Febrero de 2008
Europa, entre Oriente y Occidente
Hace ya casi tres milenios, las antiguas ciudades griegas extendieron su poder y su cultura por todo el mar Mediterráneo, creando colonias en las costas de Italia, España, África del Norte y Asia Menor (llamada por los griegos Anatolia, que significa Oriente o Levante). Pero las colonias orientales o asiáticas, que formaban la región de Jonia, se encontraban en un territorio dominado por el Imperio Persa, por lo que pidieron el apoyo de los helenos del Ática y el Peloponeso, situados en el continente europeo, es decir en el Occidente. Así es como se iniciaron las Guerras Médicas entre los helenos y los persas.
En el año 480 a.C. tuvo lugar la célebre Batalla de las Termópilas, en la que unos 6.000 soldados de las ciudades griegas, dirigidos por el rey espartano Leónidas I, se enfrentaron a unos 250.000 soldados persas dirigidos por Jerjes I, llamado Gran Rey de Reyes y Dios de Dioses. La batalla duró cinco días y acabó con la derrota de los griegos y el saqueo de varias ciudades, entre ellas Atenas. Sin embargo, los griegos habían conseguido refrenar y desalentar a los persas, a los que vencieron poco más tarde en Platea por tierra y en Salamina por mar. Tras estas dos victorias de la confederación helena, Jerjes I renunció definitivamente a su pretensión de invadir y conquistar la Hélade.
Desde que el legendario Homero narró en la Ilíada la no menos legendaria guerra de los reyes y héroes griegos contra la ciudad de Troya, situada en la costa occidental de la actual Turquía, junto al estrecho de Dardanelos -que separa Europa de Asia y comunica el Mar Mediterráneo y el Mar Negro-, y desde que Heródoto de Halicarnaso narró en su Historia las Guerras Médicas que libraron las ciudades helenas confederadas contra el gran Imperio Persa durante la primera mitad del siglo V a.C., Occidente se ha pensado a sí mismo como el fruto de una lucha originaria y heroica que le habría permitido escindirse, liberarse y alejarse del ancestral Oriente, emprendiendo así una aventura histórica única, incomparable con todas las otras civilizaciones de la Tierra. Es el llamado “milagro griego”, proclamado ya por Pericles en su famoso discurso fúnebre y rememorado por Tucídides en la Historia de la Guerra del Peloponeso.
Desde la antigua Grecia, no ha cesado de repetirse una y otra vez este mito fundacional: Occidente se ha contrapuesto a Oriente como la libertad a la servidumbre, la igualdad a la jerarquía, la democracia a la tiranía, la razón a la superstición, la innovación a la tradición, la riqueza a la miseria, la civilización a la barbarie.
Pero el Occidente helénico, fundado sobre el ideal autárquico de la polis, la pequeña república urbana edificada en torno al ágora como espacio público de los ciudadanos libres e iguales, tras el fugaz sueño de Alejandro Magno (unificar la Hélade y el Imperio Persa, es decir el Occidente oriental y el Oriente occidental, desde el Mediterráneo hasta el Índico), fue dominado y unificado por el Imperio Romano y después por la Iglesia Cristiana. El uno y la otra volvieron a escindirse entre Roma y Bizancio, entre el cristianismo católico de Occidente y el cristianismo ortodoxo de Oriente, pero en ambos se mantuvo el sueño de un Imperio donde coincidieran la cruz y la espada, la mitra y el cetro, el cielo y la tierra.
El Imperio Romano sucumbió ante el empuje de los pueblos procedentes del Norte y Este de Eurasia, pero éstos fueron a su vez occidentalizados por la Iglesia romano-católica en los reinos feudales de Europa occidental. Durante la Edad Media europea, a la escisión entre Roma y Bizancio se añadieron otras tres: la que enfrentó a los numerosos reinos de la Cristiandad entre sí, con sus propios disidentes internos (los herejes y los judíos) y con sus grandes enemigos externos, procedentes del Este y del Sur: los reinos del Islam, que se expandieron rápidamente hacia Occidente y hacia Oriente, desde España hasta la India y más allá. A todas estas divisiones se añadieron, en los siglos XVI y XVII, las derivadas de la Reforma religiosa y las consiguientes guerras de religión entre católicos y protestantes.
