Febrero de 2009

El miércoles 25 de febrero de 2009, la Facultad de Filosofía de la Universidad de Murcia organizó una mesa redonda titulada “El capitalismo en cuestión”. Estábamos invitados Francisco Alcalá Agulló y Manuel Tovar Arce (profesores de Fundamentos del Análisis Económico), María Teresa Pérez Picazo (profesora de Historia e Instituciones Económicas, que finalmente no pudo asistir) y yo. Moderaba la mesa Emilio Martínez Navarro (profesor de Filosofía Moral).

El profesor Francisco Alcalá reconoció que la actual crisis económica era muy grave y que todavía no podíamos conocer su duración y sus consecuencias. Reconoció también que la teoría económica tenía mucho trabajo por delante, pues sería necesario releer a Keynes y volver a estudiar la teoría de los ciclos económicos para dar cuenta de la actual crisis. Sin embargo, negó que esta crisis viniera a poner cuestión el capitalismo y los supuestos teóricos de la teoría económica dominante. Por el contrario, hizo una entusiasta defensa de la “economía de mercado” como el mejor de los sistemas posibles, para el que no había alternativa alguna. Incluso explicó y justificó la desigualdad social como una consecuencia inevitable y transitoria del crecimiento económico, ya que primero enriquece a unos pocos pero a la larga acaba sacando de la pobreza y mejorando la situación social de todo el mundo. Así estaría pasando, por ejemplo, en China y en India.

Reconoció que el mercado tenía algunos fallos y que debía ser corregido y complementado por la intervención pública, como en el caso de los problemas ecológicos. Pero llegó a afirmar que todo eso ya estaba previsto y explicado por la “teoría económica” estándar. En este sentido, defendió que la “teoría económica” recogida en los manuales de Economía y enseñada en las facultades y escuelas de estudios económicos y empresariales se mantenía alejada tanto del extremismo ultraliberal como del extremismo estatalista. En resumen, que una vez pasada esta crisis, volveríamos al viejo y bueno capitalismo de siempre.

No obstante, el profesor Alcalá aceptó que eran necesarias nuevas y más rigurosas regulaciones internacionales e incluso defendió la necesidad de acabar con los paraísos fiscales, por considerarlos una forma de “competencia desleal”.

El profesor Manuel Tovar defendió también la “economía de mercado” como un sistema sin alternativas viables o aceptables, pero fue mucho menos entusiasta y bastante más crítico que su colega de la Facultad de Economía y Empresa de la Universidad de Murcia. Tovar comenzó leyendo un pasaje escrito por Keynes en los años veinte, antes del crack de 1929, para mostrar que en la Economía como disciplina científica estaba ya inventado casi todo, pero que no había una única “teoría económica” sino “varios recetarios de política económica”.

Dada esa diversidad de “recetarios”, el problema fundamental no está en la teoría económica sino en la acción política, pues cada gobierno aplica uno u otro de los varios recetarios económicos ya existentes, según sean sus preferencias ideológicas y políticas. Así, los de izquierdas confían más en la intervención redistributiva del Estado y los de derechas confían más en la autorregulación del libre mercado. Pero a veces un mismo gobierno puede cambiar de recetario en función de las exigencias económicas y electorales del momento. Así, la misma Administración Bush que había defendido políticas económicas ultraliberales, ante la gravedad de la crisis desatada en Estados Unidos se había apresurado en los últimos meses de su mandato a cambiar de recetario y a adoptar políticas intervencionistas de inspiración keynesiana. Y lo mismo está ocurriendo en otros países de Europa y del mundo entero.

El profesor Tovar consideró necesario imponer sanciones penales a los banqueros, ejecutivos y especuladores que habían causado la crisis con sus actuaciones ilícitas, pero defendió al mismo tiempo el papel imprescindible de los bancos. En cuanto a los paraísos fiscales, afirmó que tal vez era preferible que siguieran existiendo, aunque teniéndolos controlados, porque así sería mucho más fácil identificar y perseguir a los delincuentes que ocultaran allí su dinero.

