Junio de 2012

La obra del filósofo e historiador francés Michel Foucault (1926-1984) está formada por cinco grupos de documentos diferentes:

1. Los libros (monografías, obras colectivas y antologías) publicados o autorizados por él mismo a lo largo de treinta años, desde Enfermedad mental y personalidad (1954) hasta los volúmenes II y III de su Historia de la sexualidad (1984).

2. Los artículos, prólogos, conferencias, entrevistas, etc., publicados o autorizados por él y recopilados después de su muerte por Daniel Defert y François Ewald, con el título Dits et écrits, primero en cuatro volúmenes (Gallimard, Paris, 1994) y después en dos (Gallimard, Paris, 2001).

3. Los trece cursos impartidos en el Collège de France, desde 1970/71 hasta 1983/84, que están siendo editados en otros tantos volúmenes por Seuil, Gallimard y la École des hautes études en sciences sociales (EHESS), en la colección “Hautes Études”, y traducidos al castellano por Akal (en España) y por el Fondo de Cultura Económica (en México).

4. Los documentos audiovisuales (cursos, conferencias, debates, entrevistas, etc.), que se encuentran depositados en el Institut Mémoires de l'édition contemporaine (IMEC) y que son también accesibles en diversas webs dedicadas a Foucault, entre las que destacan Portail Michel Foucault y La Bibliothèque Foucauldienne.

5. Y, por último, los textos inéditos, que por expreso deseo del autor no son publicables póstumamente. Algunos de ellos están conservados en el departamento de manuscritos de la Bibliothèque Nationale de France (BNF), como los textos preparatorios de La arqueología del saber y de la Historia de la sexualidad, pero la mayor parte de los inéditos fueron reunidos por el Centre Michel Foucault y depositados en la Bibliothèque du Saulchoir de París, entre 1986 y 1997, y a partir de este último año en el ya citado IMEC, en donde pueden ser consultados con autorización, excepto la versión mecanografiada del libro Aveux de la chair (Confesiones de la carne), concebido por Foucault como cuarto volumen de la Historia de la sexualidad.

Recientemente, el Journal officiel de Francia, análogo a nuestro Boletín Oficial del Estado (BOE), ha clasificado como “Tesoro nacional” los 37.000 documentos inéditos que Michel Foucault fue produciendo durante casi cuarenta años. Y tanto el IMEC como la BNF se disputan ahora la adquisición de todos esos fondos. El 11 de junio de este mismo año, la BNF organizó una cena con importantes mecenas franceses (Louis Roederer, Pierre Bergé, Total, Lagardere, L’Oreal, Getty, Louis Vuitton, etc.) para pedirles una aportación económica destinada a la adquisición de los documentos de Michel Foucault que actualmente se encuentran en posesión de la familia Foucault y de Daniel Defert, su compañero sentimental durante muchos años. Tanto la familia como Defert preferirían que los documentos se quedaran en Francia, pero si no reciben una oferta satisfactoria del IMEC y/o de la BNF, están dispuestos a venderlos a alguna o algunas de las grandes universidades de Estados Unidos en las que Foucault dio seminarios y conferencias: Berkeley, Chicago, Yale, etc.

Voy a comentar aquí tres de los trece cursos dados por Michel Foucault en el Collège de France entre 1970 y 1984, el año de su muerte: el primero de la serie, Lecciones sobre la voluntad de saber, seguido de El saber de Edipo (Leçons sur la volonté de savoir, Cours au Collège de France (1970-1971) suivi de Le savoir d'Oedipe, Gallimard-Seuil-EHESS, Collection Hautes Études, Paris, 2011), y los dos últimos, El gobierno de sí y de los otros. Curso del Collège de France (1982-1983), Akal, Madrid, 2011 (Le gouvernement de soi et des autres, Cours au Collège de France (1982-1983), Gallimard-Seuil-EHESS, Collection Hautes Études, Paris, 2008), y El coraje de la verdad (Le courage de la vérité, Le gouvernement de soi et des autres II, Cours au Collège de France (1983-1984), Gallimard-Seuil-EHESS, Collection Hautes Études, Paris, 2009).

