Marzo de 2008

En la anotación que escribí el pasado mes de febrero, con el título Europa, entre Oriente y Occidente, mencioné de pasada la última guerra de los Balcanes, una región en la que han colisionado y convivido durante siglos los tres antiguos imperios europeos: el austrohúngaro, el ruso y el otomano, con sus tres religiones dominantes: católica, ortodoxa y musulmuna. Y la mencioné como un trágico ejemplo que permite comprender hasta qué punto Europa ha surgido y se ha construido desde la antigua Grecia como una encrucijada de caminos, como un territorio fronterizo, como un limes sin confines precisos, donde han tenido lugar toda clase de conflictos y mestizajes entre Oriente y Occidente.

De hecho, en la ex Yugoslavia, que era como una Europa en miniatura, convivían seis etnias o naciones diferentes (bosníacos, croatas, eslovenos, macedonios, montenegrinos y serbios), con tres lenguas y tres religiones diferentes (católica, ortodoxa y musulmana). Y a todo ello hay que añadir la provincia serbia de Kosovo, con una mayoría de población albanesa. Lo sorprendente es que, a pesar de todas esas diferencias, los yugoslavos se casaban unos con otros, sus hijos iban juntos al colegio, compartían el trabajo y el ocio, en una palabra, convivían en paz desde 1945.

Pero el final de la Guerra Fría (desde la caída del muro de Berlín en 1989 hasta la desmembración de la URSS en 1991) trajo consigo la caída del régimen comunista creado por Josip Broz "Tito" y la reconversión de los viejos líderes comunistas en nuevos líderes nacionalistas, comenzando por el serbio Slobodan Milosevic y el croata Franjo Tudjman.

De forma completamente inesperada, estallaron las terribles guerras yugoslavas, que duraron una década (entre 1991 y 2001), segaron más de 300.000 vidas (la mayoría en Bosnia), desplazaron a más de tres millones de personas y dieron origen a la creación de siete Estados diferentes: Bosnia-Herzegobina, Croacia, Eslovenia, Macedonia, Montenegro, Serbia y, por último, Kosovo, que acaba de independizarse el 17 de febrero de 2008 y que todavía continúa bajo protección de la OTAN.

Todo esto ha ocurrido en Europa en las dos últimas décadas, ante el asombro del mundo entero y de los propios yugoslavos. Tras la doble experiencia de la Segunda Guerra Mundial y de los campos de concentración y exterminio nazis, todos creían que nada parecido podía volver a suceder en el continente europeo. Pero no ha sido así.

Las deportaciones forzosas, las violaciones masivas, las matanzas genocidas y otras operaciones de “limpieza étnica”, ordenadas en su mayor parte por los líderes serbios, aunque también por los croatas y en mucha menor medida por los bosnios, que fueron las principales víctimas, provocaron una intervención militar internacional aprobada por la ONU con el novedoso argumento del "derecho de injerencia humanitaria", es decir, con el fin de proteger a la población civil de las violaciones masivas de los derechos humanos cometidas por sus propios gobernantes. De hecho, Bosnia-Herzegobina sigue siendo todavía hoy un protectorado de la ONU. Además, los terribles crímenes cometidos en esta serie de guerras yugoslavas dieron origen a la creación en 1993 de un Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia (TPIY), con sede en La Haya.

Se ha escrito mucho sobre el laberinto de los Balcanes, sobre su pasado histórico, sobre las guerras de los últimos años, sobre el papel de la ONU, la OTAN y las grandes potencias (Estados Unidos, Rusia y los países de la Unión Europea), sobre la nueva figura jurídica del "derecho de injerencia humanitaria", etc. Se han publicado estudios históricos, reportajes periodísticos, relatos autobiográficos, reflexiones jurídico-políticas, novelas, películas…

Una de las personas que ha sido testigo y víctima de todos estos sucesos es la escritora y periodista croata Slavenka Drakulic (Rijeka, Croacia, 1949), que tuvo que abandonar su país a principios de los noventa tras ser acusada y amenazada, junto con otras escritoras y feministas croatas, por su "falta de patriotismo". Actualmente vive entre Estocolmo (Suecia) y Zagreb (Croacia). Sus obras han sido traducidas a más de quince idiomas. En España se han publicado sus novelas Piel de mármol (Grupo Libro 88, 1992), El sabor de un hombre (Anagrama, 1999 y 2001) y Como si yo no estuviera (Anagrama, 2001).