En cuanto a mi intervención en este debate, trataré de resumirla en los párrafos siguientes.

Para empezar, no me parece acertado hablar del “capitalismo” en abstracto y en general, que es precisamente lo que suelen hacer la mayor parte de los economistas: los liberales lo definen como una “economía de mercado”, basada en la libre competencia entre productores privados y en el intercambio mutuamente ventajoso de bienes y servicios entre productores y consumidores; los marxistas lo definen, en cambio, como un “modo de producción clasista”, basado en la explotación de la mano de obra asalariada, en la apropiación privada de la plusvalía y en la acumulación ilimitada del capital.

En mi opinión, el capitalismo no es un “sistema económico” que pueda ser definido en términos abstractos y generales, sino una realidad histórica concreta y cambiante (es lo que Immanuel Wallerstein ha llamado el “capitalismo histórico”). Ahora bien, si prestamos atención al “capitalismo realmente existente” (como se hizo en su día con el “socialismo realmente existente” en los países autodenominados “comunistas”), si lo estudiamos con una rigurosa mirada histórica y nominalista, sin dejarnos obnubilar por las formalizaciones matemáticas y por los prejuicios ideológicos de unos u otros economistas, esta precaución metodológica tiene tres importantes implicaciones:

-En primer lugar, lo que llamamos “capitalismo” no ha cesado de variar en el curso del tiempo, desde sus inicios en la Baja Edad Media europea. Es preciso reconocer las diferencias entre sus sucesivas etapas históricas: el capitalismo mercantilista, colonialista y esclavista de las grandes monarquías de Europa occidental durante los siglos XVI a XVIII; el capitalismo liberal, industrial e imperialista del siglo XIX; el capitalismo de Estado de los regímenes fascistas y comunistas de la primera mitad del siglo XX; el capitalismo socialdemócrata de los Estados de bienestar posteriores a la Segunda Guerra Mundial; y el capitalismo neoliberal de las tres últimas décadas.

-En segundo lugar, incluso en una misma época histórica, lo que llamamos “capitalismo” es algo muy diferente según los continentes, los países y las regiones. En el siglo XIX, por ejemplo, no era igual el capitalismo “liberal” de las metrópolis europeas y el capitalismo “esclavista” o “feudal” de las colonias ultramarinas. E incluso en los últimos sesenta años, no ha sido igual el capitalismo anglosajón que el nórdico, el centroeuropeo, el mediterráneo, el asiático, el latinoamericano y el africano.

-En tercer lugar, estas variaciones espacio-temporales del “capitalismo histórico” se deben al hecho de que ningún “sistema económico” funciona de manera abstracta y autónoma (como creen la mayoría de economistas liberales y marxistas), sino que se encuentra entretejido con las demás relaciones sociales (estructuras políticas, sistemas de parentesco, tradiciones culturales, etc.), como se esforzó en demostrar Karl Polanyi y como yo mismo he defendido en mi libro Variaciones de la vida humana. Una teoría de la historia. Por eso, es completamente falso identificar el capitalismo con la democracia, como hacen los liberales, porque el “capitalismo realmente existente”, durante la mayor parte del tiempo y en la mayor parte de los lugares, ha sido y es compatible con los más diversos regímenes de dominación política y social. Pero es igualmente falso pretender que el capitalismo es siempre igual a sí mismo, esté o no esté regulado por un régimen democrático, como creen muchos marxistas.

Hechas estas tres importantes matizaciones, hemos de reconocer que el capitalismo moderno, a pesar de sus muchas variaciones espacio-temporales, ha tenido unos ciertos rasgos comunes que lo distinguen de otras formas de organización social:

-En primer lugar, ha sido la primera economía mundial de la historia, la primera en conectar a la mayor parte de las sociedades del planeta a través de redes comerciales globales, ya desde el siglo XVI. Pero, durante los últimos cinco siglos, esa economía mundial ha estado promovida y dominada por un reducido grupo de países euro-atlánticos, que se han ido sustituyendo y apoyando unos a otros en la posición hegemónica: Portugal, España, Holanda, Suecia, Dinamarca, Francia, Inglaterra y Estados Unidos.