De estos tres cursos, hasta ahora sólo ha sido traducido El gobierno de sí y de los otros. Además, un resumen de los dos últimos puede encontrarse en las seis conferencias que el propio Foucault dio en la Universidad de California, en Berkeley, en otoño de 1983, y que han sido traducidas con el título Discurso y verdad en la antigua Grecia (introducción de Ángel Gabilondo y Fernando Fuentes, traducción y notas de F. Fuentes, Paidós/ICE de la UAB, Barcelona, 2004).

En realidad, el primero de los tres cursos que voy a comentar (y que ha sido uno de los últimos en publicarse, pues ha aparecido en 2011) fue titulado por Foucault La voluntad de saber, pero el editor del mismo, Daniel Defert, ha decidido preceder ese título con las palabras Lecciones sobre…, para que no se confunda con el libro que el propio Foucault publicó cinco años después, como primer volumen de su Historia de la sexualidad, con el subtítulo La voluntad de saber (1976).

¿Por qué creo que merece la pena poner en relación estos tres cursos, a pesar de la distancia temporal que separa al primero de los otros dos -que ciertamente fueron concebidos por Foucault de forma unitaria, como indica el título común El gobierno de sí y de los otros? Por tres motivos diferentes.

En primer lugar, porque los tres se ocupan de la Grecia antigua. Y esto, ya de por sí, es muy relevante a la hora de interpretar la evolución intelectual de Foucault. Porque la mayor parte de los intérpretes, siguiendo la reconstrucción autobiográfica realizada ya por el propio Foucault y sistematizada luego por su amigo Gilles Deleuze en Foucault (1986), suelen dividir la trayectoria foucaultiana en tres etapas relativamente discontinuas, cada una de ellas dominada por una problemática diferente: la del saber, en los años sesenta; la del poder, en los años setenta; y la de la ética, en los primeros años ochenta.

La primera sería la etapa “arqueológica”, próxima al movimiento estructuralista, a la literatura de los “malditos”, a la escuela historiográfica de los Annales y a la epistemología histórica francesa (Bachelard, Cavaillés, Koyré, Canguilhem, etc.), y estaría caracterizada por la elaboración de una historia discontinua de las ciencias humanas y de sus sucesivas “epistemes”, paralela a la historia discontinua de las ciencias naturales y de sus sucesivos “paradigmas”, propuesta por el físico Thomas S. Kuhn en La estructura de las revoluciones científicas (1962).

La segunda sería la etapa “genealógica”, vinculada al Mayo del 68 francés, a los “disidentes” de los regímenes comunistas del Este de Europa y a la relectura de Nietzsche en clave histórico-política, y estaría caracterizada por la elaboración de una “analítica del poder” no centrada ya en la soberanía del Estado (como en la tradición jurídico-política liberal), ni en la propiedad de los medios de producción (como en la tradición marxista), sino en las relaciones de refuerzo mutuo entre las ciencias humanas y las nuevas tecnologías de gobierno biopolítico inventadas por Occidente moderno: el disciplinamiento de los individuos en las instituciones de encierro, a partir de los siglos XVII y XVIII, y las regulaciones masivas de las poblaciones en las sociedades urbanizadas e industrializadas de los siglos XIX y XX.

En ambas etapas, la “arqueológica” y la “genealógica”, Foucault habría centrado sus investigaciones en la génesis de la modernidad europea, y especialmente en un doble tránsito histórico: del siglo XVI al XVII (el “gran encierro” y el inicio de la época de la “representación”) y del siglo XVIII al XIX, (las grandes revoluciones políticas, la primera revolución industrial y el tránsito de la episteme “clásica” a la “moderna”).

En cambio, la tercera y última etapa habría estado centrada en la historia de las diferentes formas de “subjetividad”: el eje de atención ya no es el “gobierno de los otros”, sino el “gobierno de sí”, el autogobierno como invención ética y estética (“etopoiética”) de la propia existencia. Y al hacer la historia de estas “tecnologías del yo”, Foucault habría ido retrocediendo desde la modernidad hacia la Edad Media cristiana (inventora del “poder pastoral” y de la práctica de la “confesión”), y, finalmente, habría redescubierto la Grecia y la Roma antiguas, a las que dedicó los últimos años de su vida.