Tras escribir dos de sus novelas desde el punto de vista de las víctimas yugoslavas (la novela Como si yo no estuviera se ocupa de las mujeres musulmanas violadas masivamente por los serbios en Bosnia), decidió escribir un reportaje sobre algunos de los muchos criminales de guerra procesados por el TPIY, entre ellos Slobodan Milosevic (ex presidente de Serbia), Radislav Krstic (primer condenado por genocidio), Kunarac, Kovac y Vukovic (primeros condenados por delitos sexuales de toda la historia bélica de Europa), Biljana Plavsic (única mujer procesada) y Ratko Mladic (jefe del ejército serbiobosnio, que todavía sigue prófugo). Para conocerlos en persona, al menos a la mayoría de ellos, asistió durante cinco meses a las sesiones del Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia en La Haya. El resultado es un conjunto de retratos reunidos en el libro No matarían ni una mosca. Criminales de guerra en el banquillo (trad. de Isabel Núñez, Barcelona, Global Rhythm Press, 2007). La primera edición apareció en Estados Unidos, en 2004. El libro está escrito en un tono periodístico y autobiográfico, con un estilo claro, conciso y directo.

El título No matarían ni una mosca retoma una expresión de la pensadora judía Hannah Arendt, citada al comienzo del libro. De hecho, Slavenka Drakulic comparte la tesis expuesta por Hannah Arendt en su libro Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal (Lumen, Barcelona, 1967). También Arendt viajó de Nueva York a Jerusalén para asistir al juicio del nazi Adolf Eichmann, para hacer la crónica periodística del mismo y, sobre todo, para comprender cómo es y cómo piensa un genocida. Y lo que descubrió es que Eichmann no pensaba, es decir, que no era capaz de juzgar y discernir por sí mismo entre el bien y el mal. Por eso podía cometer los crímenes más terribles y al mismo tiempo considerarse un excelente funcionario y padre de familia. A esta falta de conciencia moral es a lo que Arendt llamó “banalidad del mal”.

Es muy significativo que Arendt y Drakulic lleguen a la misma conclusión: los criminales de guerra no son “monstruos”, sino personas terriblemente normales, que en su vida privada “no matarían ni una mosca”. Esta es también la conclusión a la que han llegado, desde la Segunda Guerra Mundial para acá, otros muchos autores a los que Drakulic menciona: Raul Hilberg, Theodor W. Adorno, Zygmunt Bauman, John Steiner, Ervin Staub, Victor Klemperer, Christopher Browning y Philip Zimbardo.

Este descubrimiento tiene unas consecuencias muy inquietantes. Como dice Drakulic: “Si creemos que los verdugos son monstruos, es porque deseamos crear la mayor distancia posible entre nosotros y ellos, excluirlos de la humanidad. Llegamos tan lejos como para decir que sus crímenes han sido inhumanos, como si el mal (como el bien) no formaran parte de la naturaleza humana. En el fondo de ese razonamiento hay un silogismo: la gente normal no podría haber hecho lo que hicieron esos monstruos; nosotros somos gente normal y, por tanto, no podemos cometer esos crímenes. Pero en cuanto nos acercamos a las personas reales que cometieron tales crímenes, vemos que el silogismo no funciona” (p. 197). ¿Cual es la consecuencia de este descubrimiento? “Si la gente normal comete crímenes de guerra, eso significa que cualquiera de nosotros podría cometerlos” (p. 199).

Ahora bien, si esto es así, ¿qué es lo que hace que personas normales se conviertan en criminales de guerra? Lo decisivo no es ya la existencia de personalidades monstruosas o patológicas, sino la creación de determinadas condiciones socio-políticas que permiten la irrupción y la normalización de la crueldad: “En efecto, creo que la brutalidad de la guerra es más la norma que la excepción y tiene más que ver con las circunstancias que con el carácter. Pero si ese es realmente el caso, ninguno de nosotros puede estar seguro de cómo se comportaría en esas determinadas circunstancias” (pp. 199-200). Y lo esencial de esas “circunstancias” es que comienzan a crearse de forma paulatina e imperceptible, mediante la “construcción del otro como objeto de odio”. Así sucedió en la Alemania nazi y así sucedió también en la ex Yugoslavia.

