Julio de 2011

Ya he publicado en este cuaderno de notas, en abril de 2010, una “Presentación de Marcel Conche”, en la que hacía una breve reseña biográfica y un comentario crítico sobre el conjunto de su obra. Me remito a ella para no repetirme.

A pesar de que el filósofo francés Marcel Conche nació el 27 de marzo de 1922 y, por tanto, tiene ya 89 años, y a pesar de que cuenta con una obra filosófica extensa y original, sigue siendo un autor muy poco conocido, incluso en su propio país.

Su obra incluye ediciones críticas de textos clásicos griegos (Anaximando, Parménides, Heráclito y Epicuro), estudios monográficos sobre varios escritores y filósofos de la historia de Occidente (Homero, Pirrón, Lucrecio, Montaigne, Hegel, Bergson y Heidegger), una traducción y comentario del Tao Te King, ensayos originales de metafísica (sobre la naturaleza, el tiempo, lo aleatorio, la libertad, etc.) y de moral (sobre el fundamento de la moral, la distinción entre moral y ética, el amor, etc.), y algunos textos autobiográficos (entrevistas, diarios, etc.).

Sus principales propuestas: rescatar el pensamiento de los filósofos “antesocráticos” sobre la Naturaleza, liberar a la filosofía occidental de la perniciosa influencia del cristianismo, hacer una crítica radical del triunfo de la moderna razón tecnocientífica, defender el universalismo moral de la Ilustración y elaborar una filosofía cosmopolita capaz de integrar las diversas tradiciones filosóficas de Oriente y de Occidente.

Voy a comentar brevemente aquí uno de sus muchos libros, porque lo he leído recientemente: L’aléatoire (PUF, Paris, 1999). Se trata de un “curso de metafísica” dado por Conche a los estudiantes de la Licenciatura en Filosofía, en la Universidad de París I, durante el año 1987-1988.

El libro consta de siete capítulos, que tienen la siguiente estructura: en el capítulo 1, el autor define la noción de lo aleatorio; en los capítulos 2 a 5, analiza la experiencia de lo aleatorio en relación con diferentes aspectos de la vida humana (la acción y la contemplación, la vida y la muerte, los “mundos humanos” y su historia, la vida mental y el libre albedrío); en los capítulos 6 a 7, elabora una ontología de lo aleatorio, es decir, una reflexión sobre lo aleatorio en la Naturaleza y, en general, en todo acontecer de la realidad; finalmente, en el capítulo 8, combina la perspectiva ontológica y la antropológica, a partir de la noción fenomenológica de “mundo” y de la pluralidad de los mundos vividos.

Como recuerda Conche (p. 26-30), el término “aleatorio” viene del latín alea, que significa “dado”, pero también “juego de dados”, “juego de azar”. Alea ludere es jugar a los dados. Cuando César tomó la importante y sopesada decisión de pasar con sus tropas el río Rubicón y dirigirse con ellas hacia Roma, lo que contravenía la ley romana y equivalía a dar un golpe de Estado, se cuenta que formuló esta frase: Alea jacta est, “la suerte está echada”, “el dado ha sido arrojado”. Sin embargo, en el texto latino, la frase está formulada en imperativo: Jacta alea este (Suetonio, César, 32), es decir, “que la suerte sea echada”, “que el dado sea arrojado”. Además, según Plutarco (Pompeyo, 651d; César, 623e), César se expresó en griego, repitiendo una fórmula que al parecer era popular en este idioma: “¡Que el dado sea arrojado!”. En esta formulación imperativa, se subraya que es el propio César quien toma la decisión, quien se lanza a la aventura, quien desencadena el curso de los acontecimientos, y lo hace a tientas, sin que pueda saber de antemano si logrará triunfar o fracasar, porque el resultado es aleatorio e incierto.

Marcel Conche define lo aleatorio como aquello que concierne no a lo que ya ha sucedido y denominamos pasado, sino a lo que ha de suceder en el porvenir o a lo que está sucediendo en el presente. En segundo lugar, lo aleatorio tiene que ver con la apertura de posibilidades del porvenir y, por tanto, con la imposibilidad de predecir con absoluta certeza si se dará tal o cual posibilidad.