Este desplazamiento temporal puede observarse en su última obra publicada, la Historia de la sexualidad: el volumen I, editado en 1976 con el título La voluntad de saber, se centra en la época moderna, y más concretamente en el tránsito del “derecho de muerte” al “poder sobre la vida”, del “dispositivo de alianza” al “dispositivo de sexualidad” y de la “confesión” cristiana a las psicoterapias que pretenden identificar y clasificar a los individuos por su conducta sexual (de la psiquiatría al psicoanálisis), instaurando así la “monarquía del sexo”; el volumen IV, no publicado, está dedicado a las Confesiones de la carne, es decir, a la génesis de la moral cristiana en los Padres de la Iglesia, una génesis que culminaría en las Confesiones de Agustín de Hipona; y, por último, los volúmenes II y III, publicados el mismo año de la muerte de Foucault, con los títulos El uso de los placeres y La inquietud de sí, están dedicados respectivamente a la ética de la Grecia clásica y a la ética de la época helenístico-romana.

En resumen, según la interpretación dominante, el interés de Foucault por la Antigüedad greco-latina se habría suscitado en sus últimos años de vida y se correspondería con la tercera etapa de su trayectoria intelectual, centrada en la ética y en la historia de las “tecnologías del yo”. Pues bien, la lectura del primero de los cursos que dio en el Collège de France desmiente o al menos obliga a matizar considerablemente esta interpretación.

En efecto, el interés por la Grecia antigua no es exclusivo del último Foucault, sino que está presente ya en una de sus primeras grandes obras: Historia de la locura en la época clásica (1961). En el prólogo a la primera edición de esta obra, Foucault interpreta el logos griego como un modo de pensamiento no escindido, en el que convivían la razón y la locura; esta convivencia trágica entre razón y locura se habría mantenido en Occidente hasta el Renacimiento; la ruptura entre ambas se habría producido a partir del siglo XVII, con “el gran encierro” de los locos y el nacimiento del racionalismo cartesiano; la recuperación del vínculo griego entre razón y locura habría comenzado a producirse en los siglos XIX y XX, gracias a los grandes “locos con obra” y a su “literatura maldita”, desde Hölderlin y Nietzsche hasta Roussel y Artaud; y, en fin, el propio Foucault se declara heredero y continuador de estos “locos con obra”, de estos “malditos” empeñados en recuperar la tensión trágica entre razón y locura que había caracterizado al pensamiento griego.

Jacques Derrida denunció la estructura mítica de este relato (unidad original de razón y locura en la Grecia antigua, caída temporal en la escisión -coincidiendo con la irrupción del racionalismo moderno- y reconciliación final como retorno al origen griego), en una célebre conferencia dada en 1963, con el título “Cogito e historia de la locura”, a la que asistió Foucault y que Derrida editó luego en La escritura y la diferencia (1967). La crítica de Derrida al libro de Foucault dio lugar a una demorada, discontinua y compleja polémica entre ambos filósofos. He reconstruido esta polémica en mi artículo “Foucault y Derrida: historia de un debate -sobre la historia”, en Daimon. Revista Internacional de Filosofía, 11 (1995), 59-82, editado en inglés con el título “Foucault and Derrida: The History of a Debate on History”, en Angelaki. Journal of the Theoretical Humanities, vol. 5, nº 2, august 2000, pp. 113-135, y recogido en mi libro La invención del sujeto, Biblioteca Nueva, Madrid, 2001, pp. 109-148). A pesar de que Foucault rechazó la crítica de Derrida, lo cierto es que en la segunda edición de Historia de la locura (1972) suprimió el prólogo de la primera edición y lo reemplazó por otro.

En el relato “mítico” que subyace a la Historia de la locura, y que sirve de soporte a su crítica de la modernidad como una época dominada por una racionalidad escindida, excluyente y unidimensional, es indudable que Foucault se encontraba influido por sus tempranas lecturas de Friedrich Nietzsche y Martin Heidegger. En estos dos autores había encontrado una crítica de los límites de la racionalidad moderna y una exaltación del pensamiento trágico de la Grecia antigua.