A partir del siglo XVI, tras el “descubrimiento” de América por Cristóbal Colón, que en realidad andaba buscando una nueva ruta comercial hacia las Indias, hacia el Lejano Oriente de donde venían las sedas y las especias, Europa occidental comienza su rápido despegue y su gran expansión mundial, debido a la fuerza combinada de los nuevos Estados soberanos, la nueva economía capitalista y los nuevos saberes tecnocientíficos. En apenas cuatro siglos, los Estados atlánticos de Europa occidental construyen grandes imperios coloniales que se extienden por toda la Tierra y que en algunas regiones de África y Asia han pervivido hasta mediados del siglo XX.
En esos cuatro siglos, el Occidente euro-atlántico construye un gran relato, una gran narración de la Historia Universal de Humanidad, en la que se coloca a sí mismo como destino y guía de todos los otros pueblos de la Tierra. El curso de la Historia habría seguido el mismo curso del Sol: de Oriente a Occidente, de Asia a Europa, del Pacífico al Atlántico, de la tierra del Sol naciente a la tierra del Sol poniente. Así lo proclama Hegel en sus Lecciones de Filosofía de la Historia Universal.
Sin embargo, ese gran relato entra en crisis cuando la Europa occidental se desgarra en el furor de las dos guerras mundiales del siglo XX y en el terror de los Estados totalitarios. Desde entonces, comienza una nueva época. Las últimas colonias europeas se descolonizan. Y los Estados europeos emprenden un lento proceso de reconstrucción y reconciliación que ha dado origen a la Unión Europea. Pero esta reconciliación ha estado durante muchos años limitada y fracturada por una nueva escisión entre Occidente y Oriente, esta vez entre el Occidente “libre” o capitalista, dirigido desde 1945 por Estados Unidos (una antigua colonia europea del otro lado del Atlántico) y el Oriente “totalitario” o comunista, dirigido por la Unión Soviética (hasta el desplome del bloque de países comunistas en 1989-1991).
Una vez desaparecida la confrontación entre el Oeste capitalista y el Este comunista, durante los años noventa del siglo XX se expandió el concepto de “globalización”, pero la ideología neoliberal trató de imponer un determinado concepto y una determinada estrategia de globalización, a partir de la tesis neohegeliana expuesta en 1989 por el estadounidense Francis Fukuyama: El final de la Historia y el último hombre, es decir la victoria universal y definitiva del Occidente libre, democrático y capitalista, dirigido por la irresistible potencia militar, económica y cultural de Estados Unidos.
Desde la perspectiva del pensamiento neoliberal, o más bien neoconservador, era preciso elaborar una nueva “defensa de Occidente”, basada en tres pilares: la hegemonía militar de Estados Unidos y sus aliados de la OTAN, el control de la economía mundial por parte de las grandes entidades financieras y corporaciones multinacionales euroatlánticas, y la reafirmación fundamentalista de la identidad cultural judeo-cristiana.
Había que defender estos tres pilares de la “civilización occidental” frente a los enemigos internos (los diversos movimientos sociales emancipatorios, unidos a partir de los años noventa del siglo XX en el conglomerado “altermundialista”: sindicatos obreros, feministas, pacifistas, ecologistas, ONGs de defensa de los derechos humanos y la justicia global), pero también frente a dos nuevos enemigos venidos de Oriente: la “civilización islámica” (que tras la descolonización controla en el Oriente Próximo la mayor parte de las reservas petrolíferas mundiales, sin las cuales no puede funcionar la máquina del capitalismo globalizado) y la “civilización asiática” (China, India y los países del Sudeste Asiático, que concentran casi la mitad de la población mundial y que se han convertido en las grandes potencias emergentes del siglo XXI). Por eso, el estadounidense Samuel Huntington alentó ya a esta nueva “defensa de Occidente” en El choque de las civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial. Y sus alumnos más aplicados han sido, sin lugar a dudas, George W. Bush y Osama Ben Laden, especialmente a partir de los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001 y las invasiones militares de Afganistán (2001) e Iraq (2003).