-Esa economía mundializada, a pesar de la hegemonía ejercida por los países euro-atlánticos, no ha estado administrada de manera unificada y centralizada por ningún poder político, sino que más bien se ha desarrollado gracias a la fragmentación de las unidades políticas modernas (los modernos Estados soberanos), pues han sido precisamente las luchas político-militares entre esos Estados, empeñados en ampliar su poder y sus territorios a costa de los otros, las que han dado al capitalismo moderno un amplio “margen de maniobra” (como dice Wallerstein) para poder expandirse de forma más o menos autónoma y al mismo tiempo obtener apoyos de todo tipo por parte de los distintos Estados rivales. Sin esta compleja relación de diferenciación y de apoyo mutuo entre una economía de mercado mundializada y unos Estados soberanos diversificados y en guerra permanente entre sí, no es posible comprender la dinámica histórica del capitalismo moderno.

-Por último, el tercer rasgo constante de esa dinámica histórica del capitalismo moderno ha sido la tendencia al crecimiento ilimitado. Un crecimiento que ha estado basado en la expansión geográfica, la apropiación y explotación de nuevos recursos naturales, la incorporación y explotación de nueva mano de obra, la creación y el control monopolístico de nuevas mercancías, de nuevos consumidores y de nuevos hábitos de consumo, la innovación tecnológica incesante destinada a hacer posible todo lo anterior, y, como consecuencia de todo ello, la acumulación sin fin y la distribución cada vez más desigual de la riqueza.

La culminación de esta dinámica histórica ha tenido lugar en los últimos sesenta años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, tras el crack de 1929 y la Gran Depresión de los años treinta. Pero en estos sesenta años hay que distinguir dos fases. En los “treinta años gloriosos” (1945-1975), siguieron dominando las potencias euro-atlánticas, con Estados Unidos a la cabeza, y se construyeron el Estado de bienestar y la Unión Europea. El exceso de producción se resolvió con el incremento de los salarios y del consumo, lo que mejoró el bienestar económico y el conformismo social de la clase trabajadora euro-norteamericana.

En los treinta años siguientes, que comienzan en 1973 con la crisis del petróleo, el final del patrón oro y la hegemonía del dólar, se produce el lento declive de la supremacía económica euro-atlántica. Aunque parezca paradójico, este declive lo hacen posible dos fenómenos promovidos por Occidente: la revolución de las nuevas tecnologías del transporte, la información y la comunicación, y el derrumbe del bloque de países comunistas del Este de Europa. Estos dos fenómenos permiten la incorporación de nuevas potencias económicas al mercado mundial, lo que supone la duplicación y el abaratamiento de la mano de obra disponible. A las potencias económicas de Alemania y Japón, que habían sido las perdedoras de la Segunda Guerra Mundial, se han ido añadiendo en las últimas décadas los tigres del sudeste asiático y, más recientemente, Rusia, China, India, Brasil, Sudáfrica, etc.

Todo ello ha traído consigo una creciente sobreproducción, y con ella una pérdida de competitividad y un estancamiento de los salarios reales y del bienestar social en el bloque dominante de las potencias euro-atlánticas, compensado por la compra de productos baratos importados de los países pobres y por la llegada masiva de trabajadores inmigrantes procedentes de esos mismos países y perceptores de bajos salarios, en resumen, por una nueva división del trabajo y del consumo a escala mundial.