En realidad, el “retorno a Grecia” es una constante de la historia de la civilización occidental. Los romanos de la época imperial pretendieron ya recuperar y resucitar los logros de la vencida cultura helénica. En la Edad Media cristiana, se produjeron varios “renacimientos” de la Antigüedad, desde el “renacimiento del siglo XII” hasta el Renacimiento de los siglos XV y XVI. Nuevos retornos a la Grecia y la Roma antiguas se produjeron en la Ilustración, en las primeras revoluciones políticas modernas (inspiradas en la tradición republicana greco-latina), en el Romanticismo (que popularizó los viajes a Grecia e Italia) y, por último, tras el gran trauma de los Estados totalitarios, la “guerra total”, los campos de exterminio y la explosión de las primeras bombas atómicas, todo lo cual dio lugar a un movimiento neoaristotélico y neorrepublicano en los años cincuenta y sesenta del siglo XX.

En el Foucault de los años sesenta y setenta, como en otros filósofos franceses de la época (desde Deleuze hasta Derrida), la aproximación a la Grecia antigua se produce a través de la perspectiva crítica abierta por Nietzsche y Heidegger. Estos dos filósofos alemanes pretendieron llevar a cabo una desconstrucción de la metafísica occidental, cuyo punto de arranque se encontraría en Platón. Tanto para Nietzsche como para Heidegger, Platón habría sido el fundador de la gran tradición metafísica de Occidente. Por eso, la desconstrucción del platonismo exigía como correlato la recuperación de la tradición pre-platónica: los filósofos presocráticos, los sofistas y los trágicos.

Pero Heidegger, para exculparse de su compromiso con el nazismo y de su primera lectura de Nietzsche como profeta del destino heroico de la nación germánica, reinterpretará más tarde al filósofo del “superhombre” (Übermensch) como el último metafísico, como la culminación paroxistíca del antropocentrismo occidental (del que habrían surgido todas las ideologías políticas modernas: el liberalismo, el socialismo, el nacionalismo e incluso el nacionalsocialismo), y le atribuirá una ontologización nihilista de la “voluntad de poder” como “voluntad de voluntad”. Véase su Nietzsche (trad. de Juan Luis Vermal, 2 vol., Destino, Barcelona, 2000), editado en 1961. En cambio, Foucault y los demás “filósofos de la diferencia” no leerán a Nietzsche desde Heidegger, sino que más bien leerán a Heidegger desde Nietzsche. Y también -conviene no olvidarlo- desde Marx y Freud, los otros dos “maestros de la sospecha”: recuérdese la ponencia presentada por Foucault en 1964, en el VII Colloque de Royaumont, con el título Nietzsche, Freud, Marx (Anagrama, Barcelona, 1970). Por eso, utilizarán la “genealogía” nietzscheana como una herramienta crítica con la que desenmascarar las formas modernas de dominación y sus sofisticados mecanismos de “racionalización” -como ya había hecho, antes que ellos, Georges Bataille, y como también habían hecho y estaban haciendo los miembros de la llamada Escuela de Frankfurt (Horkheimer, Adorno, Benjamin, Marcuse, etc.).

En este contexto de revisión crítica de la tradición metafísica occidental, y en particular de su origen en la Grecia antigua, se inscribe el primer curso dado por Foucault en el Collège de France. En efecto, el curso está dedicado a reinterpretar la contraposición que tanto Platón como Aristóteles establecieron entre la ciencia (episteme) y la opinión (doxa), es decir, entre la dialéctica, como método propio del verdadero saber filosófico, y la retórica, como método propio del falso saber sofístico. Más concretamente, Foucault se dedica a analizar el libro I de la Metafísica de Aristóteles, que comienza con la famosa frase: “Todos los hombres desean por naturaleza saber. Así lo indica el amor a los sentidos; pues, al margen de su utilidad, son amados a causa de sí mismos, y el que más de todos, el de la vista” (sigo aquí la traducción que Valentín García Yebra hace de la Metafísica de Aristóteles, en su edición trilingüe griego-latín-español).