Y mientras Bush y Ben Laden han tratado de alimentar de forma absurda y fatal una guerra sin cuartel entre el Occidente judeo-cristiano y el Oriente árabe-musulmán, que tendría en Israel y el conjunto de Oriente Próximo su principal campo de batalla, las potencias emergentes del Lejano Oriente se han lanzado a un vertiginoso crecimiento económico que, unido a su crecimiento demográfico, en muy pocos años puede convertirlas en las potencias hegemónicas del mundo. Kishore Mahbubani, decano y catedrático de Práctica Política en la Escuela Lee Kuan Yew de Política (Universidad Nacional de Singapur), ha publicado en 2008 un libro titulado The New Asian Hemisphere: The irresistible shift of global power to the East (El nuevo hemisferio asiático: El irresistible traspaso del poder mundial a Oriente). El título lo dice todo. Mahbubani considera que en el siglo XXI se va producir un desplazamiento de la hegemonía mundial de Occidente a Oriente, es decir, un retorno del Sol poniente al Sol naciente. Un resumen de sus ideas puede encontrarse en el artículo que publicó El País el 13-02-08, con el título “La positiva ascensión de Asia”.
En esta nueva situación histórica, los países de la Unión Europea han avanzado mucho en su proceso de integración y de ampliación, pero a pesar de todo se encuentran sumidos en la división interna y en la duda más profunda sobre el camino a seguir, y ni siquiera han sido capaces de evitar la guerra fratricida, el genocidio y la fragmentación política en sus propios márgenes, como ha sucedido desde los años noventa en los Balcanes, una región en la que han colisionado durante siglos los tres antiguos imperios europeos: el austrohúngaro o católico, el zarista u ortodoxo y el otomano o musulmán.
La vieja fractura entre Occidente y Oriente desgarra internamente a Europa, y lo hace de una forma travestida: los antiguos países del Este comunista se vuelven pro-estadounidenses por temor a su propio Oriente, la Rusia de Putin, mientras que los países del Oeste y del Sur, con la excepción del Reino Unido, se alejan de su antiguo protector estadounidense y de sus desmedidas pretensiones imperiales. Pero unos y otros no son capaces de acordar una política común ante los cambios geopolíticos de las dos últimas décadas y ante los grandes retos de la sociedad global.
A todo ello hay que añadir que Europa es hoy la principal receptora de inmigrantes procedentes de todo el mundo: Latinoamérica, África y Asia. De ahí la dificultad de trazar las fronteras de una Europa-fortaleza, que los neoconservadores quieren volver a definir y delimitar como una Europa armada, rica y judeo-cristiana. De ahí el debate sobre el ingreso de Turquía, la antigua Asia Menor de las colonias griegas y las Guerras Médicas, que hoy es mayoritariamente musulmana. Pero es imposible volver a la época de las Cruzadas, porque hay ya 20 millones de musulmanes en Europa, muchos de ellos nacionalizados y por tanto con todos los derechos de ciudadanía. Por eso ha resurgido con gran fuerza la ultraderecha europea, esta vez no con un discurso antisemita sino más bien projudío e islamófobo, un discurso que amenaza con el fantasma de que la Europa judeo-cristiana se está islamizando y puede convertirse en “Eurabia”, una provincia del imperio musulmán soñado por los terroristas yihadistas de Al Qaeda. Este discurso está detrás de las posiciones integristas y xenófobas defendidas en España por la jerarquía católica y por el Partido Popular. Pero estas posiciones, insisto, se recubren con el disfraz de la “defensa de Occidente”, esto es, la defensa de la libertad, la igualdad, la democracia, la paz, la seguridad, el bienestar, etc., frente a esos nuevos “bárbaros” que serían los inmigrantes musulmanes.