Pero esta nueva división internacional del trabajo y del consumo no ha impedido que siga su curso el fenómeno iniciado en los años setenta: lo que Robert Brenner ha llamado la “larga caída” de la tasa de crecimiento, es decir, el “estancamiento” de las inversiones netas y de los beneficios empresariales en la economía productiva, señalado ya por Alvin Hansen. La respuesta a este “estancamiento” por parte del bloque euro-atlántico ha sido triple:

-Por un lado, la ofensiva neoliberal emprendida por Reagan y Thatcher, y llevada a su culminación por Bush hijo (liberalización de los movimientos de mercancías y capitales, privatización de las empresas, bancos y servicios públicos, y desregulación de las condiciones laborales y ambientales), como una reactivación de la lucha de clases desde arriba, es decir, como una ruptura del pacto de la posguerra entre el capital y el trabajo.

-Por otro lado, la “financiarización” de la economía (de la que se han ocupado Paul Baran, Paul Sweezy, Harry Magdoff y John Bellamy), es decir, la búsqueda de beneficios altos y rápidos no ya en la inversión productiva sino en la especulación financiera, lo que ha dado lugar a sucesivas y cada vez más frecuentes “burbujas” especulativas, y ha conducido finalmente a la crisis en la que ahora nos encontramos.

-Por último, el crecimiento desorbitado del déficit público norteamericano, llevado al límite por Bush hijo con los gastos militares de las dos guerras de Afganistán e Irak, y financiado generosamente por China, Japón, Rusia, las monarquías petroleras del Golfo Pérsico y los muchos paraísos fiscales dispersos por todo el mundo, lo que ha permitido a Estados Unidos convertirse en el gran consumidor de los excedentes mundiales de capitales y mercancías. Por eso, ahora todos están pendientes de lo que haga Obama, con la esperanza de que Estados Unidos vuelva a tirar del carro de la economía mundial, gracias a su inmenso déficit y a su insaciable capacidad de gasto.

El problema es que la crisis actual del capitalismo no es una más de las crisis cíclicas hasta ahora conocidas. Los economistas liberales recurren de nuevo a la vieja teoría de los ciclos para argumentar que todo volverá a ser como antes en el plazo de uno o dos años, y que las intervenciones de emergencia emprendidas por los gobiernos (inyectando miles de millones de dólares y de euros a bancos y empresas) tendrán que dejar paso nuevamente a los mecanismos “autorreguladores” del mercado, cuando bancos y empresas vuelvan a obtener beneficios. Los economistas keynesianos responden que es preciso acabar con los excesos neoliberales y volver a otorgar al Estado el papel que le corresponde como regulador y como contrapeso del mercado. Pero esta respuesta no es suficiente.

Unos y otros no comprenden que ya no se puede volver atrás, porque la historia no se repite, porque esta crisis no es como las precedentes, porque la economía se ha liberalizado y globalizado hasta tal extremo que los Estados democráticos ya no cuentan hoy con los recursos de control con los que contaban en las primeras décadas de la posguerra, cuando tenían toda una serie de bancos y empresas públicas que les permitían controlar los sectores estratégicos de la economía nacional.

Esta crisis no es como las otras porque es la primera crisis de la era global. Por eso se ha extendido tan rápidamente y ha afectado tan profundamente a todos los sectores económicos. Además, como han denunciado las grandes ONGs (Amnistía Internacional, Greenpeace y Médicos sin Fronteras), no es sólo una crisis financiera, derivada del pinchazo de la burbuja inmobiliaria, sino que a ella se añaden otras crisis aún más graves: la crisis energética (estamos viviendo ya el agotamiento y encarecimiento de los combustibles fósiles, sobre los que se ha basado en los dos últimos siglos el capitalismo industrial), la crisis ecológica (derivada no sólo del cambio climático inducido por los combustibles fósiles, sino también del consumo creciente de unos recursos naturales limitados: bosques, pesca, agua, etc.), la crisis alimentaria (se ha incrementado la desigualdad mundial y se ha pasado de unos 800 a unos 1.000 millones de personas que pasan hambre) y la crisis humanitaria (los problemas ecológicos, las desigualdades sociales y la hegemonía del Norte sobre el Sur generan guerras, hambrunas, deportaciones, migraciones, reacciones xenófobas, etc., que suelen ir acompañadas por violaciones masivas de los derechos humanos).