Este deseo o voluntad de saber, tal y como lo entiende Aristóteles, inscribiría el saber -y el goce puro del saber, “al margen de su utilidad”- en el nivel más elemental del deseo y de la percepción sensible. Habría, pues, como algo distintivo de la naturaleza humana, un deseo o voluntad de saber que -paradójicamente- pondría en suspenso todo otro deseo, y que por tanto negaría la vinculación del saber con la voluntad pragmática de utilidad y de poder, es decir, de dominio sobre el mundo y sobre los otros. Frente a esta tesis aristotélica, fundadora de la metafísica occidental, Foucault va a revisar y rehabilitar la retórica sofística, al mostrar que para los sofistas hay una relación indisociable entre poder y saber. Para ello, Foucault se sirve de los grandes helenistas franceses (Louis Gernet, Gustave Glotz, Jean-Pierre Vernant, Marcel Detienne, Pierre Vidal-Naquet, etc.) y de sus estudios sobre los procedimientos jurídico-políticos de determinación de la verdad, tal y como fueron evolucionando durante la Grecia antigua, desde las arcaicas pruebas rituales (como el juramento) hasta las indagaciones judiciales dirigidas por un tribunal (como la que emprende Edipo en la tragedia de Sófocles Edipo rey).

Por cierto, los análisis dedicados por Foucault a la tragedia Edipo rey -no solo en los cursos del Collège de France, sino también en conferencias dadas en diversas universidades de Estados Unidos y Brasil- recorren toda la década de 1970 y llegan hasta el curso de 1984. Como señala Daniel Defert en su edición del curso de 1970-1971, se conservan hasta siete versiones diferentes. Y esto revela, una vez más, que el interés por la Grecia antigua no es algo exclusivo del último Foucault.

La segunda razón por la que merece la pena leer conjuntamente el primer curso y los dos últimos, es que los tres se ocupan de la cuestión de la verdad. También aquí, conviene desmentir o matizar la interpretación dominante. La cuestión de la verdad no es una preocupación exclusiva del primer Foucault, del llamado Foucault “arqueólogo”, sino que es uno de los grandes hilos conductores que recorren toda su trayectoria intelectual. De hecho, puede decirse que una de las principales aportaciones de Foucault al pensamiento filosófico contemporáneo ha sido la historización de la verdad, es decir, el desplazamiento desde una perspectiva epistemocéntrica, que desde Platón hasta el neopositivismo contemporáneo, pasando por Descartes, Kant y Husserl, se ha interrogado sobre las condiciones universales y ahistóricas de validez del conocimiento -dando por supuesto que hay un sujeto y un objeto de conocimiento igualmente universales y ahistóricos-, hasta una perspectiva historiocéntrica, que se interroga por las condiciones histórico-políticas de formación y transformación de las diferentes formas de veridicción, y, con ellas, de los diferentes objetos y sujetos de conocimiento.

Ahora bien, esta historización de la verdad ha sido pensada por Foucault de diferentes maneras: la historia “arqueológica” de los saberes expertos y de las sucesivas “epistemes” que los hacen posibles (y que al mismo tiempo excluyen o arrojan a un afuera salvaje el espacio de la locura y la literatura), la historia “genealógica” de las cambiantes relaciones estratégicas entre los saberes expertos y los poderes sociales (en donde ya no hay un afuera y un adentro, sino la “polivalencia táctica de los discursos” en el juego de los poderes y las resistencias), y, por último, la historia de las complejas relaciones entre la enunciación pública de la verdad y la constitución ética de la propia subjetividad (en donde lo relevante ya no es la “episteme” epocal, ni la verdad científica que el experto dice sobre tales o cuales individuos para subjetivarlos y al mismo tiempo sujetarlos, es decir, para imponerles una identidad objetivada y someterlos a un control heterónomo, sino más bien la “veracidad” como coraje ético-político que permite a cualquier ciudadano -y en especial al filósofo, sea Sócrates, Platón o Diógenes el Cínico- decir públicamente lo que piensa y vivir coherentemente conforme a lo que dice).

Y esto último me lleva a la tercera razón por la que merece la pena leer conjuntamente el primer curso y los dos últimos: si los comparamos entre sí, podemos comprobar que Foucault aborda de muy diferente manera el legado filosófico de la Grecia antigua y, con él, la cuestión de la verdad.

