supuesto que los demás también lo oyen o pueden oírlo, en cualquier otro momento y lugar, tal y como yo lo oigo ahora y aquí. Por más que ahora me encuentre a solas en este estudio, sigo estando con los otros: de no ser así, no podría decir “jilguero”, ni “cuaderno”, ni “yo”; sencillamente, no podría decir. Porque decir es ya contar con los otros, es ya estar en comunicación con ellos.

Pero, si la realidad son los otros y depende de la comunicación con ellos, y si esta comunicación depende a su vez del decir, ¿qué es lo que hace posible que el decir se diga? Más aún, el hecho mismo de que el decir deba ser dicho para que haya comunicación con los otros, e incluso para que haya otros (y, con ellos, la realidad toda: el jilguero, la casa, el cuaderno, yo), ¿no indica por sí solo que los otros (y la realidad que compartimos con ellos) es justamente lo que no hay, lo que no está, lo que falta? ¿No es el decir la confesión de un anhelo insatisfecho? Si escribo en este cuaderno que estoy escuchando ahora mismo el canto del jilguero a través de la ventana (y, por cierto, aún sigo escuchándolo en este momento, a pesar de que la luz de la tarde está desvaneciéndose poco a poco), ¿no es precisamente porque estoy solo y deseo convocar a los otros ausentes, porque deseo compartir con ellos ese canto, para poder escucharlo yo mismo como algo plenamente real, como el canto del jilguero a través de la ventana?

Y ese al que llamo (o llamamos) “yo”, y que al mismo tiempo es siempre otro, ¿no será precisamente el hueco, el vacío, el abismo insalvable, la permanente experiencia de la distancia que me separa de todos los otros, de todo lo otro, incluso del canto del jilguero que en este mismo momento escucho a través de la ventana? ¿No será precisamente la duda, la incertidumbre, el temor, la recurrente sospecha de que tal vez no haya otros ni realidad alguna que compartir con ellos? ¿No será esa distancia y esa duda, ese insaciable e insatisfecho anhelo de comunicación lo que me impide escuchar plenamente el canto del jilguero a través de la ventana, como si yo fuera el jilguero cantor o como si el jilguero cantor fuera yo?


III. Los otros

Hay personas que necesitan alejarse de las demás y preservar esa distancia mediante toda clase de barreras físicas, demarcaciones simbólicas, fronteras visibles, prejuicios invisibles, títulos de propiedad, distinciones de rango y otras convenciones sociales. Tales individuos necesitan delimitar un territorio del que sólo ellos sean dueños y en el que sólo ellos puedan habitar. Necesitan tener la absoluta seguridad de que nadie osará franquear el límite de sus posesiones. Sólo esa seguridad les permite pasear por sus dominios con el mismo orgullo con que la muerte pasea por el cementerio.

Por el contrario, hay personas que se ahogan entre tantas paredes visibles e invisibles, entre tantas propiedades y prejuicios, entre tantas barreras y demarcaciones, y necesitan salir al aire libre, transitar por los caminos, andar de un lado para otro, conocer gentes y lugares, cambiar de sitio las cosas y las ideas, confundir lo propio con lo ajeno, entremezclarse con los demás y compartir con ellos el pan y la palabra. Sólo entonces se sienten vivas, como si por ellas corriera la savia de todas las plantas, el agua de todos los ríos y la respiración de todas las criaturas. La única línea divisoria es la que trazan sus propios pasos, la que lleva del pasado al porvenir, la que abre sendas en el horizonte, la que separa la muerte de la vida.

En su juventud, Hegel escribió: «El amor es más fuerte que el miedo». En cambio, en sus obras de madurez, el miedo se convierte en el resorte más poderoso de la vida humana, como ya había sentenciado Hobbes: el trabajo, la guerra, las leyes, el Estado, el movimiento universal de la historia… son hijos del miedo. Miedo a la muerte, a los otros, a los azares de la naturaleza, a la pérdida de sí. Ciertamente, los humanos hemos inventado todo tipo de utensilios, estratagemas, instituciones, creencias, rituales, diversiones y pócimas para combatir el miedo, pero ningún remedio es tan eficaz y tan duradero como el humilde vínculo del amor, que milagrosamente nos reconcilia con el mundo, con los otros y con nosotros mismos.