En tercer lugar, Conche distingue lo aleatorio de lo fortuito o azaroso, aunque ambos tienen algo en común, pues se refieren a acontecimientos que pueden o no pueden suceder: si arrojamos un dado sobre la mesa, será aleatorio y fortuito que salga el 6, porque no podemos predecirlo y porque depende completamente del azar; en cambio, si en las próximas elecciones generales del 20 de noviembre va a ganar Rajoy o Rubalcaba, eso es aleatorio, porque no podemos predecirlo con certeza, pero no es meramente azaroso, porque depende de lo que uno y otro hagan y digan en la campaña electoral, de lo que suceda mientras tanto con la crisis económica, del papel que juegue el movimiento 15-M, de cómo respondan los electores a todos estos factores (el ejemplo dado por Conche se refiere a la candidatura de Mitterrand para las elecciones presidenciales francesas de 1988). Cabe, en fin, un acontecimiento que sea azaroso y no aleatorio, y para ello basta con que no pueda dejar de suceder, es decir, que sea más o menos previsible y calculable: por ejemplo (este ejemplo es mío, no del autor), la muerte futura del sol; en cambio, es aleatorio si antes de la muerte del sol los humanos habrán logrado viajar a otros planetas del sistema solar o se habrán autodestruido por medio de las armas nucleares o por medio de un gran colapso ecológico, porque eso es imprevisible e incalculable en estos momentos. En otras palabras, y aunque Conche no lo dice, para él la distinción entre lo aleatorio y lo azaroso tiene que ver con la presencia o la ausencia de la acción humana: en el resultado puramente azaroso no intervienen las acciones humanas, mientras que sí lo hacen en el resultado aleatorio.

En cuarto lugar, un acontecimiento solo puede ser aleatorio si es físicamente posible. Ahora bien, según Conche, entre lo posible y lo imposible no hay grados; en cambio, sí hay grados en lo aleatorio, y son precisamente los grados de lo probable. Sin embargo, lo probable y lo aleatorio no coinciden. Porque lo aleatorio implica un mayor o menor grado de incertidumbre sobre varias posibilidades, mientras que lo probable implica cierto conocimiento sobre la probabilidad de que se realice tal o cual posibilidad. De modo que la probabilidad es una cierta reducción o racionalización de la aleatoriedad.

Por último, Conche distingue entre lo aleatorio y lo contingente. Es contingente que algo suceda o no suceda, puesto que su suceder es aleatorio. De modo que la aleatoiredad presupone la contingencia. Ahora bien, un acontecimiento es contingente o no lo es –lo contingente no admite el más o menos, no hay grados entre lo contingente y lo necesario-, mientras que puede ser más o menos aleatorio. Según Conche, puede haber algún acontecimiento contingente que no sea aleatorio desde el punto de vista moral (por ejemplo, es contingente que Rubalcaba se presente a las elecciones del 20 de noviembre, pero hay una certeza moral de que lo hará), y también un acontecimiento que parezca subjetivamente aleatorio y en el que sin embargo no haya ninguna contingencia real, como en el caso de un enfermo que espera curarse cuando no tiene la menor posibilidad.

Todas estas distinciones entre lo aleatorio y otras nociones afines (lo fortuito o azaroso, lo posible o probable y lo contingente o no necesario) me parecen bastante problemáticas. Precisamente porque la distinción entre lo que es y no es contingente, o lo que es y no es posible, o lo que es y no es azaroso, no puede saberse o decidirse de antemano con absoluta certeza, y por tanto es ella misma aleatoria. Por ejemplo, ¿cómo decidir cuándo una enfermedad se ha contraído “azarosamente”, sin que medie ninguna acción humana, y cuándo se ha contraído “aleatoriamente”, por la concurrencia de múltiples factores entre los que se encuentran complejas series de acciones humanas? O bien: en la época de Aristóteles podía darse por seguro que pisar la Luna era imposible para el ser humano, pero hoy entra dentro de las posibilidades humanas. Incluso el hecho de que estamos destinados a la muerte, que parece el emblema de lo necesario, no nos permite saber cuándo, dónde y cómo vamos a morir, puesto que todo ello es contingente, incierto, aleatorio.

Como ya he dicho antes, Conche se ocupa, primero, de la presencia de lo aleatorio en la vida humana y, luego, de su presencia en el conjunto de la realidad. La tesis central del autor, que comparto plenamente, es que “la realidad, el ser mismo en tanto que acontecimiento, es aleatorio en sí (…) Lo real no es más que lo aleatorio realizándose” (p. 163). Esta tesis, como dice el propio Conche, no solo es congruente con el pensamiento de los filósofos “antesocráticos”, sino también con la imagen de la Naturaleza que nos ofrecen las ciencias contemporáneas, desde la astrofísica hasta la biología evolucionista.

Sin embargo, mi principal objeción al pensamiento de Conche es la disociación radical que él establece entre la infinitud de la Naturaleza que nos envuelve y la finitud de la Historia humana que se desenvuelve en su seno, es decir, entre la Física y la Política. O, por decirlo en los propios términos de Conche, entre la Metafísica, que elabora una reflexión ontológica sobre la Naturaleza, y la Moral, que elabora una reflexión ética, jurídica y política sobre la vida humana individual y sobre la convivencia de los humanos en las diferentes sociedades históricas. Esta disociación, que a mí me parece completamente imposible e injustificable, limita el alcance de las reflexiones metafísicas y morales de Conche, a pesar de que merece la pena conocerlas.