El título del primer curso, Lecciones sobre la voluntad de saber, es un claro homenaje al Nietzsche genealogista. Por eso, debe ponerse en relación con otros textos y cursos de comienzos de los años 1970, como el artículo “Nietzsche, la généalogie, l’histoire” (en Hommage à Jean Hyppolite, PUF, París, 1971, pp. 145-172, traducción española: Nietzsche, la genealogía, la historia, Pre-textos, Valencia, 1988) y la primera de las cinco conferencias dadas en 1973 en la Pontificia Universidade Catolica do Rio de Janeiro y publicadas en 1974 por esa misma universidad brasileña con el título A verdade e as formas juridicas (La verdad y las formas jurídicas, Gedisa, Barcelona, 1980). En esa conferencia se remite al texto póstumo de Nietzsche Sobre verdad y mentira en sentido extramoral (1873), para subrayar la tesis nietzscheana de que el conocimiento es una “invención” (Erfindung), es decir, que -frente a la tesis aristotélica- no está inscrito en la naturaleza humana, como un instinto entre otros, sino que es el efecto históricamente contingente y cambiante de la lucha y el compromiso entre los instintos, una lucha y un compromiso que se dan no solo en el interior del sujeto sino también en su relación con el mundo y con otros.

Lo que Foucault llama la “hipótesis Nietzsche” -el vínculo inseparable entre saber y poder- vendría a cuestionar la gran tradición metafísica de Occidente, dominada por la “hipóstesis platónica”: la contraposición entre saber y poder, verdad y opinión, conocimiento e interés. Por eso, Foucault dice adoptar a Nietzsche como “modelo” o guía para la elaboración de un “análisis histórico de lo que yo llamaría la política de la verdad”, es decir, para la reconstrucción “externa” y no meramente “interna” de las diferentes formas de veridicción, en la que se trata de estudiar la formación de determinados dominios de saber a partir de las relaciones de poder y los regímenes políticos que los hacen posibles.

En cambio, en los dos últimos cursos de su vida, Foucault descubre otra cara de la Grecia antigua e interpreta de otro modo la historia de la filosofía y la cuestión de la verdad. Foucault se reconcilia con la tradición filosófica occidental y con la “voluntad de verdad” como distintivo del ethos filosófico. Foucault ya no quiere dejar atrás la tradición filosófica occidental, sino que se reclama como su heredero y continuador. En realidad, el propio Nietzsche había reivindicado también lo que él llamaba “el pathos de la verdad”. Foucault comienza estudiando la parresía, la “franqueza” o libertad de palabra, como una cualidad del ciudadano de la polis democrática, y a través de las transformaciones históricas de este concepto acaba realizando una original reconstrucción de la génesis y desarrollo de la filosofía griega -e incluso hace algunos esbozos de los posteriores desarrollos de la filosofía occidental-, pero no ya como una mera forma de pensamiento, como un mero conjunto de teorías o de doctrinas, sino más bien como una forma de vida, precisamente la “vida filosófica”.

Aunque Foucault distingue dos grandes tradiciones en la historia del pensamiento filosófico occidental, la del platonismo y la del cinismo, considera que Platón y Diógenes representan dos modelos contrapuestos y a un tiempo complementarios del ethos filosófico, y en particular de la tensión irresoluble entre la filosofía y la política: el filósofo es el parresiasta por antonomasia, el que piensa, habla y vive verazmente, el que cultiva el “coraje de la verdad” hasta poner en riesgo su propia vida, y precisamente por ese compromiso existencial con la verdad se encuentra en una posición ambivalente frente a quienes ejercen el poder: por un lado, tiene el deber de aconsejar y hablar con franqueza al político; por otro lado, nunca puede ni debe ocupar el lugar del político. Hay un vínculo inseparable entre filosofía y política, pero hay también una tensión, un hiato, una distancia insalvable entre ambas. Es muy reveladora esta posición del último Foucault, el de los primeros años ochenta, sobre todo con respecto al Foucault más activista o militante de la primera mitad de los setenta. Para comprender la evolución de las posiciones políticas de Foucault, es impresincible el libro de José Luis Moreno Pestaña, Foucault y la política (Tierradenadie, Madrid, 2011).