La paradoja de la ley: la mutua desconfianza nos obliga a relacionarnos por medio de leyes de obligado cumplimiento; pero no cumpliríamos ley alguna si no confiáramos en que los otros también van a cumplirlas. Si la desconfianza fuese absoluta, no serían posibles las leyes; si fuese absoluta la confianza, las leyes no serían necesarias.

Leído en un manual de ortografía: «si te quiere, poco daño te hará»; «si te quiere poco, daño te hará». El cambio de posición de la coma hace que el adverbio de cantidad “poco” se desplace del “dañar” al “querer”, mostrando así que hay una proporción inversa entre lo uno y lo otro. Es importante la ortografía para saber dónde debe ponerse la coma, pero es mucho más importante la ortofilía, para saber cuándo el amor se transforma en su contrario.

El problema de la moral es un problema de medida. Se trata de averiguar cuánto dolor debe digerir un ser humano: si digiere más de la cuenta, se convierte en un esclavo de los otros; si digiere menos de lo que le corresponde, se convierte en un tirano y hace que los demás sufran lo que él no ha sido capaz de sufrir. Todo se resuelve en una sutil economía del dolor. El problema no es el dolor como tal, el problema es encontrar la dieta adecuada, la justa medida por encima o por debajo de la cual uno se convierte en un ser inmoral, sea por digerir demasiado dolor o por digerir demasiado poco.

En todas las sociedades, hay acciones que se realizan públicamente, ante los demás y junto con ellos, y otras que se hacen de manera oculta, sea a solas o en compañía de alguna otra persona. En todas las sociedades, los humanos necesitan instituir este reparto entre lo público y lo privado, lo que les permite gozar de un triple placer: por un lado, el placer de aparecer, de mostrarse, de compartir y coordinar con otros sus acciones; por otro lado, el placer de desaparecer, de ocultarse, de actuar a solas sin rendir cuentas a nadie; y, por último, el placer de la complicidad, que consiste en compartir con alguna otra persona el juego del aparecer y el desaparecer.

Uno se reúne con los demás para comer, beber, conversar, trabajar, jugar, guerrear, pactar leyes y acuerdos; uno se aísla para dormir, defecar, pasear, reflexionar, crear, delinquir, sufrir a solas el dolor o la vergüenza; y uno se hace cómplice de otros para practicar los juegos del amor y del poder, de la pasión y de la conspiración.

Las sociedades que pretenden anular uno de los dos polos -y las actividades intermedias que los separan y los entretejen- son sociedades enfermas. El liberalismo ha pretendido reducir al mínimo el espacio de las acciones públicas, y el totalitarismo ha pretendido hacer lo mismo con las acciones privadas. La sociedad moderna ha oscilado entre estas dos grandes patologías políticas y parece no haber encontrado el modo de preservar a un tiempo el cultivo de la vida privada y el de la vida pública.


IV. La música y la voz

El milagro de la música: que unos pocos sonidos puedan entristecerte, serenarte o exaltarte, en una palabra, alterar tu estado de ánimo, como si tu alma fuese sólo una tensa y finísima cuerda, capaz de vibrar ante el más leve aleteo del aire.

No siempre resulta fácil atinar con el tono de voz adecuado. A veces, sólo somos capaces de musitar unas pocas palabras de duelo, de súplica o de ternura, que a duras penas se deslizan por el pliegue de nuestros labios. Otras veces, no podemos impedir que el grito de dolor, de cólera o de alegría estalle como un trueno en nuestra garganta. De ordinario, cuando no se apoderan de nuestro ánimo las emociones del sufrimiento, la indignación o el entusiasmo, procuramos moderar el tono de nuestra voz y modularlo a nuestro antojo. Pero no siempre conseguimos acertar con el tono justo que la ocasión, la intención y el interlocutor reclaman de nosotros.