Pero en esa “construcción del otro como objeto de odio” no participan sólo los criminales de guerra sino también amplios sectores de la población, que sin embargo se consideran inocentes y que al mismo tiempo aclaman a los criminales como “héroes de la patria”. Por eso, tanto en Croacia como en Serbia, todavía hoy son muchos los que rechazan las actuaciones del TPIY, porque consideran que van dirigidas no contra criminales individuales sino contra el conjunto de la nación y contra sus mitos guerreros y patrióticos. Slavenka Drakulic alude aquí al viejo problema de la distinción y la relación entre culpa individual y responsabilidad colectiva, de la que se han ocupado Karl Jaspers, Hannah Arendt, Paul Ricoeur y otros muchos autores, sobre todo en relación con la Alemania nazi.

Esta responsabilidad colectiva explica, en efecto, el rechazo a la verdad y a la justicia (pues “no hay justicia sin verdad”), la negación o tergiversación de la memoria, la conversión del crimen genocida en gloriosa guerra de liberación, la persecución y el silenciamiento de los testigos. “Serbia y Croacia comparten un consenso de mentiras sobre los pasados diez años. La razón es muy simple y va más allá de la ideología de Tudjman-Milosevic. Demasiada gente estuvo implicada en la guerra y demasiados se aprovecharon de ella. Es más fácil y mucho más cómodo vivir con las mentiras que enfrentarse a la verdad, y con ella, a la posibilidad de la culpa individual y la responsabilidad colectiva” (p. 35).

Slavenka Drakulic ha sido y es uno de esos testigos incómodos a los que se ha tratado de silenciar. Ella misma nos cuenta su experiencia: “Esa guerra había cambiado mi vida. Enfrentada al nacionalismo, mi hija abandonó Croacia en 1991 para vivir en el extranjero. Yo perdí mi país natal y a muchos de mis amigos. Mi mundo se redujo casi a una homogénea Croacia. Excomunicada de la vida pública, pasaba más y más tiempo en el extranjero, hasta que finalmente me encontré viviendo en Suecia, ahora mi segunda patria” (pp. 195-196).

No es extraño que Drakulic comience su galería de retratos no con un criminal sino con un testigo, Milan Levar, que denunció los crímenes cometidos en el pueblo croata de Gospic, primero ante el gobierno de Tudjman, después ante la opinión pública de su país y finalmente ante el TPIY. Aunque con su tenacidad y su valor consiguió que el TPIY juzgase a los criminales de Gospic, Levar fue considerado un “traidor” por denunciar a unos criminales que eran “héroes nacionales”, por lo que sufrió la venganza de sus vecinos y fue asesinado en Gospic el 28 de agosto de 2000, dejando una mujer y un hijo pequeño; al funeral no asistió ningún representante del gobierno, ni políticos, ni jerarcas religiosos, ni periodistas, ni grupos de derechos humanos; y el sospechoso del asesinato, Ivica Rozic, fue puesto en libertad por falta de pruebas. Drakulic concluye: ““Quince años después de que se cometieran los crímenes de guerra (1991), el miedo a que emerja la verdad sigue siendo grande” (p. 55.).

Se pueden consultar las siguientes entrevistas a Slavenka Drakulic sobre su libro No matarían ni una mosca. Criminales de guerra en el banquillo:

-El periodismo incómodo de Drakulic (elmundo.es/yodona, 2-2-2008)

-"Ninguno estamos libres de caer en la maldad" (elpais.com, 22-2-2008)

También se pueden consultar los siguientes artículos de prensa de Slavenka Drakulic:

-¿Quién teme a Europa? (eurozine.com, 12-06-2001)

-Bathroom tales. How we mistook normality for paradise (eurozine.com, 4-10-2007)

-Otro día histórico más (elpais.com, 20-2-2008)

Para una aproximación al problema de los “crímenes de guerra”, remito al libro colectivo:

-R. Gutman y D. Rieff (eds.), Crímenes de guerra. Lo que debemos saber (prólogo de Baltasar Garzón, epílogo de José Luis Rodríguez-Villasante, Barcelona, Debate, 2003). De este libro hice en su día una reseña para Le monde diplomatique, edición española.

Para una reflexión general sobre la violencia, remito a mi ensayo:

-“La violencia y la ley”, en El concepto de lo político en la sociedad global (Barcelona, Herder, 2008, cap. 5).


Última actualización: marzo_2008 31/03/2008 23:48

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