Además, Foucault encuentra la manera de articular esos tres grandes ámbitos que los intérpretes de su obra han separado como otras tantas etapas en la evolución de su pensamiento: el saber, el poder y la ética. Para el último Foucault, lo propio no ya de su obra sino, en general, de la práctica filosófica -tal y como se constituye en la Grecia antigua, a través de las transformaciones de la parresía en la polis democrática y, más tarde, en las monarquías helenísticas y en el imperio romano-, está precisamente en la articulación entre esos tres polos o ámbitos de la experiencia: la aletheia, la politeia y el ethos, es decir, la verdad, la política y la ética; o bien: el saber, el poder y la construcción “etopoiética” de la propia subjetividad.

Foucault formula con toda claridad esta concepción de la práctica filosófica en las páginas 62-65 de Le courage de la vérité, de las que extraigo -y traduzco- el siguiente fragmento:

“Pero, sobre todo, me parece que al intentar reconstruir un poco esta transformación de la parresía y su desplazamiento desde el horizonte institucional de la democracia al horizonte de la práctica individual de la formación del ethos, podemos ver algo que es muy importante para comprender algunos rasgos fundamentales de la filosofía griega, y consiguientemente de la filosofía occidental. Con esas inflexiones y cambios en la parresía nos encontramos ahora, en el fondo, en presencia de tres realidades, o en todo caso de tres polos: el polo de la aletheia y del decir verdadero [dire-vrai]; el polo de la politeia y del gobierno; y el polo, en fin, de lo que en los textos griegos tardíos se llama la ethopoiesis (la formación del ethos o la formación del sujeto). Condiciones y formas del decir-verdadero, por un parte; estructuras y reglas de la politeia (es decir, de la organización de las relaciones de poder), por otra parte; y, en fin, modalidades de formación del ethos en el que el individuo se constituye como sujeto moral de su conducta: tenemos aquí tres polos a la vez irreductibles e irreductiblemente ligados los unos a los otros. Aletheia, politeia, ethos: la irreductibilidad esencial de estos tres polos, su relación necesaria y mutua, la estructura de apelación del uno al otro y del otro al uno, es lo que ha sostenido, creo yo, la existencia misma de todo el discurso filosófico desde Grecia hasta nosotros.

Pues lo que hace precisamente que el discurso filosófico no sea simplemente un discurso científico, que [se limitaría a] definir y poner en juego las condiciones del decir-verdadero, lo que hace que el discurso filosófico, desde Grecia hasta nosotros, no sea simplemente un discurso político o institucional, que se limitaría a definir el mejor sistema de instituciones posible, en fin, lo que hace que el discurso filosófico no sea simplemente un puro discurso moral que prescribe principios y normas de conducta, es que a propósito de cada una de esas tres cuestiones, plantea al mismo tiempo las otras dos (…) La existencia del discurso filosófico, desde Grecia hasta hoy, está precisamente en la posibilidad, o más bien en la necesidad de este juego: no plantear nunca la cuestión de la aletheia, sin relanzar al mismo tiempo, incluso a propósito de esta verdad, la cuestión de la politeia y del ethos. Y lo mismo para la politeia. Y lo mismo para el ethos” (pp. 62-63).

Me parece que Foucault formula aquí una defensa de la filosofía como un cierto tipo de práctica transversal entre la ciencia, la política y la ética, que no puede desvincularse de ninguna de ellas, pero que tampoco puede reducirse a ninguna de ellas. Y en ese doble juego consistiría precisamente la especificidad de la experiencia filosófica, del modo de vida filosófico. Es indudable que el “coraje de la verdad” es uno de los hilos que permite anudar los tres polos de la ciencia, la política y la ética, pero no me parece que sea suficiente. Como ya escribí en el artículo citado sobre Foucault y Derrida, creo que es igualmente impresindible otro hilo para poder anudar la ética, la política y la ciencia: el sentido de la justicia y de la responsabilidad hacia los otros. Pero esta cuestión de la justicia y la responsabilidad hacia las otros es precisamente una de las grandes ausencias del pensamiento de Michel Foucault. Sobre la relación entre responsabilidad y verdad, remito a la anotación: Derrida y la historia de la mentira.


Última actualización: junio_2012 06/07/2012 21:29

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