En resumen, la crisis actual es una crisis sistémica del capitalismo moderno, puesto que la economía mundial del siglo XXI ya no podrá seguir basándose en los tres principios que han caracterizado al “capitalismo realmente existente”: la hegemonía euro-atlántica sobre el resto del mundo, la resolución de los conflictos entre las grandes potencias mediante el recurso a la guerra y el crecimiento económico ilimitado basado en la expansión geográfica, la innovación tecnológica y la explotación creciente de los recursos naturales y de la mano de obra.

Para salir de la crisis actual, habrá que avanzar en un triple dirección:

-Reconocer que el mercado mundial no se autorregula en modo alguno, ni garantiza por sí solo el sustento para todos y la sostenibilidad del sistema. Por tanto, deberá ser regulado políticamente conforme a los intereses generales de la humanidad. Y puesto que hoy día vivimos en una sociedad global, puesto que todos dependemos de todos, las grandes decisiones sobre la economía mundial deberán tomarse entre todos los países, o al menos entre un amplio grupo de países que representen a la mayor parte de la población mundial.

-Ahora bien, esto significa que la respuesta a la crisis actual no es sólo ni principalmente económica, sino también y sobre todo política. Pero no de una política proteccionista, circunscrita en las fronteras de cada Estado. Ya no es posible seguir restringiendo las decisiones políticas a los estrechos límites del Estado-nación soberano. Puesto que nos enfrentamos a problemas de dimensiones globales, hemos de crear instituciones políticas democráticas que sean igualmente globales. Y hemos de reformar las ya existentes (ONU, FMI, BM, OMC, etc., surgidas de la triple experiencia de la Gran Depresión, el totalitarismo y la Segunda Guerra Mundial), para que respondan con eficacia a los problemas del mundo actual y para que se basen en principios y procedimientos democráticos de alcance cosmopolita.

-Finalmente, hemos de poner fin al mito del crecimiento económico ilimitado. Vivimos en un planeta cuya biosfera está siendo esquilmada y cuyo clima está siendo alterado a una velocidad cada vez más alarmante. Y a ello hay que añadir que la población mundial sigue creciendo a un ritmo de más de setenta millones de habitantes por año. En estas condiciones, está cada vez más claro que el derrochador modo de vida occidental no es universalizable ni sostenible en el tiempo. Hemos de avanzar hacia una economía mundial basada no ya en la vieja disyuntiva entre el libre mercado y el Estado soberano, sino en el doble e inseparable principio de la justicia global y de la sostenibilidad ecológica.

Última actualización: febrero_2009 28/02/2009 11:38

En las últimas semanas he estado leyendo tres relatos muy diferentes, pero los tres se ocupan del mismo tema: el régimen soviético en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, antes y después de la muerte de Stalin.

El primero de los relatos es Un día en la vida de Iván Denísovich, la novela con la que el escritor ruso Alexandr Solzhenitsyn (1918-2008), Premio Nobel en 1970 y autor de la monumental obra Archipiélago Gulag (3 vols., 1973-78), se dio a conocer por vez primera en 1962. Es un relato de ficción, en el que se narra una sola jornada de un prisionero en un campo de trabajo soviético, pero recoge la experiencia vivida por el propio autor en sus años de internamiento en diversas prisiones y campos de trabajo.

La primera edición española de esta novela fue publicada por Plaza & Janés en 1969. Yo la leí poco después, en 1970 o 1971, durante los últimos años de la dictadura franquista. Tenía entonces catorce o quince años y sufría por decisión paterna el encierro en un internado de jesuitas. La novela me causó un gran impacto, pues me sentí muy identificado con el protagonista. Por eso he vuelto a releerla en la nueva edición recientemente publicada por Tusquets, con traducción y prólogo de Enrique Fernández Vernet. Hay que agradecer a la editorial Tusquets que esté publicando poco a poco todas las obras de Solzhenitsyn: además de las dos citadas, El primer círculo, Pabellón de cáncer, Cómo reorganizar Rusia y El «problema ruso» al final del siglo XX.