Se requieren ciertas dotes escénicas, cierto olfato para discernir el momento y sintonizar con el auditorio, cierta habilidad mímica y, por supuesto, cierto sentido del ritmo. Sobre todo, se requiere tener un buen oído, una afinada sabiduría musical. En realidad, todas estas cualidades las aprendemos los humanos desde que nacemos, de una forma espontánea e inadvertida, a medida que recibimos de nuestros mayores la risa y el llanto, el habla y el canto. Pero ha habido siempre, en todas las épocas y sociedades, algunos personajes especialmente dotados para cultivar las variadas modulaciones de la voz y del gesto: cuidadoras de bebés, cantoras, cuentistas, cazadores, guerreros, chamanes, sacerdotisas, poetas, actores, oradores, etc.

Cada tono de voz responde a un determinado ámbito de resonancia, pero también puede decirse que es la voz misma la que lo requiere, la que lo reclama y solicita, la que lo hace posible y lo instituye. A la palabra que se insinúa en voz baja y se desliza sigilosa, casi de puntillas, como el rumor de un gemido, una caricia o una confidencia, le corresponde un ámbito reducido, reservado, íntimo, secreto, compartido con un solo interlocutor o con un pequeño grupo de allegados. A la palabra que sobresale, se alza en voz alta y se vocifera, se proclama a gritos y se lanza a los cuatro vientos, le corresponden los grandes espacios, los lugares eminentes, los multitudinarios auditorios, los aplausos y silbidos de quienes la reciben y la corean, para hacerla resonar aún más alto y aún más lejos. Y a la palabra que se pronuncia a media voz, le corresponden esos pequeños grupos de contertulios -familiares, amigos, vecinos, compañeros de trabajo- con quienes conversamos en el salón de la casa, en las calles estrechas, en los pequeños espacios públicos (comercios, cafés, talleres, oficinas), en todo ese laberinto de estancias más o menos acogedoras en donde se desenvuelve nuestra vida cotidiana.

Se podría elaborar una tipología mucho más amplia, variada y rigurosa. Cabría reconstruir la historia universal de las voces y de sus ámbitos de resonancia. Sería una historia abierta, una serie ilimitada, un inventario sin fin, capaz de recoger nuevas e insólitas combinaciones. Pero esa historia de las voces debería recopilar no sólo los espacios sino también los tiempos de resonancia de cada voz. Porque cada voz tiene su propio ritmo, su propia cadencia, su propia extensión melódica, su propia reiteración o resonancia, su propio modo de perduración en el oído y en el alma de los oyentes.


V. El alma

Hay tanta gente a tu alrededor y tan diversa; corren todos tan deprisa y en tantas direcciones; tienes que aprender tantos recorridos, mapas, aparatos, habilidades, idiomas; debes tener en cuenta tantos peligros, precauciones, leyes, reglamentos, recetas, consejos, modas; puedes probar tantos alimentos, vestidos, utensilios, espectáculos, viajes, estudios, profesiones, amores… Hay una tal diversidad de caminos abiertos y un cambio tan veloz en las condiciones de lo posible, que te sientes como un niño perdido en una frondosa selva: a un tiempo fascinado y aterrorizado.

El corazón es como un niño: si lo ocultamos y protegemos tras un grueso caparazón, rígido por fuera y blando por dentro, haremos de él una criatura débil, mezquina y temerosa, siempre en guardia y siempre necesitada de tutela; si queremos que crezca fuerte, generoso y libre, hemos de exponerlo a la luz, al aire, a la lluvia, al trueno, al contacto directo con los otros, a los gozos y tormentos de la vida, a la vasta intemperie del mundo.

Los humanos aprendemos fácilmente a preservar la vida de nuestro cuerpo, aun en las más adversas condiciones externas: extraviados en desiertos inhóspitos, desposeídos en suburbios miserables o humillados en regímenes de extrema esclavitud. En cambio, nos es mucho más difícil preservar la lucidez, la libertad, la compasión y el sentido de la justicia cuando estamos sometidos a esas mismas condiciones externas, e incluso cuando gozamos de situaciones materiales y sociales mucho más favorables. Nuestra alma es bastante más frágil y quebradiza que nuestro cuerpo. Por eso, el verdadero milagro de la vida humana no está en sobrevivir durante largos años, sino en hacerlo con sabiduría, dignidad y generosidad.

