Septiembre de 2008

En 1997, se celebró en el chateau de Cerisy-La-Salle una “década” (es decir, un coloquio de diez días: del 11 al 21 de julio) en torno a la obra de Jacques Derrida, que contó con la activa participación del filósofo y que fue coordinada por Marie-Louise Mallet. Fue el propio Derrida quien eligió el título del encuentro: L'animal autobiographique. Era el tercer coloquio organizado en este mismo lugar en torno a la obra de Derrida: el primero se celebró en 1980, con el título "Les fins de l'homme", y fue coordinado por Philippe Lacoue-Labarthe y Jean-Luc Nancy; el segundo, en el que tuve ocasión de participar con la ponencia «Les frontières du nom», se celebró en 1992, con el título Le passage des frontières, y fue coordinado por Marie-Louise Mallet. Finalmente, en 2002, se celebró el cuarto y último coloquio sobre Derrida, también coordinado por Mallet, con el título La démocratie à venir. Los cuatro coloquios han sido publicados por la editorial Galilée.

Jacques Derrida murió en Paris el 9 de octubre de 2004, a la edad de 74 años. Dos años después, la coordinadora de los tres últimos encuentros de Cerisy, Marie-Louise Mallet, recopiló y publicó en Galilée un libro póstumo del filósofo francés, en el que se recoge su larga intervención en el coloquio El animal autobiográfico, una intervención que en realidad fue una especie de seminario, pues duró casi diez horas. En las actas del coloquio solo se había publicado la introducción (con una coletilla entre paréntesis: “continuará”), y un segundo fragmento dedicado a Lacan apareció en el monográfico que le dedicó la revista Cahier de l'Herne (nº 83, 2003).

Como cuenta Marie-Louise Mallet, Derrida había confesado en varias ocasiones su intención de reunir en una sola obra todos los textos que había escrito sobre “el animal”. Lo que ella ha editado póstumamente no es más que la última intervención del filósofo en Cerisy, que llevaba por título: L'animal que donc je suis (París, Galilée, 2006), y que según el propio de Derrida formaba parte de “una obra en preparación”. El libro ha sido traducido al español por Cristina de Peretti y Cristina Rodríguez Marciel, con el título El animal que luego estoy si(gui)endo (Madrid, Trotta, 2008).

Derrida, como es habitual en él, juega con el doble sentido del “suis” francés (soy y sigo), una polisemia que es intraducible y que ha llevado a las traductoras a recurrir al paréntesis para componer en español una palabra doble. En cuanto al “donc” (luego), no solo indica que el hombre “sigue” al animal en la secuencia evolutiva de las especies (sin dejar de “ser” él mismo otra especie de animal), sino también que lo “sigue” en el sentido de que lo persigue, lo acosa, lo caza, lo domestica, lo utiliza, lo mata y lo devora, y al mismo tiempo lo niega, lo excluye, lo rebaja y lo reprime en su propio interior, como si el ser humano no fuera también animal, como si la humanidad misma no pudiera definirse y afirmarse sino por oposición a la animalidad, como si la condición humana solo pudiera constituirse mediante la institución de una diferencia, una superioridad y una dominación extremas con respecto a todos los otros seres vivientes y con respecto a uno mismo en cuanto ser viviente. De modo que el “animal” al que se refiere el título es a un tiempo el animal al que “yo” (el autor o hablante) estoy “siguiendo” (en el doble sentido ya mencionado del verbo seguir), y el animal que “yo” (el autor o hablante) estoy “siendo”, también cuando sigo y persigo a los otros animales.

En realidad, la cuestión del animal ha estado muy presente a lo largo de todo el pensamiento de Derrida, desde sus primeras reflexiones “gramatológicas” de los años sesenta sobre la huella que se traza más allá o más acá de toda intención presente o consciente. Este libro tiene, pues, algo de recapitulación o testamento del pensamiento derridiano. Por un lado, Jacques Derrida se propone retomar y repensar muy seriamente la pregunta planteada por Jeremy Bentham a propósito de los animales, en su Introducción a los principios de moral y legislación (1789): “La cuestión no es: ¿pueden éstos razonar? ¿pueden hablar? Sino: ¿pueden sufrir?”. Pregunta crucial que desde hace dos siglos está en la base del movimiento en defensa de los llamados “derechos de los animales”, y que se ha vuelto más apremiante a medida que ha aumentado la capacidad tecnocientífica de los seres humanos para disponer de la vida de los otros seres vivos, a los que diariamente, y de forma cada vez más masiva, cazamos, pescamos, criamos, domesticamos, utilizamos, torturamos, matamos y devoramos.