Después de la novela de Solzhenitsyn, he leído Todo fluye, el último libro que escribió, poco antes de morir, otro gran escritor ruso: Vasili Grossman (1905-1964), de cuya magnífica novela Vida y destino ya me he ocupado en este mismo cuaderno de notas, en la entrada de Mayo 2008). Ambas obras han sido editadas por Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores.

El libro Todo fluye narra las vidas paralelas de varios personajes en los años posteriores a la muerte de Stalin. El eje del relato es el contraste entre Iván Grigórievich, un prisionero de los campos que vuelve a Moscú en 1954, tras treinta de encierro, y su primo Nikolái, un científico que se ha mantenido fiel al Partido y ha logrado el éxito profesional. Ambos, de muy diferente modo, han sufrido en sus vidas la completa destrucción de la libertad. El libro concluye con un alegato en favor de la libertad y con una reflexión política sobre el destino del pueblo ruso, desde el antiguo imperio zarista hasta el régimen de poder totalitario construido por Lenin, Stalin y sus herederos.

Aunque Todo fluye es un relato de ficción, se basa claramente en la experiencia vivida por el propio Grossman, muchos de cuyos amigos y parientes (incluida su compañera) fueron detenidos durante las grandes purgas de finales de los años treinta. En cuanto a su gran novela Vida y destino, no llegó a verla publicada, porque fue prohibida por el régimen de Jruschov.

El tercer relato que he leído estos últimos días se titula ¡Tierra, tierra!, y es una narración autobiográfica del escritor húngaro Sándor Márai (1900-1989), que en 1948 se exilió a Estados Unidos para no ser cómplice del régimen comunista y pro-soviético impuesto en Hungría tras la Segunda Guerra Mundial. Un régimen impuesto y no aceptado por sus súbditos, porque en 1956 los húngaros protagonizaron una admirable revolución democrática, aplastada por los tanques soviéticos.

Las obras de Márai fueron prohibidas por el gobierno de Hungría, y durante varias décadas cayó la losa del olvido sobre uno de los más grandes escritores centroeuropeos de la segunda mitad del siglo XX. Hubo que esperar a la caída del régimen soviético y de sus satélites en Europa del Este, para que su obra fuese redescubierta en su país y en el mundo entero. Pero él se suicidó en 1989, pocos meses antes de la caída del Muro de Berlín.

El relato ¡Tierra, tierra! es la segunda obra autobiográfica de Sándor Márai, tras sus Confesiones de un burgués, en las que relata sus años de infancia y juventud, incluida la Primera Guerra Mundial. Durante los años veinte, viajó por Europa central y residió en París, donde se familiarizó con las vanguardias artísticas y literarias de la época.

Márai se declaraba “profundamente antifascista” y escribió muy duras críticas contra el nazismo y sus aliados húngaros. Pero los comunistas le tacharon de “burgués”. En ¡Tierra, tierra!, narra precisamente los primeros años de la ocupación soviética de su país, entre 1944 y 1948, tras la expulsión de los alemanes y la derrota del régimen pro-nazi. Las expectativas despertadas por esta “liberación”, llevada a cabo por el ejército ruso, se vieron muy pronto frustradas: “Los que llevaban los uniformes eran iguales porque hacían lo mismo: ejecutar el Terror con eficacia (…) De nuevo se empezaba a perseguir en nombre de la Única Idea Salvadora”.

En los últimos años, la editorial Salamandra está editando algunas de las muchas obras de Sándor Márai, que incluyen no sólo los relatos autobiográficos ya citados, sino también sus diarios de los últimos años y muchas novelas, entre ellas El último encuentro, cuya lectura recomiendo.

Última actualización: febrero_2009 23/02/2009 15:34

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