Simular es adoptar diferentes disfraces para ocultar tras ellos la fijeza de un rostro que permanece obstinadamente inmutable. Experimentar es borrar la diferencia entre el rostro y el disfraz, de modo que es el propio rostro el que va transformándose y aprendiendo nuevos gestos, el que va cubriéndose de arrugas y cicatrices, sin una identidad que permanezca intacta y sin una finalidad sabida y programada de antemano.

La improvisación es el alimento de la vida. Sin la improvisación, no habría aprendizaje, ni memoria, ni lucidez, ni alegría. Sin la improvisación, la vida no se diferenciaría de la muerte y el pensamiento no se diferenciaría del inventario. Sólo se vive y se piensa cuando se hace frente a lo imprevisible con la sabia guía de la improvisación. ¿Qué es escribir apuntes sino dejar que el pensamiento se experimente a sí mismo en su libre movimiento de improvisación?

Guarda un secreto, al menos uno, por pequeño que sea. No importa de qué se trate. Lo importante es que nadie lo conozca excepto tú. Lo importante es que lo lleves contigo y le seas fiel en todo momento. No lo confieses nunca, ni lo traiciones, ni te avergüences de él. Porque él te dará, como recompensa, la plena libertad de sentirte a solas contigo mismo. Y será para ti como un lugar sagrado, como un refugio indestructible, como un inagotable manantial de vida. Y te ayudará a soportar los más amargos y desoladores trances de la existencia. Será tu más leal e inseparable compañero. Será tu doble y tu sombra. Será el espejo en el que puedas reconocerte y disfrazarte. Será el tronco hueco por el que crece la enredadera de tu alma. Será el sueño nocturno que te mantiene despierto durante la vigilia. Será lo innombrable. Será lo misterioso. Serás tú mismo.

Cuanto más deprisa pasan los años, más lentos se hacen tus pasos. En parte porque tienes menos energía y te cansas con más facilidad. En parte, también, porque actúas con menos urgencia y arrogancia, porque te has vuelto más sosegado y tolerante. Y en parte, en fin, porque esperas menos del porvenir, porque sientes más cerca la posibilidad de la muerte y prefieres demorarte en la compañía de los que te rodean y en la memoria de todo cuanto has vivido.

Envejeció muy pronto, cuando los demás comenzaban a descubrir la juventud. Ahora que ellos envejecen, él está aprendiendo a vivir como un niño. Ahora que ellos alardean de haber alcanzado la sabiduría de la experiencia, él descubre que la verdadera sabiduría es la inocencia.

No te lamentes por el pasado, cuando está irremediablemente perdido, ni te inquietes por el porvenir, cuando es del todo imprevisible. No te aferres a lo que ya se fue, ni a lo que tal vez nunca suceda. No te alimentes de meras entelequias. No te dejes engañar ni por la añoranza ni por la esperanza. Vive el presente. Dedica toda tu atención a lo que te rodea. Cuídate solamente de lo que está en tu mano procurar o evitar que ocurra. Acoge con gratitud todo cuanto la vida te ofrezca cada mañana. Ama a los que permanecen a tu lado y permanece al lado de los que amas. Evita los grandes proyectos. Y si emprendes alguno que te parezca digno de ser realizado, no alardees de ello ni lo pregones demasiado alto, pues puede suceder que te fallen las fuerzas, que cambies de parecer o que simplemente se convierta en algo diferente de lo que habías pensado. Sé prudente con el alcance de lo que está en tu mano hacer y comprensivo con las flaquezas y fracasos ajenos. Muchas veces tendrás que perdonar y otras muchas tendrás que ser perdonado. No somos dueños de nuestro destino, por más que pongamos en ello nuestro mayor empeño. No te envanezcas de lo que te ha sido dado, ni te avergüences de lo que te ha sido negado. Responde sólo de lo que tú mismo has hecho.