El pensamiento filosófico y la ciudadanía crítica no pueden caer en la trampa de ese viejo discurso sobre la “defensa de Occidente”, que tantos adeptos está encontrando incluso entre los intelectuales y los trabajadores que se autodenominan progresistas. Es preciso volver a pensar la historia de Occidente desde un nuevo punto de vista. Es preciso comprender hasta qué punto la historia de Europa es la historia de las complejas e inseparables relaciones entre Oriente y Occidente, y también entre el Sur y el Norte.
Contra el mensaje lanzado por la película 300, estrenada en 2007 y dedicada a los 300 espartanos de las Termópilas, la Europa del siglo XXI ya no puede tomar como modelo a los griegos que lucharon contra los persas. Occidente ya no puede ser proyectado como un continente o una civilización que se libera, se emancipa, se desgaja y se aleja progresivamente de un Oriente ancestral, opresivo e inmutable. En la naciente sociedad global, Occidente y Oriente, Norte y Sur, están destinados a entenderse y entremezclarse cada vez más. Y a revisar el modo en que se han escrito hasta ahora los grandes, heroicos y xenófobos relatos del pasado.
Para esta labor, contamos con algunas reflexiones muy útiles. Podemos comenzar recordando a dos autores fundamentales: Max Weber, que en la Introducción a sus Ensayos sobre sociología de la religión se planteó el problema de la singularidad de Occidente y de su irradiación universal, y Karl Jaspers, que en Origen y meta de la historia propuso la convergencia entre Occidente y Oriente basándose en su tesis de que hubo un “tiempo axial” (entre el 800 y el 200 a.C.) en el que surgieron simultáneamente todas las grandes civilizaciones de la Tierra.
También hemos de tener en cuenta a quienes han cuestionado las imágenes de Oriente elaboradas desde Occidente, como el ensayista palestino Edward Said en su célebre Orientalismo y el economista indio Amartya Sen en su reciente India contemporánea. Entre la modernidad y la tradición.
Al mismo tiempo, hemos de prestar atención a todos los debates y propuestas que se han desarrollado desde que Will Kymlicka publicó su libro Ciudadanía multicultural. Una teoría liberal de los derechos de las minorías.
Finalmente, hemos de tener presentes a unos cuantos pensadores europeos que en los últimos años han reflexionado seriamente sobre la necesidad de replantear la idea misma de Europa. Citaré solo algunos ejemplos:
Jacques Derrida: El otro cabo, la democracia para otro día.
Jürgen Habermas: La constelación posnacional, La inclusión del otro y El derecho internacional en la transición hacia un escenario posnacional + Europa: en defensa de una política exterior común (en colaboración con Jacques Derrida).
Peter Sloterdijk: Esferas, 3 vols., y En el mundo interior del capital. Para una teoría filosófica de la globalización.
Ulrich Beck: La Europa cosmopolita.
Massimo Cacciari: Geofilosofía de Europa y Europa o la Filosofía.
Giacomo Marramao: Pasaje a Occidente. Filosofía y globalización.
El filósofo italiano Massimo Cacciari concluye su libro Europa o la Filosofía con estas palabras, que resumen muy bien lo que aquí he tratado de exponer:
“La tierra que hay en medio, Hélade-Europa, puede ser el puente que una, el medio armónico, pero solo corriendo, conscientemente, el riesgo de quedar fagocitada por Oriente u Occidente. Europa no es solo Occidente. Sus héroes marcharon a Occidente mirando siempre hacia allí donde nace el sol. Eneas no abandonó Troya. El propio Colón fue a Occidente por nostalgia de Oriente. Si Europa sabe permanecer en esta duplicidad tan suya, seguirá siendo ella misma; es decir: seguirá a la búsqueda de sí misma. Y es que en el mismo instante que crea haberse “vuelto a curar” del propósito de ansiar una única, estable, firme identidad, no solo acabará definitivamente su poder efectivo, sino que morirá para siempre su propia idea” (pp. 111-112).
Última actualización: febrero_2008 29/02/2008 22:52
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- Última modificación: 2009/10/16 13:49
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