La disociación entre Metafísica y Moral, o entre Filosofía y Política, aparece ya en el parágrafo 6 del segundo capítulo, cuyo significativo título es “Contemplar o emprender (ver o crear)” (pp. 40-45). Aquí, Conche retoma y hace suya la vieja distinción de los filósofos griegos (estoicos, epicúreos, cínicos…), que es claramente una distinción política y no solo ética (a pesar de que Conche no es consciente de ello): por un lado, el sabio, que se limita a contemplar el mundo sin intervenir en él, y que más bien trata de comprenderlo y traducirlo en palabras, en conceptos claros y distintos, para transmitir su conocimiento a otros; por otro lado, la multitud, que se afana en emprender, actuar, crear, cambiar lo que le rodea, haciendo así que lo que no era llegue a ser, es decir, introduciendo algo nuevo en el mundo. Las acciones humanas están sujetas a lo aleatorio, puesto que el éxito y el fracaso de las mismas es incierto y no está en nuestra mano, mientras que la contemplación nos sustrae de lo aleatorio y nos aproxima a la mirada imperturbable de los dioses.

Conche pretende que es posible disociar lo uno de lo otro, es decir, que cabe alejarse de la vida política y dedicarse en exclusiva a la vida del pensamiento, y eso es precisamente lo que él ha tratado de hacer con más o menos fortuna. Pero una cosa es retirarse a la soledad para poder pensar (que no es sino conversar silenciosamente con los demás) y otra cosa muy diferente es creer que la convivencia política es una mera elección personal y no la condición constitutiva de la vida humana. Ya decía Aristóteles que el ser humano es un “animal político”, y que quien vive fuera de la polis es una bestia o un dios, pero no un humano.

Conviene estudiar, pues, la relación entre lo aleatorio y la política. Por ejemplo, en la dirección en que trató de hacerlo Hannah Arendt. En La condición humana, Arendt dice que el mundo construido por las acciones humanas (eso que llamamos las convenciones políticas, económicas, sociales y culturales) es extremadamente frágil, porque oscila entre la irreversibilidad de lo que ya ha sucedido y la imprevisibilidad de lo que está por suceder. Y para corregir esa doble condición de las acciones humanas (el pasado que no puede ser modificado y el porvenir que no puede ser sabido de antemano), los humanos hemos inventado el perdón y la promesa. El perdón nos libera de la carga del pasado y nos permite emprender nuevas acciones; la promesa nos libera de la incertidumbre del porvenir y nos permite llegar a acuerdos duraderos con los demás. Sin el perdón y la promesa, que permiten a los humanos enfrentarse a lo aleatorio, no sería posible construir una convivencia humana pacífica y duradera.

Postdata sobre lo aleatorio y el amor en Marcel Conche

Tras su jubilación como profesor de la Sorbona y tras la muerte de su esposa, Marcel Conche se había retirado al pueblo francés de Treffort, en donde vivía solo, dedicado a preparar su muerte y a escribir sus libros y su diario. Pero un día recibió la visita de una de sus lectoras, la joven y hermosa Emilie, de origen vietnamita, que cultivaba un olivar en el norte de Córcega. Ella le pidió que le enseñara griego y a cambio le prometió que lo iniciaría en la poesía mística musulmana.

A sus 86 años, Marcel Conche se enamoró apasionadamente de Emilie. Aunque ella no le correspondió, tampoco lo rechazó, sino que más bien se dejó querer y cortejar por él. Así que Conche, en septiembre de 2008, dejó su casa de Treffort y se fue a vivir a Aléria, en Córcega, para estar junto a su musa, a la que llamaba cariñosamente Emilienne.

Conche se enamoró también de la isla de Córcega -en la que la Naturaleza parece conservar intacta su deslumbrante belleza- e incluso dio su apoyo a los independentistas corsos, contraviniendo así su declarada vocación de alejamiento de la política.

Él mismo narra esta aventura en el quinto tomo de su diario: Corsica. Journal étrange V (PUF, París, 2010, 624 p.) que es un canto de amor a Emilie. Conche confiesa amarla “tanto como Spinoza amaba a Dios”. Pero el relato de este quinto tomo se interrumpe en marzo de 2009, cuando Emilie anuncia a Marcel Conche su compromiso matrimonial con un fabricante italiano de molinos de aceite y su deseo de no seguir apareciendo en el diario que el filósofo enamorado escribía y cuyas páginas recién escritas leía a su amada para recibir su visto bueno o bien para hacer las correcciones que ella le sugería. Profundamente herido por la noticia, Conche regresa a la Francia continental y se instala en el pueblo de sus padres, Altillac (en Corréze), con la esperanza de ser enterrado junto a ellos.

Sobre esta historia de un amor de senectud no correspondido puede leerse la crónica publicada el 20 de mayo de 2010 por Le Nouvel Observateur, el comentario del escritor Roland Jaccard, editor y amigo de Conche, y el de Jean-Claude Grosse, otro lector y amigo de Conche.

Última actualización: julio_2011 13/08/2011 12:02


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