VI. El vuelo y el nido

Me siento más pájaro que pez. Prefiero volar a nadar. Me gusta más el aire que el agua. Me gusta el agua, desde luego, pero sobre todo cuando cae del cielo, cuando se mezcla con el aire y resbala como caricia por mi rostro, por las hojas de los árboles, por las laderas de la montaña. Me gusta la lluvia porque en ella se mezclan la tierra y el cielo, y el aire se vuelve fragante y diáfano, y los pájaros cantan como niños, y los niños chapotean en los charcos. Y me gusta el aire porque me gusta la luz del día, y el horizonte abierto, y la noche estrellada. Me gusta la infinita variedad de las criaturas que pueblan la tierra y de los astros que brillan en el insondable cielo. Me siento pájaro, cometa, pez volador, caballo con alas, jinete del sueño. Recuerdo que de niño ya soñaba con el aire. Soñaba despierto y dormido.

Despierto, y con apenas cinco o seis años, soñaba la pesadilla de un espacio infinito y completamente oscuro, no habitado por nadie. Con una angustia que no era capaz de confesar a nadie, me preguntaba si tal vez esa insondable tiniebla no sería la realidad última y eterna, mientras que mi cuerpo viviente, la gente que me rodeaba y, en general, todos los seres visibles no éramos más que fantasmas, quimeras, destellos de un sueño pasajero. Esa sola pregunta me dejaba completamente paralizado y aterrorizado. Dormido, en cambio, soñaba la alegría de volar a través de un espacio abierto y luminoso, habitado por la innumerable diversidad de lo visible. Fue un sueño que se repitió muchas noches, durante varios años. Fue el sueño más vivo y gozoso de mi infancia. Mis brazos se movían suavemente como las alas de un pájaro y mi cuerpo ascendía y se deslizaba por el aire, ligero e ingrávido. El horizonte se dilataba ante mis ojos y yo podía elevarme hasta las nubes, descender de nuevo a la tierra y moverme libremente en todas direcciones. Era una sensación tan deliciosa y tan intensa que perduraba en mí incluso después de haberme despertado. Pensé que eso y no otra cosa era la libertad, la elemental libertad de volar como un pájaro por el aire. Y desde entonces no he creído en ninguna otra clase de libertad y no he deseado ninguna otra clase de vida que la del pájaro.

Pero no he olvidado nunca la pesadilla de un espacio infinito y oscuro, no habitado por nadie o habitado sólo por mí, espectador angustiado, inmovilizado y sin alas, pura visión desencarnada. No, no he olvidado nunca esa pesadilla. En aquella desierta tiniebla no sentía libertad alguna, ni siquiera sentía mi cuerpo, o más bien sentía que no podía moverme, porque el espanto me tenía paralizado. Sólo experimentaba mi cuerpo viviente, ligero y en movimiento, cuando el aire era luminoso y estaba habitado por toda clase de criaturas.

Así aprendí que la dicha de la libertad no era tal si no podía compartirla, comunicarla con el resto de los seres del mundo. Las alas me daban alegría porque me permitían ir de un lugar a otro y abrazar la diversidad de lo visible, porque me permitían ir enhebrando innumerables vidas en el hilo de mi vuelo. El pájaro es libre porque puede ir de un lado para otro entretejiendo vidas, construyendo nidos y alimentando alas en las copas de los árboles, en los aleros de los tejados, en las grietas de los barrancos, en las orillas de las marismas, en la tierra de los sembrados.

No es ninguna casualidad que el pájaro sea a un tiempo el más libre de todos los animales y el que teje lazos más duraderos con su pareja y sus crías. Necesita tanto el aire como el nido. Para él son inseparables la libertad del vuelo y el reencuentro con los suyos. Cuanto más cálido y acogedor es el nido, más libre y ligero es el vuelo; y cuanto más alto y lejano es el vuelo, con más cuidado se construye y comparte el nido.