Por otro lado, Jacques Derrida se propone problematizar una vez más la tradición dominante del pensamiento occidental, en la que confluyen el mito judío de la creación, los mitos griegos de Prometeo y Epimeteo, y los grandes textos filosóficos antiguos y modernos. En esa tradición dominante, el hombre es definido como zoon logon echon o como animal rationale, como el único ser dotado con una serie de atributos excepcionales (“…palabra, razón, experiencia de la muerte, duelo, cultura, institución, técnica, vestido, mentira, fingimiento de fingimiento, borradura de la huella, don, risa, llanto, respeto, etc.”), unos atributos que al mismo tiempo le son negados al resto de los animales. Esta diferencia radical entre el hombre y el animal, esta jerarquía supuestamente instituida por los dioses o gestada evolutivamente por la Naturaleza, sería precisamente la que justificaría el “sacrificio” del animal, su sometimiento al dominio del hombre, su sufrimiento, su servidumbre, su exterminio.

El núcleo de la reflexión derridiana consiste en analizar y desconstruir algunos de los textos fundamentales de esa tradición dominante, desde el primer libro del Génesis hasta algunos pasajes cruciales de Descartes, Kant, Heidegger, Levinas y Lacan. A pesar de las muchas diferencias entre ellos, Derrida pone al descubierto la profunda continuidad que los une a la hora de pensar “el animal”, o más bien la diferencia abismal entre “el hombre” y “el animal”, entre el ser pensante y el ser viviente. En todos ellos, falta una reflexión en profundidad sobre la vida, y más concretamente sobre la vida de ese cuerpo desnudo, sexuado y vulnerable que somos cada uno de nosotros, sobre esa vida mortal que compartimos con el resto de los animales. Pero esta reflexión no ha estado del todo ausente en la tradición del pensamiento occidental, como puede comprobarse releyendo a Porfirio (Sobre la abstinencia de la carne animal, Madrid, Gredos, 1984), Michel de Montaigne, Jeremy Bentham y Theodor W. Adorno, todos ellos citados por Derrida.

Derrida no pretende negar o borrar sin más la diferencia instituyente de la humanidad, como suelen hacer los discursos biologicistas (tan ingenuos y a la vez tan peligrosos), sino más bien interrogarla, complicarla, problematizarla. Por un lado, se apoya en su propia experiencia vivida (la mirada de su gato, con la que comienza toda la reflexión) y también en los estudios etológicos contemporáneos, para poner de manifiesto las muchas capacidades “superiores” que parecen tener tales o cuales especies animales; por otro lado, insiste en el carácter irreductible de nuestra propia condición animal o “inferior”, que no es borrada por la razón, la palabra, la conciencia, la ley, etc. De hecho, los humanos somos los únicos animales capaces de cometer “animaladas” (con los otros humanos y con los otros animales).

Ante todo, Derrida trata de mostrar que no hay una única frontera entre dos reinos inconmensurables, el del Hombre y el del Animal, sino más bien una multiplicidad de diferencias entre los propios animales y entre los propios hombres. Esto obliga a relativizar toda frontera pretendidamente única y absoluta que partiría en dos mitades la infinita diversidad de los seres vivos. Y obliga también a hablar de cada animal y cada hombre como una criatura única: no podemos seguir identificando y confundiendo a todos los animales en general (animaux), sino que hemos de tener en cuenta a cada animal en singular. Recurriendo a otro juego de palabras intraducible, Derrida lo llama animot (que en francés suena igual que animaux, pero que al mismo tiempo incorpora el término mot, que significa palabra), y las traductoras lo traducen como animote, en alusión al “mote” o nombre propio con el que nombramos a ciertos animales domésticos, precisamente para singularizarlos.

Durante la lectura de este libro póstumo de Jacques Derrida, he recordado a Elias Canetti, que dedicó a los animales muchos de sus “apuntes”. Tal vez tenga razón Élisabeth de Fontenay cuando dice, en su prefacio a la edición francesa de Tres tratados para los animales, de Plutarco, que algunos de los más grandes escritores y pensadores judíos del siglo XX estuvieron obsesionados por la cuestión del animal y por los límites del humanismo moderno (Kafka, Singer, Canetti, Horkheimer, Adorno… una lista en la que tendríamos que incluir ahora a Derrida), tal vez porque presintieron que “los animales eran otras tantas víctimas comparables hasta cierto punto a ellas mismas y a los suyos”. Ciertamente, los campos de concentración y de exterminio redujeron a millones de seres humanos a la mera condición de animales susceptibles de ser dominados, torturados y exterminados por otros animales humanos autodenominados “superiores”.

Para terminar, y dado que Jacques Derrida comienza su reflexión sobre los animales hablando de la mirada de su gato, tal vez merezca la pena conocer la historia del gato Óscar, expuesta por el doctor David Sosa en la prestigiosa revista The New England Journal of Medicine. En un centro geriátrico de Rhode Island (Estados Unidos), cuando los enfermos terminales entran en la fase final de la agonía, el gato Óscar se acerca y se acurruca al lado del moribundo, lo que permite avisar a los familiares antes de que fallezca. Así ha sucedido en 25 ocasiones. Por eso, Óscar se ha ganado el afecto y el reconocimiento de los residentes, familiares y empleados del geriátrico. En una de sus paredes han colgado una placa que dice así: “Por sus cuidados compasivos, esta placa está dedicada a Óscar, el gato”.

Última actualización: septiembre_2008 28/09/2008 01:11


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