Un pájaro que no se atreve a salir de su nido y emprender el vuelo es lo más parecido a un pez encerrado en un acuario o a un caracol enroscado en su caparazón. Y un pájaro que es incapaz de tejer nidos y habitarlos con otros es lo más parecido al solitario espectador de la pesadilla, que contempla con espanto el infinito vacío.


VII. Para qué pintar, para qué escribir

Si una tarde de verano sales de paseo por el campo y llevas bajo el brazo un pequeño cuaderno y una caja de lápices, y subes a lo alto de un cerro, y te sientas en una desnuda peña, y contemplas el intenso azul del cielo, la ondulada línea del horizonte, los montes y los sembrados, las choperas, los olivares, las encinas dispersas, y escuchas el canto de las cigarras, y el zumbido de los insectos, y el lejano revuelo de los pájaros, y sientes en todo tu cuerpo la caricia del aire y el olor del romero, y sin saber por qué comienza a invadirte un sentimiento de placidez y de tristeza, de gratitud y de melancolía, de unión íntima con el mundo y de amarga soledad, y unas pocas lágrimas comienzan a deslizarse por tus mejillas, y deseas que una huella de aquel instante perdure de algún modo en tu memoria y en la memoria de aquellos a quienes amas, puede ser que entonces abras el cuaderno y traces en él apresuradas líneas, y acabes por componer un dibujo o un escrito, o tal vez ambas cosas.

Sí, puede que tu cuaderno sea como la caja de cartón en la que el niño va guardando los pequeños tesoros de su infancia. Puede que tú vayas guardando en él un montón de garabatos, para no olvidar del todo los momentos de dicha y de dolor, las horas de mágico silencio que en el curso de la edad has ido conociendo. Puede que alguien te pregunte, como al niño, para qué guardar todo eso. Para qué pintar, para qué escribir, para qué tratar de retener en una forma duradera y tangible lo que es tan inefable y fugaz como la brisa.

Tal vez sólo consigas, te dirán algunos, una mala copia, una torpe duplicación del mundo. Para eso, te aconsejarán, es preferible contentarse con el mundo tal cual es. Tal vez trates de inventar un mundo menos ajeno y esquivo, un mundo hecho a tu medida, en el que puedas refugiarte y defenderte del otro, del verdadero, del que gira sin cesar y destruye todo lo que engendra, indiferente a la desdicha de sus criaturas. Tal vez no quieras duplicar ni sustituir el mundo que te rodea, sino acrecentarlo y enriquecerlo, entregándole los frutos nacidos de tus manos, aun sabiendo que esos frutos acabarán desvaneciéndose también, como el vuelo de la mariposa en el aire, como la caracola vacía en la arena de la playa, como las hojas secas en el humus de la tierra, como el fulgor de un cometa en la oscuridad del cielo.

Tal vez, incluso, el movimiento de tu mano en el papel y el juego de tus dedos con el lápiz, esa danza secreta e imprevisible que va trazando figuras rítmicamente, ese suave roce de la piel con los objetos, ese mudo contacto, esa caricia que va dejando estelas, huellas, cicatrices, no sea sino una forma de celebrar la vida, de hacerla aún más luminosa, aún más intensa, aún más duradera. Tal vez tu arrebatado anhelo de pintar y de escribir no sea sino el mundo mismo que alienta en ti, y se contempla con tus ojos, y se alegra con tu risa, y se duele con tus lágrimas, y desea con todas sus fuerzas perdurar por siempre en ti y en cada una de las criaturas que contigo lo habitan. Sí, tal vez sea el mundo mismo, y no tú, quien escribe y pinta en su propio cuerpo, que es también el tuyo, para que tú guardes memoria de él, pero también para que él guarde memoria de ti, porque el mundo nada sería sin el frágil y efímero pálpito de vida de las mortales criaturas que en él van apareciendo y desapareciendo.



Última actualización: diciembre_2017 13/12/2017 23:33

Derechos de reproducción: Todos los documentos publicados por Antonio Campillo Meseguer en esta página web pueden ser reproducidos bajo la licencia Creative Commons

  • diciembre_2017.txt
  • Última modificación: 2020/12/21 20:44
  • por campillo@um.es